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Carta a Gregorio Ortega Hernández
Cultura | Mariano Azuela Rivera | 19.11.2010 | 0 Comentarios

Mariano Azuela Rivera (1904-1993) licenciado en derecho por la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la entonces Universidad Nacional de México, fue allí profesor desde sus años de estudiante. Fue también ministro de la Suprema Corte de Justicia y senador de la República. En 1957 recibió  la medalla Ignacio L. Vallarta del gobierno de Jalisco. El cabildo de su ciudad natal, Lagos de Moreno, lo nombró ciudadano distinguido. A continuación la transcripción facsimilar de una misiva de Mariano Azuela a Gregorio Ortega con motivo de la publicación de Los de Abajo en España.

Mé­xi­co, D. F. ju­lio 9 de 1969

Sr. Don
Gre­go­rio Or­te­ga
C i u­ d a d .

Que­ri­do Or­te­ga:

En va­rias oca­sio­nes he que­ri­do es­cri­bir­le, pe­ro la in­ten­ción se ha que­da­do en el ai­re. Aho­ra lo ha­go, aun con la emo­ción que me sus­ci­tó su her­mo­so ar­tí­cu­lo; me ha re­mo­vi­do, sa­cán­do­las a flo­te, vi­ven­cias que de tiem­po atrás se ha­bían tor­na­do sub­te­rrá­neas.

Ha pa­sa­do tan­to tiem­po, fué tan gran­de el con­tras­te en­tre la épo­ca en que mi pa­dre era  es­cri­tor ig­no­ra­do y la que vi­no des­pués, cuan­do sal­tó de pron­to a la fa­ma, que me ha cau­sa­do ver­da­de­ra sor­pre­sa com­pro­bar co­mo us­ted re­cuer­da co­sa­s que yo ya te­nía ol­vi­da­das.

Pe­ro us­ted, que tan ele­gan­te —[¿]o mo­des­ta­men­te?— ocul­ta su ver­da­de­ra in­ter­ven­ción co­mo des­cu­bri­dor de mi pa­dre, omi­tió re­la­tar el cu­rricu­lum —co­mo aho­ra se di­ce.

Cuan­do us­ted em­pe­zó a es­cri­bir en el Uni­ver­sal Ilus­tra­do se dió a en­tre­vis­tar per­so­nas emi­nen­tes, pe­ro in­trodu­jo una re­vo­lu­ción en la téc­ni­ca de la en­tre­vis­ta. Con an­te­rio­ri­dad era una con­ver­sa­ción lle­na de res­pe­tos en la que el en­tre­vis­tan­te pre­sen­ta­ba el au­to­rre­tra­to del en­tre­vis­ta­do, ade­cua­da­men­te re­to­ca­do. Us­ted al­can­zó pron­to fa­ma de hom­bre “pe­li­gro­so” por­que en­tre las pre­gun­tas de ca­jón, lan­za­ba al­gu­nas se­cun­da­rias que sor­pren­dían al in­te­rro­ga­do y que des­pués eran las más im­por­tan­tes en la pu­bli­ca­ción; ha­cía ob­ser­va­cio­nes in­dis­cre­tas so­bre el am­bien­te de la ca­sa; en fin, que no era ni si­quie­ra un re­tra­to fo­to­grá­fi­co, si­no el re­tra­to del pin­tor, a lo Go­ya o lo Ve­láz­quez, que ex­hi­bían a sus mo­nár­qui­cos me­ce­nas en to­do su ne­ga­ti­vo es­plen­dor. En es­ta for­ma, há­bil y rei­te­ra­da­men­te fue us­ted pre­sen­tan­do a Ma­ria­no Azue­la, a quien, por el con­tra­rio, tra­ta­ba us­ted con po­si­ti­va ge­ne­ro­si­dad. Así pro­vo­có usted la opi­nión de Ra­fael Ló­pez so­bre Los de Aba­jo —a ve­ces he pen­sa­do si us­ted mis­mo lo in­ven­tó— que con­ven­ció a No­rie­ga Ho­pe de pu­bli­car la no­ve­la. Pero los elo­gios de Mé­xi­co eran to­da­vía li­mi­ta­dos. En­ton­ces se lle­vó us­ted la obra a Es­pa­ña, la dió a co­no­cer en­tre los crí­ti­cos más re­nom­bra­dos, y vi­no la exal­ta­ción en tér­mi­nos que re­ba­sa­ron no­to­ria­men­te la ad­mi­ra­ción de los co­te­rrá­neos. Por cier­to que aca­ba de pu­bli­car­se un Epis­to­la­rio en don­de fi­gu­ran sus car­tas de Es­pa­ña y las con­tes­ta­cio­nes de mi pa­dre.

