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¿Una nueva amenaza a la paz mundial?
Este País | Sergio González Gálvez | 01.04.2012 | 0 Comentarios

Estados Unidos ha puesto en marcha un plan encaminado a contener el avance chino. Sin embargo, el agudo problema deficitario, el desgaste que han traído las guerras en Medio Oriente y el gran impulso de la economía china ponen en entredicho la capacidad del gobierno norteamericano de imponerse. Por primera vez en mucho tiempo, Estados Unidos se topa con un rival que podría establecer condiciones en la región Asia-Pacífico.

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En la actualidad, la paz y la economía mundiales son fenómenos que condicionan inexorablemente el desarrollo y la seguridad de cada Estado. El tiempo del aislamiento y la autosuficiencia han quedado definitivamente atrás. El empeño en solucionar problemas internacionales de carácter político, económico y social desde una perspectiva unilateral supone parcialidad, ignora la complejidad de los conflictos y niega la interdependencia que distingue hoy a la comunidad de naciones.

De ahí que llame tanto la atención el conflicto que, según observadores autorizados, se está gestando entre Estados Unidos y la República Popular de China, en términos no solo comerciales sino también tácticos-militares.

Hugh White, profesor de estudios estratégicos en la Universidad Nacional de Australia, publicó recientemente en el Wall Street Journal un artículo titulado “The Obama Doctrine” en el que destaca la aparente política de Washington para contrarrestar el creciente poderío de China en la región asiática, y señala los riesgos que, en su opinión, esto implica.

Recientemente, durante su gira por Asia, el presidente Barack Obama dejó en claro que Estados Unidos tiene intereses estratégicos en la cuenca del Pacífico y que, junto con sus aliados de la zona, no permitirá que China se convierta en una potencia hegemónica que amenace la seguridad y viabilidad económica de sus vecinos. Para ello, el primer mandatario norteamericano delineó las acciones que Washington emprenderá para fortalecer su liderazgo económico y militar en la región Asia-Pacífico, estrategia que comentaristas y politólogos han bautizado como la “doctrina Obama”.

Para lograr su objetivo, el presidente Obama está utilizando todos los medios de que dispone. El plan pretende reorganizar la región asiática bajo nuevos modelos propuestos y negociados por Washington y en los que prácticamente se excluye a China. Un ejemplo es el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), encabezado por Estados Unidos y al cual se sumaría Japón –después de un intenso debate interno– como un importante aliado que daría mayor fuerza a la estrategia norteamericana. Por el momento, China ha sido relegada de las negociaciones y, aunque Washington asegura que las puertas del acuerdo están abiertas, Pekín se quejó de la clara intención estadounidense de excluirla.

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Por otra parte, con el objetivo de garantizar la paz y la seguridad en Asia, el presidente Obama señaló que reforzará su presencia militar en la región, y dio el primer paso al ordenar la apertura de nuevas bases militares, incluyendo una en Australia.

Asimismo, hizo un llamado a sus aliados para estrechar la cooperación en materia de defensa y formar una coalición estratégica. La medida no fue bien recibida por varios Estados asiáticos que miran con nerviosismo las disputas por límites marítimos entre China —la potencia asiática— y Filipinas, Vietnam, Japón y Corea del Sur, entre otros.

Esta situación, según indica el profesor White, nos lleva a reflexionar sobre dos cuestiones: ¿qué es lo que se pretende con la doctrina Obama y cuáles son las alternativas? La respuestas dependerán de lo que suceda con China. En su discurso en Canberra —durante su reciente visita a Asia—, Barack Obama auguró el fracaso de cualquier país que no esté constituido en una democracia, con la participación activa de sus ciudadanos, en clara alusión a China. Se puede asumir que el mandatario norteamericano espera, de alguna forma, la caída de la economía china o por lo menos un declive significativo en su crecimiento.

Sin embargo, la idea de que la economía china vaya a colapsar es solo una hipótesis. Desde hace más de tres décadas, diversos analistas han tratado de predecir la caída del modelo económico chino pero, lejos de que esto ocurra, el PIB del país asiático se ha expandido a un impresionante ritmo de 10% anual en promedio —salvo este año, en el que será de 7.5%—: no colapsa sino que, por el contrario, continúa ganando fuerza, como indica la tendencia actual. Pekín, entonces, arremeterá contra las medidas impulsadas por Washington que la afectan, lo que pondría a la economía norteamericana en mayores dificultades de las que ya sufre. El escenario sería propicio para una batalla entre las dos mayores economías del planeta, en un entorno en el que China podría obtener grandes ventajas.

La posible ruptura de la relación económica entre Washington y Pekín —a pesar de la tremenda interdependencia que año con año se afianza y acrecienta de manera casi irreversible—, tendría gravísimas consecuencias para la economía del planeta. Otro riesgo latente es la posibilidad de un conflicto bélico. China mantiene disputas territoriales con varias economías vecinas, por lo que el inicio de una guerra podría darse de manera relativamente fácil. Esto no solo degeneraría en un conflicto regional sino que podría expandirse a escala global y volverse difícil de detener. Y aunque el poderío militar de China es hasta ahora limitado, recordemos que cuenta con armas nucleares, al igual que su potencial adversario.

