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EROTISMOS. Un rebelde del ocaso
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Cultura |
Andrés de Luna | 17.04.2009 | 0 Comentarios
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El inicio de la década de los sesenta del siglo ante-
rior tenía el gesto de la pudibundez. Uno de los es-
critores que mejor han reflejado esos momentos es
el británico Ian McEwan en su novela magistral
Chesil Beach(Anagrama, Barcelona, 2008). Una
pareja de jóvenes enfrentan la noche de bodas con
un miedo ritual que terminará en desastre. El sexo
todavía era tema a abordar y había que enfrentarlo
con todo y sus fantasmas. Años después, para
1966, por ejemplo, se abolía la censura cinemato-
gráfica en los países nórdicos, y llegaron cintas que
se volverían de culto: Soy curiosa: azuly Soy curio-
sa: amarillo, de Vilgot Sjöman. La contracultura
fue un detonador de múltiples experiencias que
establecerían los matices en el régimen de la mira-
da y de los comportamientos.
Elvis Presley sufrió los embates de la intransi-
gencia puritana, que vio obscenidad en los movi-
mientos pélvicos que realizaba al bailar. Tiempo
después tomaría la estafeta rebelde el aspirante a
cineasta y poeta, luego vocalista de The Doors, el
mismísimo Rey Lagarto, Jim Morrison. La educación
sentimental de ese mito del pop tiene mucho de labe-
ríntico. Sus amores adolescentes en Venice Beach,
California, tienen el sello del porvenir: con Gay Blair
se porta agresivo, le destroza un vestido recién com-
prado, la tira en la cama y luego le escupe el rostro.
Ella se ducha, salen un rato y de regreso disfrutan de
los embrujos de la marihuana y de la liviandad del se-
xo. Otra de sus admiradoras fue Pamela Zurubica,
una groupieque presumía de tener conocimiento del
rock más allá de las melodías y más abajo del ombligo
de los músicos. Gustaba de los encuentros fáciles con
los rockeros, a los que seducía con una o dos pala-
bras, un cuerpo dispuesto y una desenvoltura singu-
lar. Con Morrison tuvo el gusto de mostrarle los ca-
minos del eros desenfadado. El que sería el Rey
Lagarto estaba sumergido en el pantano de una acti-
vidad erótica cercana a la mojigatería. Claro está que
esos fueron los inicios. Pamela recibió el mote de
Suzy Creamcheese, y fue ella quien propició el acer-
camiento de Jim a la que sería su compañera más
constante: Pamela Courson. Eran los tiempos de las
fiestas donde se trataba de romper con los convencio-
nalismos. Al entrar se impregnaban los pulmones con
el olor de la mota. Cada uno de los convidados daba
fumadas para luego pasar a otro un carrujo de tama-
ño colosal que se extinguía con rapidez. De inmedia-
to nacía otro que se quemaba con cierta carga ritual.
El baile iba en ascenso, a la par de los besos y cari-
cias. Suzy dejó a Morrison y se encargó de suminis-
trarle lo mejor de sus deseos a un joven que encontró
apetecible. Jim, con la valentía que otorgan las liba-
ciones alcohólicas y las largas y espesas fumadas, se
dejó ir por sus impulsos y consideró que Pam Cour-
son era el amor de su vida. Al anochecer todo se con-
virtió en rincones ocupados por parejas, gemidos, y
un Jim y una Pam escondidos de tal forma que ningu-
no de los participantes quería agregarse a aquel abra-
zo afectuoso, prólogo de lo que días más tarde se
consumaría en amasiato. Aquella noche ni él ni ella
podían sacarse de encima los estragos
de la tarde. La relación del Rey La-
garto y la muchacha pelirroja de in-
contables pecas tuvo el signo del
caos. Era indudable que se amaban
pero los excesos del cantante, para
llamarlos de algún modo, eran un re-
to insuperable. Ella tomaba las cosas
con buen ánimo y curaba sus heridas
emocionales con otras parejas. Jim
era un seductor, usaba su atractivo fí-
sico y siempre estaba rodeado de ad-
miradoras que pretendían llevarlo al
lecho. A veces vivían el chasco de que
el cantante se derrumbaba en su ca-
ma y despertaba hasta el día siguien-
te, o estaba tan borracho o drogado
que las erecciones eran fugaces o sólo
eran propicias para un erotismo un
tanto aborregado. Pese a todo ello,
las mujeres recordaban a Jim con la
certeza de haberse rozado con la le-
yenda. Se cuenta que una vez fueron
dos muchachas las que trataron de
conducirlo hasta un departamento
desvencijado y maloliente de Los Án-
geles. Jim quedó desnudo y lo único
que anheló en ese momento fue ori-
nar. El inodoro carecía de aseo y se
notaba por el hedor que despedía.