La rea­li­dad fué pues, que mien­tras los otros en­cu­brie­ron a mi pa­dre, us­ted lo des­cu­brió, por­que tu­vo el va­lor de mos­trar una ad­mi­ra­ción que los de­más, aun los  que ad­vir­tie­ron su va­lor tu­vie­ron mie­do de ma­ni­fes­tar.

¿Qué di­ría Don Vic­to­ria­no Sa­la­do Al­va­rez  si hu­bie­ra vi­vi­do to­da­vía, cuan­do la obra de mi pa­dre es te­ma de exá­me­nes de li­te­ra­tu­ra en Fran­cia, él, que a raíz del éxi­to na­cio­nal de Los de aba­jo se dig­nó pu­bli­car un ar­tí­cu­lo li­mi­ta­da­men­te elo­gio­so en el que la­men­ta­ba que las no­ve­las de mi pa­dre, por lo mal es­cri­tas, que­da­rían “hors de la lit­te­ra­tu­re”?

En va­rias oca­sio­nes us­ted me ha mos­tra­do co­mo el des­cu­bri­dor de mi pa­dre no­ve­lis­ta. Un pá­rra­fo emo­ti­vo de su ar­tí­cu­lo po­ne a luz la ver­dad. Co­mo us­ted ob­ser­va, mi gran ad­mi­ra­ción por mi pa­dre se ali­men­ta­ba por una in­men­sa ter­nu­ra; su­fría in­ten­sa­men­te por la in­jus­ti­cia de que él era víc­ti­ma. La ad­mi­ra­ción de us­ted fué una va­lo­ra­ción pu­ra, exen­ta de fi­lia­les ter­nu­ras, y fue us­ted el que tu­vo el va­lor de pu­bli­car sus jui­cios y afron­tar la res­pon­sa­bi­li­dad que otros te­mie­ron fué us­ted y só­lo us­ted.

Rein­te­grán­do­me a aque­llos pa­sa­dos tiem­pos, he pen­sa­do con te­rror, [¿]qué hu­bie­ra ocu­rri­do si us­ted y yo no nos hu­bié­ra­mos en­con­tra­do y coin­ci­di­do en nues­tra co­mún ad­mi­ra­ción? El va­lor de la obra de mi pa­dre se hu­bie­ra im­pues­to a la lar­ga, pe­ro la fa­ma le hu­bie­ra lle­ga­do, en sus úl­ti­mos años, cuan­do la luz de la glo­ria no es ya ca­paz de ilu­mi­nar las som­bras que pro­yec­tó el fra­ca­so.