La doctrina Obama, concluye el profesor White, podría constituir un grave error ya que parece encaminarse en una dirección muy peligrosa para todas las naciones. El mejor de los escenarios sería que ni Estados Unidos ni China ejerzan un dominio absoluto sobre la región asiática. Pekín y Washington podrían compartir el poder y equilibrar su influencia respetando los legítimos intereses de los otros países de la zona, de acuerdo con las convenciones de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar y la Carta de la ONU.

No hay duda de que Estados Unidos sigue siendo considerado como una superpotencia en términos militares, pero su capacidad actual está fuertemente limitada por razones de presupuesto. Además, las serias dificultades que han enfrentado esta nación y sus aliados para salir victoriosos de los conflictos armados en Irak y Afganistán hacen que la opinión pública norteamericana se incline aún más en contra del involucramiento en otra guerra. Así entendemos el tímido papel que jugó Estados Unidos en el conflicto libio.

En el debate de los candidatos republicanos a la presidencia de Estados Unidos que televisó la cnn hace unas semanas, Newt Gingrich, de tendencia de extrema derecha y expresidente de la Cámara de Representantes, señaló que en lugar de mantener tropas en lugares lejanos “deberíamos tenerlas en el país vecino que —según él— está prácticamente envuelto en una guerra civil”, sin que ninguno de los otros candidatos expresara una opinión distinta.

Tras la desaparición de la urss y la disolución oficial del Pacto de Varsovia en 1991, parecía claro que no había enemigo que legitimase una alianza colectiva como la Organización del Tratado Atlántico del Norte (OTAN), pero como seguía en pie la necesidad de Washington de conservar su liderazgo, el Defense Planning Guidance de 1992 —que tiene como principal objetivo, además de los señalados en su carta constitutiva, “prevenir la emergencia de un nuevo rival”— sigue vigente hasta el día de hoy. Se inventó un nuevo enemigo colectivo y se declaró la “guerra contra el terror”, que es lo que explica que la otan se encuentre en Afganistán, empeñada en una tarea que no parece tener nada que ver con los objetivos del tratado que firmó la Organización el 4 de abril de 1949.

El divorcio entre los intereses de los países de la OTAN y las necesidades estratégicas de la política estadounidense parece cada vez más evidente. Si la participación en la aventura de Afganistán se ha hecho de mala gana, va a ser mucho más difícil encontrar apoyos para la próxima batalla, que según algunos observadores podría ser contra China, puesto que en este caso resulta evidente que no existe una amenaza y que lo único que cuenta es la voluntad de reafirmar la supremacía norteamericana sobre cualquier rival.

Hace tiempo que se vienen publicando en Estados Unidos visiones geopolíticas como las de Robert D. Kaplan, quien en una entrevista aparecida en Foreign Affairs el 7 de mayo de 2010, afirmó que “Estados Unidos, el poder hegemónico del hemisferio occidental, tratará de prevenir que China se convierta en el poder hegemónico de una gran parte del hemisferio oriental”. Sabemos, además, que el Pentágono está planeando, desde hace años, una nueva estrategia bautizada como Air Sea Battle, un novedoso concepto operativo basado en el uso conjunto de las fuerzas aéreas y navales y pensado para el escenario del Pacífico oriental. La intención primaria es evitar que Pekín controle la zona del Mar del Sur, un área que parece ser extraordinariamente rica en recursos naturales.

Abundando en el tema, en una obra titulada A Contest for Supremacy: China, America, and the Struggle for Mastery in Asia, de Aaron L. Friedberg, se presenta un interesante análisis del posible conflicto entre las dos potencias citadas. Friedberg señala abiertamente que China representa el competidor estratégico más importante que Estados Unidos ha tenido que enfrentar en un siglo. La Alemania nazista y el Imperio del Japón no tenían ni la gente, ni los recursos, ni la base industrial para competir con Washington, y la Unión Soviética se complicó la existencia “siguiendo políticas poco eficaces”.

En contraste —continúa el autor—, el tamaño de China, su éxito económico y su ideología autoritaria son elementos que ponen a ese país en un plano de igualdad con Estados Unidos; Friedberg no es muy optimista y comenta que si la situación actual continúa, Estados Unidos perderá la competencia geopolítica con China, pero que esto no será de golpe sino mediante un proceso lento ya que el gigante asiático está siguiendo una inteligente política basada en acumular poder, incrementar su fuerza militar y evitar, por lo pronto, cualquier confrontación con la potencia de Occidente, que actualmente está en una comprometida situación financiera y política que le hace evitar involucrarse en nuevos conflictos internacionales.

