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El paisaje verbal de Chile
Cultura | Este País | Ernesto Lumbreras | 01.11.2012 | 0 Comentarios

Desde el poema más antiguo, La Araucana, hasta la literatura más actual, como el novelista Alejandro Zambra, el autor nos ofrece un minucioso recorrido por la literatura chilena para enriquecer nuestro panorama y poder disfrutar más la visita de autores y editoriales de este país austral a la ciudad de Guadalajara a partir del 24 de noviembre en la Feria Internacional del Libro.

Durante una estancia en Chile escuché, en repetidas ocasiones, estos dos versos de Nicanor Parra: “Creemos ser país / y la verdad es que somos apenas paisaje”. Más allá de la humorada crítica del antipoeta, un sentimiento de insularidad ha permeado hasta los huesos la ontología del chileno; pareciera totalmente aceptado que las titánicas fronteras naturales del océano Pacífico y de la cordillera de los Andes retrasaron los relojes del comercio cultural con otras zonas de la cultura occidental. Sin embargo, la fundación mítica de esta región austral del triángulo sudamericano tuvo algo de profecía, como ha reparado Raúl Zurita en varios documentos: efectivamente, antes de ser país, Chile fue un poema, La Araucana escrito por Alonso de Ercilla y publicado en España en 1569. Pasando por alto obras y autores del periodo colonial, y de la mayoría de las décadas en calidad de República independiente, después de la epopeya de Ercilla —“el inventor de Chile”, lo llamó Neruda—, no vacilo en detenerme en el siguiente hito de mérito de la literatura escrita en Chile: la llegada a mediados de 1886 de un joven poeta centroamericano de 19 años que se hacía llamar Rubén Darío. Después de aprendizajes y penurias, el personaje en cuestión publicará en Valparaíso —gracias al apoyo de dos escritores chilenos— un libro fundamental para entender una de las vertientes esenciales del Modernismo Hispanoamericano: Azul… (1888).

Un cuarto de siglo después de aquel suceso bibliográfico, en 1912, el crítico Armando Donoso anotaba en el prólogo de su libro Los nuevos la siguiente declaración, muy a tono con el estado de dudas, complejos y retraimiento respecto del ánimo de la literatura de su país en aquella etapa: “Actualmente la literatura chilena representa una entidad, si no vigorosa y con caracteres autóctonos imperecederos, al menos un esfuerzo perdurable nacido de una asimilación ordenada y de cierta tranquilidad constante de progreso que, a pesar de las muchas sacudidas, acabará por cristalizarse al fin en magnífica flora de ensueño y pensamiento”. Consciente de su momento y de las expectativas fundadas en obras recientes y relevantes como los cuentos de Baldomero Lillo, los poemas y crónicas de Francisco Contreras y los poemas del malogrado Carlos Pezoa Veliz, el propio Donoso lanza en la misma introducción esta proclama, cargada de buenos augurios: “La historia comienza con nosotros”. Y, claro, el nacimiento de una cordillera lírica estaba por aparecer a imagen y semejanza de las montañas y volcanes que se extienden por todo el territorio de Chile.

En poco menos de ocho años, de 1913 a 1920, los llamados cuatro grandes de la poesía chilena hacen su aparición en la escena lírica del país con sus primeras publicaciones: Gabriela Mistral (1889-1957), Vicente Huidobro (1893-1948), Pablo de Rokha (1894-1968) y Pablo Neruda (1904-1973). A partir de entonces, la poesía en lengua española recibirá una colección de obras portentosas de radical extrañeza y constante renovación: Sonetos de la muerte (1918) y Tala (1938) de Mistral; El espejo de agua (1918) y Altazor (1931) de Huidobro; Los gemidos (1922) y Epopeya de las comidas y bebidas de Chile (1965) de Rokha, y Residencia en la tierra (1935) y Canto general (1950) de Neruda. La vida literaria de esta etapa tuvo de todo: alianzas y contralianzas, rivalidades y traiciones, reclutamientos y deserciones; los encuentros y desencuentros de estos tetrarcas de la lírica chilena dieron material de sobra para un volumen que cuenta con detalle y gracia sus combates, treguas, reposicionamientos y amnistías: La guerrilla literaria (1992) de Faride Zerán.

