Tal vez me buscabas
en el pequeño espacio que ocupo en tu vida,
y me encontraste,
tendida bocabajo en la nieve.
Robert L. Jones
Decía Pascal, en sus célebres Pensamientos, que «la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: de no saberse estar quietos en su cuarto». ¿Qué necesidad hay —se preguntaba Pascal— de navegar o de sitiar una plaza? ¿Para qué emprender grandes viajes o aventuras de descubrimiento —digo yo— si la vida es el viaje mismo y basta la vastedad del lugar que ocupamos para descubrir todo lo que nos es humanamente posible descubrir?
Sandra Pani es una artista que comulga con estas ideas y así nos lo deja ver en su pintura. Quedarse quieta, observar, sentirse una con el lugar que ocupa, es una manera de ver el mundo que resuena armoniosamente con su propia naturaleza. Es por ello que, al menos hasta hace muy poco, no había sentido la necesidad de explorar en su pintura un universo que fuera más allá del lugar que ocupa el cuerpo. Su viaje ha sido una Ilíada alrededor de su cuerpo, a la vez que una Odisea que busca regresar al manantial de sus orígenes, al venero de sus sensaciones, al ojo de agua de la atención. Así, una y otra vez, Sandra se ha dibujado a sí misma sin descanso trazando con un lápiz o con un carboncillo el contorno de su figura, y explorando después, con distintos medios y materiales, en la profunda superficialidad de la pintura, el insondable mundo de las superficies interiores que nos constituyen.
En este sentido, su pintura se halla muy lejos del narcisismo evidente de muchos de los pintores y dibujantes que se han abocado a autorretratarse obsesivamente. Las incisivas exploraciones que del cuerpo hace Sandra Pani no se regodean en los rasgos atractivos de la figura pública, glamorosa, social. El calor de la piel y el brillo de los maquillajes no le interesan. Le atrae, en cambio, la posibilidad de penetrar con el pincel, como si fuera un escalpelo, en el interior del cuerpo, en busca de otra cosa. ¿Será que, con su pintura, Sandra Pani busca recordar algo que el cuerpo sabe pero que guarda y calla celosamente? Los títulos de dos de sus exposiciones más recientes en la Casa Lamm así parecen sugerirlo: El bisturí óptico (1998), y Memoria del cuerpo (2003). ¿O será que esta exploración pictórica no busca nada en el tiempo y sí en el espacio… en el espacio mismo de la pintura? Porque no hay que olvidar, que desde que artistas como Jackson Pollock (o, su menos conocida esposa, la excelente pintora Lee Krasner) dejaron de ver la tela como una ventana por donde se asoma el mundo para convertirla en el campo mismo de la experiencia artística donde un nuevo mundo se manifiesta, se convirtieron exactamente en lo mismo, lo que en la pintura se presenta y lo que la pintura representa. Los cuerpos pintados de Sandra Pani, con todas sus estructuras anatómicas, visibles, no son distintos del cuerpo de sus cuadros, en los que los trazos, las manchas, los borrones y los toques de color, escriben la historia de su vida. Una historia en la que podemos ver a la figura tutelar de su abuelo, el arquitecto Mario Pani, diciéndole a Sandra con franqueza: “Qué curioso, viéndote a ti jamás pensaría que pintas lo que pintas”. Y si he comenzado este ensayo diciendo que el arte de Sandra Pani no ha requerido emprender grandes viajes para encontrar el objeto de su predilección —su propio cuerpo— que sirve de imán para centrar su práctica pictórica, quiero agregar que sucede otro tanto en lo que toca a la forma de su pintura. Hace ya mucho tiempo que su familia estética quedó conformada. Además le ha sucedido lo que le sucede a casi todas las familias, que con el paso de los años crecen, decrecen, se agostan, se amplían, pero siguen siendo las mismas.