Morrison trastabilló para acomodarse
en el lavabo, pero estaba tan alcoholi-
zado que de tumbo en tumbo llegó a
la recámara de las jóvenes. Ahí, de ro-
dillas, vació la vejiga sobre la alfom-
bra mugrienta, se recostó y todo ter-
minó por esa noche que prometía
mejores cosas. En otra ocasión, el vo-
calista de The Doors se encontraba
con su amigo Tom Baker. Pasaron
por varios clubes, bebieron y se fue-
ron con un ligue ocasional, dos jóve-
nes de aspecto esmirriado que daban
la impresión de ser adictas a drogas
“mayores”. Los llevaron a un lugar
que tenían por los rumbos de Holly-
wood. Era otro cuchitril. Baker tuvo
sexo con una de las mujeres que des-
tapó su ánimo con unas tabletas de
un derivado de la morfina, en tanto
que la otra se llevó a Morrison, que
estaba al borde del derrumbe. Con
muchos trabajos, por las pastas y las
drogas ingeridas, así como por el es-
tado del cantante, el hecho tuvo algo
de heroico por parte de la junkie.
Tiempo después, Baker hizo una es-
cala para observar qué pasaba con su
compañero de parranda. Vio a la jo-
ven que trataba de conseguir algo de
placer al darle sexo oral a una virili-
dad que estaba marchita y lúgubre y
que en todo caso re-
quería de una suerte
de milagro.
Egocéntrico y des-
centrado, Morrison
comenzó una serie de
prácticas que resulta-
ban odiosas para sus
compañeras. De pron-
to las citaba en tal o
cual motel, ellas aparecían en medio
de un cuarto con luces apagadas que
presagiaban una sorpresa grata. Jim
estaba con otra dama. Entonces él in-
sultaba a la que acababa de llegar y la
despedía con gritos y burlas. Morri-
son se complacía con esas actitudes
de macho enfebrecido. El cantante
era afecto a las acciones físicas agresi-
vas y sus peleas con Pam Courson se
convirtieron en leyenda urbana.
Morrison labró sus mitologías por
medio de su capacidad erótica, de su
voz y de todo lo que constituía su
personalidad. También tuvo la certe-
za de los beneficios del escándalo y
su voluntad para sacar de quicio a un
grupo de conservadores que apoya-
ban la guerra de Vietnam y se desga-
ñitaban por las orinadas de Patti
Smith en el escenario. Jim pasó por
los furores represores de la policía de
New Haven, Connecticut, que lo acu-
só de desacato a la decencia al tener
un conato onanista en pleno escena-
rio. El vocalista de The Doors supo
llegar al individualismo radical; tan es
así que sus compañeros del grupo
musical se quedaron atrás y todo pa-
recía que giraba alrededor del can-
tante. En su gira por México, el pro-
motor Mario Olmos le proporcionó a
Jim una limousine blanca para uso
exclusivo, en tanto que el resto del
grupo tuvo la suya en negro.
Una prenda que tuvo las propieda-
des del fetiche fueron
los pantalones de cuero
negro que utilizaba
Morrison dentro y fue-
ra del escenario. Eran
un prenda ajustada que
acentuaba el bulto de
su sexo. A veces frota-
ba esa zona para que
despertara su miembro
viril y fuera evidente que estaba exci-
tado. Esto lo hacía para provocar a
sus enemigos o con el simple afán de
bromear. Gustaba que sus admirado-
res le tocaran el trasero o que las atre-
vidas llegaran a los muslos o que se
instalaran en su bragueta. Luego de
un rato se mostraba inquieto y se iba.
Si le interesaba alguna en particular
se lo hacía saber de inmediato y se re-
tiraba con ella.
Resulta curioso que la cinta The
Doors(1991) de Oliver Stone sea un
ejercicio fílmico apenas discreto. De-
masiado aséptico y con una idea ha-
giográfica, el Morrison que está en la
película es un eco demasiado vago de
un personaje contracultural. El ego
del cantante era colosal y se creía una
suerte de rencarnación de Rimbaud.
El sentido del espectáculo y los valo-
res encarnados por ese héroe suicida
hablan de una época rebelde. Claro
está que las mitificaciones de pronto
llegan al ridículo: en Los Ángeles se
pondrá una placa en la barra de un
bar de donde Jim Morrison fue ex-
pulsado luego de orinarse ahí en lu-
gar de ir al mingitorio. El espectáculo
debe seguir.
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