Esta generación prometeica brindaría a la literatura de Chile sus dos premios Nobel hasta la fecha, el de Gabriela Mistral en 1945 y el de Pablo Neruda en 1971. La promoción siguiente también dará de qué hablar respecto de obras y de indagaciones verbales; por supuesto, también se declararán la guerra entre ellos y establecerán militancia con alguno de los “generales”. En la ejemplar Poesía chilena contemporánea (1992) de Naín Nómez confirmamos el calado y la dimensión del monumental iceberg de la lírica de este país donde, además de los cuatro poetas multicitados, encontramos cinco autores más de inocultable valía: Humberto Díaz-Casanueva (1906-1992), Nicanor Parra (1914), Gonzalo Rojas (1917-2011), Enrique Lihn (1929-1988) y Jorge Teillier (1935-1996). Saludado con entusiasmo por Gabriela Mistral, Rojas publicó en 1948 su primer libro, La miseria del hombre; tras un silencio de 16 años, su mirada del mundo se decantaría en un registro inconfundible dando lugar a su segundo libro, Oscuro (1964), iluminando nuevos rumbos estilísticos y sonoros, especialmente, para los poetas de la Generación del 60. En 1954 aparece Poemas y antipoemas de Parra, libro que habrá de trastocar el rumbo de la lírica chilena al grado de modificar, de paso y positivamente, la estética del gran santón del momento, Neruda, dando un viraje de 180 grados en su obra al comenzar a escribir los primeros poemas de sus Odas elementales. En este mismo año circula La hija vertiginosa de Díaz-Casanueva, el más simbolista de los poetas chilenos, enemigo jurado “de la pirueta, la musiquilla banal o la inspiración sin contenido”. También en este periodo se edita el primer libro de Teillier, Para ángeles y gorriones (1956), y los de Lihn, quien debuta con Nada se escurre (1949) y Poemas de este tiempo y del otro (1956).

Y si por cuestión de gustos o de fobias uno o dos de estos vates no nos llenaran los sentidos y el alma, se podría modificar esa novena seleccionada por Nómez llamando al diamante a los poetas Rosamel del Valle (1900-1965), Eduardo Anguita (1914-1994), Ludwig Zeller (1928), Efraín Barquero (1931) o Armando Uribe Arce (1933). En las décadas siguientes, la poesía de Parra crece y gana adeptos más allá de los límites chilenos y se vigoriza cualitativamente con libros como La cueca larga (1958), Versos de salón (1962), Canciones rusas (1967), Obra gruesa (1969), Artefactos (1972) y Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977). Para estas mismas fechas, los poetas de la Generación del 50 continúan publicando obras valiosas: Lihn presenta La pieza obscura (1963), Poesía de paso (1967), Escrito en Cuba (1968) y La musiquilla de las pobres esferas (1969) y adquiere prestigio de poeta chileno que se lee y se publica fuera de su país; Efraín Barquero publica, entre otros, libros fundamentales en su obra como El regreso (1961) y El viento de los reinos (1967); Armando Uribe, en su etapa de autor recatado, hace circular dos de sus libros Los obstáculos (1961) y No hay lugar (1971), y Teillier, con la escritura de Poemas del país de nunca jamás (1963), Crónica del forastero (1968) y Muertes y maravillas (1971) materializa una vertiente lírica novedosa que hará escuela en la siguiente promoción bajo el nombre de “poesía lárica”.

Los novísimos de la Generación del 60 —también conocida como la Generación de la Diáspora o Diezmada—, hacían su aparición con libros distanciados o escépticos de toda novedad o ruptura, afanes tan encarnados y asumidos por las dos generaciones anteriores, la del 50 y la del 38; asimismo, sus poéticas se declaraban ajenas a toda militancia lírica respecto de “las escuelas” que encabezan formal e informalmente los popes de la poesía de Chile en aquella época, de Rokha, Neruda, Parra y, con menor presencia, Rojas, Teillier y Lihn. Para estos debutantes, el tiempo de las grandes revoluciones y de los soberbios descubrimientos en el lenguaje de la poesía había pasado; ahora, cada uno de estos jóvenes poetas, destila por su cuenta el rico legado de sus antecesores y lo convierte, con su visión y talento, en otra cosa, menos exuberante y transgresora pero más íntima y comunicable. Entre las primeras entregas de esta generación emergente destacan: Para saber y cantar (1965) y Cielografía de Chile (1973) de Floridor Pérez (1937); Esta rosa negra (1961) y Agua final (1967) de Óscar Hahn (1938); Cambiar de religión (1967) de Hernán Lavín Cerda (1939); Argumentos del día (1964) y Los enemigos (1967) de Omar Lara (1941); Agua removida (1964), Príncipe de naipes (1966) y Cielo raso (1971) de Waldo Rojas (1942); Perturbaciones (1967) de Manuel Silva Acevedo (1942), y Relación personal (1968) de Gonzalo Millán (1947-2006).