Así, por poner solo un ejemplo, en lo que atañe al uso parco que del color hace Sandra Pani en gamas muy cerradas, restringidas, que tienen siempre como referencia el color blanco de los huesos, se han mencionado en los textos sobre su trabajo algunos nombres como los de Robert Ryman y Armando Reverón, “maestros en el complejo tratamiento de los blancos y de la luminosidad”, como nos recuerda Germaine Gómez Haro en su texto «Las huellas sigilosas de Sandra Pani». De igual manera se podría pensar en Mark Tobey y sus “escrituras blancas” o en las telas y bajorrelieves blancos del pintor británico Ben Nicholson.
Sin embargo, si en algún pintor pienso cuando veo los cuadros blancos de Sandra Pani es en Morandi. Y es que no solo la austeridad de los blancos y la gama restringida de formas nos remiten al pintor italiano, sino que la destrucción metódica de toda perspectiva para construir a partir de esta tabula rasa un nuevo espacio pictórico es, sin lugar a dudas, una pasión compartida. Y aquí vale la pena citar a Giulio Carlo Argan quien, en el capítulo que dedica a la obra de Morandi en su libro El arte moderno: del iluminismo a los movimientos contemporáneos, dice lo siguiente:
La investigación de Morandi parte de un espacio teórico cuya posibilidad de existencia se inicia en la perspectiva cúbica y vacía de la metafísica de Chirico. Pero, cuidado, porque la pintura de Morandi no es evasión en la, si no respecto de, la metafísica.
Ignoro si Sandra Pani se evade en su pintura de la metafísica o hacia la metafísica. Lo que sí resulta evidente es que algo se asoma o se esconde detrás de sus velos blanquecinos. Pero, ¿qué? Otra cosa.
¿Y qué podría ser esa otra cosa? Sin duda es algo que no nos resulta evidente. Algo que los seres humanos no muestran de buen o mal grado en la plaza pública. Algo que se hurta a las relaciones que de manera común y corriente se entablan en la vida cotidiana. Algo que se halla más cerca del impresionante buey destazado que pintó Rembrandt que de sus penetrantes autorretratos. Es algo que tiene que ver con el cuerpo, pero que no es el cuerpo. Es algo que tiene que ver con la fisiología, pero que no es la fisiología. Es algo más y algo menos que psicología. Es como si con sus cuadros Sandra intentara ofrecernos un retrato interior, lo mismo de la artista que de su arte, lo mismo del ser humano que de otra cosa.
Qué tanto puede llegar a ser un retrato reflejo de otra cosa, de otra realidad, nos los describe perfectamente una historia del siglo xx. Cuenta en sus Crónicas el compositor ruso Igor Stravinsky que en 1917, en ocasión de su primer encuentro en Roma, Picasso le hizo un bello retrato en el Hotel de Russie y se lo regaló. Nunca imaginó Stravansky los problemas que el dibujo de Picasso le iban a provocar al momento de cruzar la frontera italiana, de regreso a Suiza:
Cuando las autoridades militares examinaron mi equipaje encontraron este dibujo y no querían dejarlo pasar por nada del mundo. Me preguntaron qué representaba, y cuando les dije que se trataba de un retrato mío, dibujado por un artista notable, se negaron a creerme. «No es un retrato, es un plano», dijo uno de ellos. «Sí, claro, es el plano de mi rostro, pero nada más», les respondí. Pero no conseguí convencerlos.
Queda claro, pues, que todo retrato, además de ser un retrato, es siempre algo más. Un plano de otra cosa. Otra realidad.
El otro artista que me viene a la mente cuando contemplo los cuadros de Sandra Pani es Alberto Giacometti. La misma austeridad, la misma independencia, la misma pasión por llegar al fondo de la forma, al armazón del cuadro, al esqueleto. Una inclinación por ver, más que el mundo, lo que el mundo nos hace sentir. Y una voluntad por escuchar, más que al mundo de afuera, al mundo de adentro. Encontrar refugio en la vida interior no es cosa nueva. Hallar en ese interior flores, nidos, árboles y hasta bosques completos, ya es otra cosa.