Su ar­tí­cu­lo me ha evo­ca­do aque­lla nues­tra épo­ca, en que pa­re­cía que per­día­mos el tiem­po, cuan­do en rea­li­dad es­tá­ba­mos crean­do he­rói­ca­men­te fu­tu­ro. A us­ted le agra­da­ba fo­men­tar fa­ma de sa­tá­ni­co; en­se­ña­ba al va­te Her­nán­dez a leer a Da­nu­zio pro­ba­ble­men­te con bue­na in­ten­ción, pe­ro El fue­go y Las vír­ge­nes de las ro­cas es­ti­mu­la­ban más los an­gus­tio­sos apre­mios eró­ti­cos del dis­cí­pu­lo que su vo­ca­ción poé­ti­ca; re­cuer­do —y no pro­tes­te in­dig­na­do— que us­ted si­mu­la­ba ad­mi­ra­ción por Lon Cha­ney en­car­nan­do el pa­pel de un in­vá­li­do que des­de su si­lla de rue­das ma­ne­ja­ba im­pla­ca­ble­men­te a la gran ham­pa de Nue­va York. Y aque­lla oca­sión en que us­ted y Moi­sés Lu­na se to­ma­ron no sé dón­de dos o tres co­pas e irrum­pie­ron —su­po­nién­do­se ebrios— en una ve­la­da li­te­ra­ria de la aso­cia­ción Fer­nán­dez Gra­na­dos pa­ra ha­cer es­car­nio de la cur­si­le­ría de los es­cri­to­res no­ve­les y pro­vocar la di­so­lu­ción de la in­ge­nua se­sión. Y ya más ade­lan­te, cuan­do lo acom­pa­ñé a en­tre­vis­tar a la Prin­ce­sa X, una ga­lle­ga gor­da que di­fí­cil­men­te se ex­pre­sa­ba en es­pa­ñol, car­to­man­cia­na y pro­fe­ti­sa, pa­ra que con la ayu­da de su es­fe­ra má­gi­ca anun­cia­ra qué pro­por­ción ha­bría de re­pro­ba­dos en los exá­me­nes por ini­ciar­se; la ex­u­be­ran­te se­ño­ra le di­jo a us­ted al des­pe­dir­se: “Pa­ra ca­fé” y le en­tre­gó al­go que yo creí una ta­za di­mi­nu­ta; era una re­lu­cien­te az­te­ca de la que us­ted ge­ne­ro­sa­men­te me com­par­tió cin­co pe­sos; ad­qui­rí diez no­ve­las fran­ce­sas de co­lec­ción po­pu­lar —Clau­dio Fa­rre­re, Hen­ri de Reg­nier, Ma­da­me Ra­chil­de, Ca­tu­lle Men­dés— y to­da­vía que­dó al­go pa­ra ci­ne.

En fin, que he re­cor­da­do va­rias co­sas que te­nía ol­vi­da­das, por­que a na­die le im­por­ta que uno las cuen­te.

Y pa­ra fi­na­li­zar le ha­go a us­ted una con­fe­sión pe­ro me sien­to mu­cho más cer­ca­no al es­cri­tor des­co­no­ci­do de aque­llos años —que ne­ce­si­ta­ba de nues­tra ad­mi­ra­ción— que al no­ve­lis­ta tra­du­ci­do a vein­te idio­mas, el mis­mo hom­bre sen­ci­llo y va­lien­te, pe­ro que ya no ha­bía me­nes­ter de no­so­tros; y que se­co, co­mo no­so­tros, no lle­gó nun­ca a ma­ni­fes­tar­nos la gran ter­nu­ra con la que se­gu­ra­men­te co­rres­pon­dió aquél jus­ti­cie­ro em­pe­ño —so­bre to­do su­yo— por dar­lo a co­no­cer.

Con un fuer­te abra­zo

MA­’mag.  ~

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Monumento a la ausencia
Pa­ra Hu­go Ar­quí­me­des Allí es­ta­ba él. Aguar­dan­do. Vol­vió a mi­rar el re­loj: las 4:49 de la tar­de. Ya pa­sa­ban más de cua­ren­ta y cin­co mi­nu­tos de la ci­ta acor­da­da, y dos cer­ve­zas Pa­cí­fi­co, am­ba­ri­nas, frías, es­pu­mo­sas —co­mo le gus­ta­ban—, cal­man­do la sed. Es­pe­ran­do la lle­ga­da de a quie­nes aguar­da­ba. En la te­le­vi­sión, co­lo­ca­da en el […]
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