Con el triunfo en las urnas de la Unidad Popular en 1970, comienza en Chile un periodo de gran tensión política que culminará con el fatídico golpe de Estado al Gobierno de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973. Varios de los poetas que he comentado en estas notas colaboraron, principalmente en la diplomacia, con el gobierno socialista: Pablo Neruda, Humberto Díaz-Casanueva, Gonzalo Rojas, Armando Uribe, entre otros. Después del bombardeo a La Moneda y de la muerte del presidente Allende, la historia del país dará un vuelco hacia su periodo siniestro y doloroso: la dictadura del general golpista Augusto Pinochet. Para remarcar el suceso funesto, dos semanas más tarde muere Pablo Neruda en su casa de La Chascona, al pie del cerro de San Cristóbal, el 23 de septiembre; una vez más, la poesía realiza un cruce con la historia chilena y se convierte en frontera, en memoria, en mausoleo por los caídos y desaparecidos. Aquel día de septiembre marca también un parteaguas para la poesía de Chile; varios de los poetas que tuvieron participación o simpatías con la Unidad Popular tienen que abandonar el país; otros serán perseguidos y encarcelados, además de perder sus empleos y padecer hostigamiento por parte de la policía militar. Unas horas antes de que los aviones de la Fuerza Aérea de Chile comenzaran a arrojar sus bombas sobre el Palacio de la Moneda, en Valparaíso, en el Campus de la Universidad de Federico Santa María fue detenido por militares y marines, junto con otras personas, el joven Raúl Zurita Canessa, pasante de Ingeniería Civil, de 23 años de edad.

El bautizo a sangre y fuego de la Generación del ochenta o “de la dictadura” marcó la conciencia estética de los poetas y arrojó obras donde la experimentación y la hibridez artística alternaban con la contingencia histórica y política. La obra de Raúl Zurita (1951) es emblemática de este periodo y destacó, como una aventura extrema, desde la publicación de su primer libro, Purgatorio (1979), al que seguirían Anteparaíso (1982), La vida nueva (1994) y Zurita (2011), entre otros títulos. La confluencia de obras escritas por autores nacidos en la década del cuarenta como la de Juan Luis Martínez (1942-1993), Carmen Berenguer (1946), Claudio Bertoni (1946) o Rodrigo Lira (1949-1981) enriqueció las investigaciones y propuesta de una tradición que se sometía al escrutinio de la historia y de los lenguajes artísticos. La experiencia de La nueva novela (1977) de Martínez es uno de los ejemplos supremos de estas búsquedas: arte-objeto del acto poético. Por otra parte, la obra breve de Diego Maquieira (1953) trajo a la lírica chilena el delirio del pop, el divertimento cómico grotesco de la élite social, la épica encabezada por héroes milenaristas; en sus libros La tirana (1983) y Los Sea Harrier (1993) se manifiesta todo este teatro hilarante, aunque tétrico y trágico a la hora de bajar el telón. Otros miembros de esta generación como Elicura Chihuailaf (1955), poeta de lengua mapuche, Elvira Hernández (1951), Eduardo Llanos Melussa (1956), Tomás Harris (1956) o Rosabetty Muñoz (1960) han realizado aportaciones significativas al inventario de la lírica de Chile con piezas donde la encrucijada de la historia se imponía como riesgo de claudicar el canto.

Las más recientes generaciones de poetas chilenos han aportado revisiones y renovaciones a su tradición. Entre las voces que destacan del gran coro de la nueva poesía de Chile, personalmente llaman mi gusto y mi interés la de Sergio Parra (1964), Jaime Huenún (1967), Malú Urriola (1967), Yanko González (1971), Germán Carrasco (1971), Christian Formoso (1971), Javier Bello (1972), David Bustos (1972), Lila Díaz (1975), Héctor Hernández Montecinos (1979), Paula Ilabaca (1979), Felipe Ruiz (1979), Enrique Winter (1982), Pablo Paredes (1982), Roxana Miranda Rupailaf (1982) y Ángela Barraza Risso (1984).