El autor predice que “el balance militar en el Pacífico se cargará dramáticamente a favor de China”, lo cual en su opinión obligará a Estados Unidos a buscar un arreglo con China, reconociéndola como la potencia regional preponderante, y todos sabemos —continúa Friedberg— que Asia-Pacífico no es solo una región más, sino el futuro centro de la economía mundial. El autor comienza su libro con una cita del famoso estadista singapurense Lee Kuan Yew, quien sostiene que aquel país que no pueda mantener su hegemonía en el Pacífico no puede ser considerado un líder mundial.

En relación con el poderío naval militar de ambas potencias, Friedberg señala que el incremento del poder de China claramente tiene como objetivo algo más que un eventual conflicto sobre Taiwán: intenta amenazar la posición militar de Estados Unidos en el Pacífico. La clave para entender esto se encuentra en el incremento acelerado de la producción de proyectiles de mediano alcance que permitirían que China atacara con gran certeza todas las bases navales de Estados Unidos y sus aliados en la región, en caso de conflicto.

©istockphoto.com/chuwy

Asimismo, la amplia flota norteamericana de portaviones en el Pacífico en breve será vulnerable a una nueva generación de submarinos chinos y de proyectiles antinavíos desarrollados por ese país. La marina norteamericana se vería forzada a retirar sus navíos de las costas chinas, reduciendo drásticamente su efectividad y alterando así el balance del poder en el Pacífico.

Sabemos además que China está desarrollando a paso acelerado proyectiles antisatélites que amenazan la ventaja de Estados Unidos en tecnologías de la información. Ello sugiere que en un conflicto, los primeros disparos serían dirigidos hacia los satélites que controlan la información de esa región.

Por otra parte, el autor habla de las vulnerabilidades de China. El crecimiento económico significa para esa nación una mayor dependencia del petróleo y de los alimentos que recibe —en un gran porcentaje— de ultramar. Las líneas de tráfico marítimas que abastecen al país asiático no pueden ser protegidas por las fuerzas aéreas ni los proyectiles chinos, que aún se encuentran controladas por la marina de Estados Unidos: “En caso de una guerra, Estados Unidos de América y sus socios podrían detener o hundir los navíos comerciales que se dirigen a China en lugares clave del Pacífico”, por lo que la conclusión a la que llega este análisis es que de darse un conflicto prolongado, China se encontraría muy vulnerable a un bloqueo naval.

Para concluir su interesante análisis, Aaron L. Friedberg señala que todo hace suponer que los dos países tendrán que llegar a un “acomodo” en esa importante región del mundo.

La situación descrita debe de preocuparnos, sobre todo porque hablamos de la región Asia-Pacífico. México forma parte de ella, a través del Foro de Cooperación Asia-Pacífico (APEC), además de mantener acuerdos comerciales y de otro tipo con varios países de la zona. Nuestro país debe observar con extremo cuidado el desarrollo de esta situación y no permanecer pasivo, recordando que en su momento impulsó la inclusión de temas políticos en la agenda de la APEC y, en coordinación con otros miembros, podría recordar a las dos superpotencias que ninguna de ellas, en un mundo interdependiente como en el que vivimos, puede mantener su hegemonía en la región, cuyos mares deben regirse por las convenciones de la onu sobre el derecho del mar, que establecen los criterios para definir zonas jurisdiccionales en los mares aledaños a un país. En la apec, México podría también subrayar las obligaciones que todos asumimos al suscribir la Carta de la ONU, en particular el deber de encontrar soluciones a los problemas internacionales por la vía pacífica. Si la situación no mejora, es posible que un conjunto de países inscriban el tema en la agenda de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad de la ONU.

En el ámbito económico, las acusaciones recíprocas son cada día más numerosas. Por ello, creemos que deben dirimirse en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC), evitando represalias fuera del contexto permitido en esa organización.

Estados Unidos y otros países hablan de que China se aleja cada vez más de sus obligaciones como miembro de la omc, apuntalando su economía en empresas estatales (más de 100 mil), en la protección de la tecnología china y en el hostigamiento a empresas extranjeras. Por otro lado, esta misma nación reclama que Estados Unidos quiera usar la omc para “occidentalizar” a China con fines políticos.

Entendemos que nuestro vínculo con el gobierno norteamericano —como país vecino y como corresponsable en la lucha contra el crimen transnacional, en la importantísima relación comercial binacional, en la protección que debemos a los millones de connacionales que viven en ese país— es fundamental, pero consideramos que bajo ninguna circunstancia debemos perder nuestra autonomía, nuestra independencia para actuar en temas internacionales, especialmente en los que, como este, pueden afectar la paz mundial.

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SERGIO GONZÁLEZ GÁLVEZ es uno de los tres miembros del Servicio Exterior Mexicano que actualmente tiene la distinción de Embajador Emérito, otorgada por la Cancillería mexicana a los diplomáticos más destacados. También es miembro del Comité Consultivo de Política Exterior de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Escribe este artículo a título estrictamente personal.

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