Cuerpos y árboles comparten, después de todo, no tan solo el sustento de la tierra, sino un mismo modo de ocupar el espacio —por más que unos sean nómadas y otros no— así como una misma y vieja aspiración: honrar una verticalidad cuyos orígenes no se encuentran, tal vez, abajo sino arriba. Con las raíces en el cielo. Porque después de todo, y tal como lo veía Platón, el hombre es un árbol inverso. O porque el hombre —y aquí estoy parafraseando a Octavio Paz— es un árbol de imágenes que son flores, que son frutos, que son torsos, que son cuadros.
Y es que, si bien a vuelo de pájaro los cuadros de Sandra Pani podrían recordarnos las inquietantes imágenes obtenidas por medio de los rayos X, a medida que los observamos lenta y sostenidamente, nos van revelando sus verdaderas intenciones: en estas pinturas se trata de trazar los contornos de una vida, de captar la silueta de un misterio, de dar pie mediante la mano —pido perdón por el juego de palabras—, más que a una radiografía, a una verdadera psicografía. Y es que aquí lo que realmente importa es dar a ver lo que no se puede ver a primera vista.
Como dice Santiago Espinosa de los Monteros en su ensayo «Sandra Pani: El cuarto tiempo»: «Importa sacar de lo visto las partes observadas como lo relevante de lo mirado pero cuyas entrañas no siempre se nos revelan de manera sencilla e inmediata sino hasta que son plasmadas por la mano que les otorga nuevo cuerpo». Unas entrañas extrañas. Al menos extrañamente superficiales, puesto que, después de todo, estamos hablando de cuadros, telas pintadas, pinturas hechas con arte: superficiales, como toda la pintura, y convencionales, como todo el arte.
Aunque el proceso constructivo de los cuadros de Sandra Pani está planeado en dibujos, poco a poco en su trabajo la pintura ha ido ganando libertad hasta conseguir que se exprese por sí misma. En sus telas más recientes el dibujo y la pintura (o la forma y el fondo, por hablar una vez más de esos polos eternos que provocan el movimiento en las artes visuales) son la misma cosa. La forma… el fondo… sí, pero ¿qué es en realidad la forma? ¿Qué es el fondo? Pablo Picasso, siempre inteligente, decía con mucho humor: «La esencia de la fresa se esconde en su semilla, ¡y la semilla está en la superficie!».
Y es justamente en la superficie de las pinturas de Sandra Pani que la entrañas del cuerpo representado se convierten, de manera sorprendente, en árboles y en flores, gracias al poder transformador de la lógica poética. Como decía ella misma en una de las notas que preceden a las reproducciones de sus dibujos —entonces recientes— exhibidos en 1999 en el Museo de Arte Contemporáneo de Yucatán: «Crear el cuerpo y el árbol esencialmente con la misma sustancia, otra vez preguntarme de qué están hechos: materia transparente, ligera, etérea, abierta, cálida, tangible».
Cuerpos, árboles, flores, nidos y corazones: seres en continua transformación. Una verdadera transfiguración donde A = B = C = etcétera. Como dicen los versos de Octavio Paz en su «Carta de creencia» con la que cierra Árbol adentro:
La sangre:
música en el ramaje de las venas;
el tacto:
luz en la noche de los cuerpos.
La pintura de Sandra Pani es sangre, que es música, que es viento soñando entre las ramas del árbol del cuerpo.
Porque se trata de ir más allá, de ver más allá, de encontrar poesía en el acto mismo de pintar.
Se trata, a final de cuentas, de llegar a aspirar el perfume de la flor del corazón. ~
* Texto leído en la presentación de El bisturí óptico en el Museo Nacional de Arte el 18 de agosto de 2012.
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ALBERTO BLANCO es poeta, traductor y ensayista, además de ser bien conocido como artista visual. Nació en la ciudad de México en 1951. A partir de la publicación de su primer libro, Giros de faros, en 1979, ha publicado 27 libros de poesía en México y unos diez más en otros países, además de diez libros con sus traducciones de poesía, otros tantos libros de ensayos sobre las artes visuales y algunos libros para niños. En 1995 la editorial City Lights, publicó una antología bilingüe de su obra, Dawn of the Senses. Sus poemas han sido traducidos a una veintena de idiomas. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores en 1977, y recibió la Beca Fulbright en 1991 y la Beca Guggenheim en 2008. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.