Los prosistas chilenos, también en el siglo pasado, dieron lugar a una tradición en la novela, el cuento y el ensayo literario. La colección de relatos Sub-terra (1904) de Baldomero Lillo (1867-1923) tiene la impronta simbólica del nacimiento de la narrativa de este país andino; en muchos sentidos, además de ser un clásico nacional, estos cuentos recrean un personaje entrañable a la historia y a la identidad del país: el minero. De una lista numerosa de novelistas, he frecuentado con devoción las novelas de María Luisa Bombal (1910-1980), en especial esa pieza de inquietante perfección que es La amortajada (1941). La saga narrativa de José Donoso (1924-1996) reclama una larga temporada para leerla; aquí en México se publicó una de sus novelas con mayor fortuna de crítica y de lectores, El lugar sin límites (1965), llevada al cine por Arturo Ripstein. Una de las grandes novelas de la lengua castellana la escribió Donoso, El obsceno pájaro de la noche (1970), desfile bufonesco de las excentricidades de la alta sociedad chilena en convivencia con personajes marginales; como protagonista literario escribió Historia personal del boom (1972), opúsculo donde narra diferencias y afinidades con otros narradores latinoamericanos respecto de la existencia o no de ese movimiento novelístico —o fenómeno mercadotécnico— inventado en Barcelona. Junto a los poetas Gonzalo Rojas y Nicanor Parra, Jorge Edwards (1931) es el tercer escritor chileno reconocido con el Premio Cervantes; sus mejores libros son una feliz alquimia del ensayo, el testimonio y la narrativa. Persona non grata (1973) es una obra referencial para la literatura testimonial donde el autor juega un doble papel en el relato: el de testigo presencial y el de fiscal de la historia que se cuenta, en este caso, los infiernos del régimen de Cuba a finales de los sesenta y comienzo de los setenta; en otro orbe temático, en Adiós poeta (1990), Edwards reconstruye algunos episodios de la vida de Neruda, echando mano de recuerdos de primera instancia puesto que recorrieron juntos algunas misiones diplomáticas. La novela La casa de Dostoievsky (2008) es un recuento generacional que tiene como protagonista al poeta Enrique Lihn, con pasajes y recorridos en el Santiago de épocas pasadas y revisitaciones a las utopías que algunas veces fueron encarnadas por Cuba y por Salvador Allende.

Al lado de estos cinco narradores ejemplares, en el panorama de la novela chilena aparecen un grupo de escritores de gran éxito comercial. La publicación de La casa de los espíritus (1982), de Isabel Allende (1942), fue todo un acontecimiento mediático que rebasó las fronteras nacionales y de la literatura misma; a caballo entre la novela feminista y el reciclado de tópicos del realismo mágico, la escritora ha seguido repitiendo la fórmula con constancia y renovado éxito. El caso del dramaturgo, director de cine y de teatro, novelista y gurú Alejandro Jodorowsky (1929) es irrepetible; alumno aplicado e insumiso de Parra, vivió en México de 1960 a 1972 donde renovó la puesta en escena antes de partir a Francia. Sus lectores y seguidores se cuentan por miles y son devotos lectores de obras como Donde mejor canta el pájaro (1993) y Psicomagia. Una terapia pánica (1995). El periodista y narrador Antonio Skármeta (1940) publicó la novela Ardiente paciencia (1985) con la que comenzaría una carrera de éxitos, pues la trama —cuyo antecedente fue un guión radiofónico— sería llevada al cine en dos ocasiones, una de ellas dirigida por Michael Radford bajo el título El cartero de Neruda o Il Postino. Incluso, tiempo después, el músico mexicano Daniel Catán llevó la novela a la ópera teniendo para el estreno en Los Ángeles, California al tenor Plácido Domingo en el papel de Pablo Neruda. Aunque nacido en Argentina, la obra de Ariel Dorfman (1942) posee una multitud de referentes chilenos; con el libro escrito en colaboración con Armand Mattelart, Para leer al pato Donald (1971) alcanzó notoriedad, especialmente en los círculos de la izquierda latinoamericana. Aquí en México los sellos Nueva Imagen y Siglo xxi publicaron varias de sus novelas, sin pena ni gloria; sin embargo, su obra de teatro La muerte y la doncella (1990) tuvo una acogida tumultuosa en varios escenarios del mundo, al grado de que poco después de sus innumerables puestas en escena Roman Polanski la llevaría a la pantalla grande.

