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E. J. Semblanza de un sinsentido
Cultura | Alberto Vital | 17.04.2009 | 0 Comentarios

¿Qué podemos darte, ya que no te dimos la
oportunidad de cumplir veinte años? Mira,
hay unos amaneceres aquí y allá que de pronto
parecen un regreso a los veinte. Pero tú no sa-
bes qué es regresar, porque apenas ibas. Y, por
saber, ¿qué sabes de las noches si tu existencia
se quedó a las diez de la mañana? Las noches
se entienden bien a bien sólo cuando la propia
vida ha pasado de la tarde. Hay barrios que
son mediodías, hay casas y ciudades. Al morir
tú, nuestra ciudad perdió por un momento ese
lapso que va de las diez a las once de la maña-
na. El matrimonio a esas horas suele trazar
una especie de tregua que ahora mismo debe-
ría explicarte.
Yo me hubiera casado contigo. Cuando uno
elige a una persona entre otras, queda para
siempre herido por un cierto sabor de melan-
colía. ¿Y si hubiera salvado tu vida casándome
contigo? Hay épocas en que el principio de la
noche baja a la ciudad antes de las diez de la
mañana. Me refiero a cuando está a punto de
llover. Se encienden las luces blancas y las lu-
ces de ámbar, y las nubes se introducen en los
coches por las ventanillas y en las almas por
los poros. Entonces los coches y las almas se
evaporan en parte, pero esto sólo se nota en
las almas. ¿Te dio tiempo de darte cuenta?
¿Viviste esa especie de noche de las lluvias
tempranas en tu alma y tu cabeza? He allí
una porción de canosa madurez momentá-
nea para quien como tú estaba llamada a
no vivir la última de las edades si no era
por ráfagas de penumbra entre océanos de
niñez y adolescencia.
La música. La música es la noche en la ma-
ñana y la mañana en la noche. La música te
da una nube de medianoche en plena media
mañana de torcaces y de colorines. Tú supis-
te algo de la música: que descoyunta el tiem-
po y que hace más ancho el espacio. De eso
supiste porque, antes de la música, tu vida
fue estrecha. Naciste de un cuerpo que de
por sí era módico. Sus huesos eran escuetos
como dos puertas abatibles que se constru-
yeran con una sola intención, y esa intención
fuera: resistirse a ser abiertas.
Tu casa. Tu casa de toda la vida, tu única
mansión. También ella era de huesos muy
cerrados. A veces te escondías en el baño y
te sentías en el útero de tu madre por el va-
por de regadera abierta que adormece. Sin
embargo, luego los gritos y los nudillos te
obligaban a un nuevo nacimiento como
cuando alguien toca en el vientre primigenio
y nos grita: “¡Ya sal de allí!”.
Pero la música, Éricka. La música.
¿Recuerdas si alguna vez te cantaron
una canción para dormir? Las cancio-
nes para dormir nunca te llevarán a la
edad adulta, sino más bien al pasado
más profundo. Quizá pedías una can-
ción o un cuento porque los sueños
son a veces un territorio pantanoso y
no tienen orillas. Las canciones y los
cuentos se vuelven entonces una lí-
nea, se vuelven una ancha zona de
frontera entre la vida vigilante y la vi-
da de los sueños.
En esa hora adulta que ya no cono-
ciste, nadie vuelve a cantarte o a con-
tarte nunca nada. No, nunca nada
simplemente para que te duermas y
descanses. Ya no existe un país entre
el sueño y la vigilia. O sí, me dirás tú.
Hay pantallas para eso. Tú las cono-
ciste, pese a tu vida breve. El matri-
monio, te respondo, es casi ya pura
vigilia. Se duerme despierto. El adul-
to cuida del niño y luego no sabe có-
mo cantarle o contarle algo, cualquier
cosa, de modo que los peligros de la
vigilia y los peligros del sueño no lo
asusten tan pronto como a ti te asus-
taron.
No tenías aspecto de que te hubie-
ran cantado mucho para que pudie-
ras dormir. Si acaso, te cantabas tú.
Te contabas para que la música y las
leyendas crearan tiempo y espacio. La
música y los cuentos crean tiempo y
espacio, sólo que también los ocupan.
Es mucho más el tiempo y mucho
más el espacio que crean, pero de
momento necesitan un poco de am-
bos, sobre todo la música. Quiero
creer que tus mayores no te cantaron
tantas melodías cuando eras niña
porque los otros habitantes en la casa
tenían que dormir. Por eso, cuando
ya despierta conociste la música, no
te separaste de ella. Sentiste que era
tuya. Dijiste que era una recámara
para ti sola, tu ventana y tu paisaje. El
paisaje cambiaba.
Aquella tarde de tu adolescencia,
la última de tu vida, ibas precisa-
mente a oír música, Éricka. Tus ami-
gos te invitaron. Estuviste a punto
de no ir. Algo te decía. Tuviste una
sensación en las costillas. Fue casi el
inicio de un dolor, de una opresión.
Pero la música nunca te había falla-
do. No te fallaría ahora. Sentiste que
la música ensanchaba la pista mien-
tras bailabas en plena tarde, todavía
lejos de la noche. Muy lejos. Y es
que la tarde apenas empezaba, así
que el tiempo alimentó a la música
con su abundancia, y la música ali-
mentó al tiempo con sus notas. Uno
fue la otra; la otra fue el uno, más o
menos como tú y tu pareja fueron
uno. Me refiero, ya sabes, a ese mu-
chacho tan flaco y avispado como tú,
Éricka Jeanette.
Sólo que de repente apagaron la
música y les ordenaron salir. ¿Qué
tiene que ver la música con una or-
den de salida? Nada. ¿Qué tiene que
ver el baile con una orden de desalo-
jo? Nada. Nada para quinientos mu-
chachos y muchachas que bailaban
desprendidos unas horas de las estre-
checes de la vida adulta. Entonces sí
te asustaste: una noche que debería
haber tardado cincuenta años de gol-
pe les cayó a ti y al muchacho que te
invitó, tan flaco y espantado como
tú, Éricka Jeanette. Lo más doloroso
fue morir de estrechez, tú que ibas a
ensanchar tu vida con lo único que la
había ensanchado. Lo más doloroso
fue que los duros cuerpos de tus
amigos contra las puertas cerradas
fueron la cámara letal y la soga que
acabó con todos los colores salvo el
negro. Lo más doloroso fue que una
o dos órdenes sensatas habrían re-
suelto el problema, órdenes como la
de abrir de par en par las puertas pa-
ra que la vida fuera otra vez amplitud
y extensión, como la música. Ahora
quiero vivir un poco de mi vida aquí
y allá de vez en cuando como si la
fuera platicando contigo. ¿Pero qué
puedo darte en nombre de tus quin-
ce, de tus veinte años? Puedo darte
unas palabras que ensanchen tu hori-
zonte, Éricka Jeanette. Las sigo bus-
cando, esposa mía.


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