El fenómeno editorial en torno a los libros de Roberto Bolaño (1953-2003) es de índole muy diversa a la de los escritores arriba mencionados. Aunque gozó en vida unos pocos años de la buena recepción de sus libros, especialmente de Los detectives salvajes (1998), después de su muerte comenzaría a gestarse una suerte de leyenda. La publicación póstuma de su monumental novela 2666 (2005) y la contratación de la mayoría de sus libros para traducirse a las principales lenguas del planeta, han convertido a esta “mala conciencia” de la literatura latinoamericana en todo un clásico contemporáneo. Paseando por las librerías de Providencia y de la zona de Bellas Artes, las mesas de novedades presentaban a otros escritores importantes o de moda de la actual literatura chilena; con todo que los precios de los libros son altos para el bolsillo de un mexicano común —además de estar tasados con un 19% de IVA—, pude comprarme algunos títulos que he venido leyendo en estos últimos meses: Loco afán. Crónicas de sidario (1996) y Adiós, mariquita linda (2004) del mordaz Pedro Lemebel (1955); Por la patria (1995) y Jamás el fuego nunca (2007) de Diamela Eltit (1949); Cercada de Lina Meruane (1970); Bonsái (2006) de Alejandro Zambra (1975), y Locuela (2009) de Carlos Labbé (1977). Y, claro, se quedaron fuera de mi morral y, en consecuencia, de mi mesa de libros en lista de espera, novelas y cuentos de Francisco Coloane (1910-2002), muy recomendado por mis amigos de Chiloé; el Jemmy Button (1953) de Benjamín Subercaseaux (1902-1972), y alguna novela inconseguible en México de Enrique Lihn. Confío en que pronto haré otro viaje a Chile o que en la inminente Feria del Libro de Guadalajara me encontraré algunas gratas sorpresas bibliográficas.

Evidentemente, como en todas partes, existen novelistas y escritores de ocasión que acompañan y divierten al inocente y muy feliz lector de actualidades; en la efímera existencia de las mesas de novedades los libros de Pilar Sordo (1965), Marcela Serrano (1951), Roberto Ampuero (1953), Alberto Fuguet (1964) o Ramón Díaz Eterovic (1956) compiten en la lista de los libros más vendidos de las temporadas de verano, del día del padre y de la madre o de las fiestas navideñas. Recuerdo que en aquella primavera austral del 2010, el libro que estaba en todas partes, incluidos los programas de televisión y las revistas del corazón, era Correr el tupido velo de Pilar Donoso (1967-2011), hija adoptiva del novelista; en las páginas de ese ensayo biográfico se cuenta la vida de la familia Donoso, especialmente la zona de la penumbra y de los abismos: los secretos íntimos del padre y las profecías de muerte cumplidas.

La presencia de Chile como país invitado de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2012 será una oportunidad para actualizarnos sobre obras y autores. Sellos editoriales muy presentes en la literatura chilena viva, pero con poca o nula presencia en México, espero que estén disponibles y con precios al alcance de la “inmensa minoría”. Realmente deseo encontrarme con buena parte del catálogo de lom, de Cuarto Propio, de Metales Pesados, de la Universidad de Chile, de la Universidad Diego Portales, de Andrés Bello, de Quilombo, de Ocho Libros Editores, de Kultrún y muchos más. Aunque al cierre de este artículo la lista definitiva de la delegación de escritores chilenos seguía en suspenso, confío en que los autores que participen en las lecturas, conversaciones, debates y presentaciones de libros estarán a la altura de su geografía física y literaria. Porque, como lo han dicho sus poetas, Chile es un paisaje y es un poema; territorio de desiertos extremos, cimas nevadas, lagos, bosques lluviosos, viñedos pródigos y glaciares; escritura de misterios inacabados y de relatos para conjurar la muerte y el fin del mundo.

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ERNESTO LUMBRERAS ha publicado los libros de poesía El cielo y Encaminador de almas y la colección de ensayos Del verbo dar. Emboscadas a la poesía. En 1992 ganó el Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes por su libro Espuela para demorar el viaje. En 2008, Editorial Aldus publicó Caballos en praderas magentas. Poesía 1986-1998.

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