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Movilizaciones masivas en Brasil: de la normalización neoliberal a la esperanza democrática
Este País | Alberto J. Olvera | 01.11.2013 | 0 Comentarios

El desarrollo económico suele ir acompañado del engrosamiento de una población crítica, demandante y más comprometida. Para un Gobierno, el reto es mantenerse a la altura de este progreso social y atenderlo. Cuando deja de hacerlo, esa población protesta, a veces de manera virulenta, como sucedió recientemente en Brasil.

©iStockphoto.com/Shanina

Las inusitadas movilizaciones masivas en casi todo Brasil en junio y parte de julio de este año plantean un hito en la historia de ese país. Millones de brasileños salieron a las calles de más de 300 ciudades durante casi tres semanas consecutivas, y las movilizaciones, en menor escala, continúan hasta la fecha. Nunca antes en la historia de Brasil se había registrado una movilización popular tan masiva y tan extendida a nivel nacional. En un país que carece de tradiciones de movilización popular, estas manifestaciones casi espontáneas —no organizadas— son una novedad histórica. Las movilizaciones, carentes de una agenda común, se convocaron vía redes sociales y se extendieron como la espuma en solo dos semanas. En este sentido, la gran insurrección popular brasileña se emparenta con las llamadas revoluciones árabes, los movimientos de los indignados en Europa y la revuelta juvenil en Turquía. Sin embargo, a diferencia de los países árabes, Brasil es un país con una democracia consolidada y exitosa, y al contrario de los países europeos, no padece una crisis económica con un desempleo juvenil masivo. Brasil ha crecido enormemente en la última década y se calcula que, en ese periodo, al menos 30 millones de personas han salido de la pobreza y se han convertido en parte de una creciente clase media urbana. ¿Cómo explicar entonces la súbita aparición de este movimiento?

Todo indica que se trata de una inesperada reacción popular contra los excesos de un Estado que se ha creído el mito de su propio éxito, y de la simultánea emergencia de una nueva cultura política que asume la ciudadanía en serio. El asunto empezó con protestas contra el alza del precio del transporte público en Sâo Paulo, la gigantesca capital económica de Brasil. Al igual que en México, en Brasil el transporte público es una pesadilla para los pobres por su escasez, por las malas condiciones de los vehículos, por la inseguridad y por una lentitud desesperante. Una pequeña alza del costo fue la gota que derramó el vaso de la impaciencia popular. Pero muy pronto, una vez iniciada la movilización, la agenda se fue ampliando, hasta abarcar demandas por mejores servicios de salud (en Brasil, la salud es un derecho universal), por una educación de mayor calidad (la educación básica es tan mala como en México), por mejor vivienda, por más seguridad y por mejores políticos. Un amplio sector de los movilizados también expresó un fuerte rechazo a la política institucional y a los partidos políticos, que son vistos como aparatos corruptos e ineficaces. Esto último tiene lógica, pues en Brasil emergen escándalos de corrupción con frecuencia, el más famoso de los cuales, el mensalâo, apenas está llegando a la fase de condena definitiva de los culpables.1

Las protestas se dirigieron en principio contra los gastos suntuarios ejercidos en la construcción de ocho megaestadios de futbol para la Copa Confederaciones, a los que se suman las inversiones comprometidas para la Copa del Mundo de 2014 y las Olimpiadas de 2016 (al menos 35 mil millones de dólares). Estos excesos recientes han visibilizado los que ocurren en el funcionamiento cotidiano de los poderes públicos, ejercidos por una clase política tan faraónica como la nuestra y que contrastan con las grandes carencias de las mayorías y la intolerable violencia que se sufre en la vida cotidiana. A este respecto, baste decir que a pesar del alto crecimiento económico de Brasil, ese país tiene uno de los índices de asesinatos más altos del mundo. Para entender la dimensión casi inconcebible de este problema, señalemos que entre 2004 y 2007 ocurrieron en ese país 147 mil 343 muertes por armas de fuego, una cantidad mayor a la de cualquier guerra y cuatro veces superior a la de México. Y si bien esa violencia está asociada en parte al fenómeno del narcotráfico, en realidad lo que refleja son las fracturas profundas de una sociedad incapaz de garantizar la inclusión social y cultural de los negros y de los pobres. Una cultura profundamente racista y clasista está en la base de un autoritarismo social aun más pernicioso que el de México.

Ahora bien, la precariedad de los servicios de salud, educación y transporte para la mayoría de la población, que ha sido denunciada centralmente por las movilizaciones masivas, no es nueva. La situación previa a los Gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), en el poder desde 2003 con la presidencia del carismático Lula da Silva, era mucho peor. Lo nuevo es la emergencia de una clase media urbana gigantesca en los últimos 10 años, lo cual es prueba del éxito de Brasil en términos de crecimiento económico y de una (muy) relativa mejora de la distribución de la renta. Entre 20 y 30 millones de personas han pasado a pertenecer a la clase media en este lapso. El número de estudiantes de educación superior se ha duplicado desde el 2000, aunque la cobertura sigue siendo baja. La violencia urbana y el crimen han disminuido ligeramente, aunque se mantienen en niveles de tragedia humanitaria. Lamentablemente, el crecimiento económico no ha disminuido la abismal desigualdad de la sociedad brasileña, mayor aún que la mexicana, ni ha anulado el racismo y el autoritarismo social. Y tampoco ha tocado el flagelo de la corrupción masiva y generalizada, de la cual los brasileños están hartos, seguramente mucho más que los mexicanos.

Esos millones de brasileños, antes pobres, estaban acostumbrados a tolerar las ineficiencias del sistema de salud y la pésima calidad de la educación básica, incluso un sistema de transporte inoperante, porque sencillamente no tenían opción. Eso mismo pasa en México en escala masiva. Pero el propio ascenso en la escala de los ingresos y del consumo en Brasil ha tornado insufrible la situación deficitaria de los servicios. El crecimiento no se ha acompañado de una mejora de la oferta y calidad de la salud y la educación. La nueva clase media quiere servicios de clase media. En Brasil, los servicios básicos dependen de los Gobiernos municipales, el eslabón más débil del Estado brasileño. Su pequeñez los obliga a tramitar recursos de los Gobiernos estatales y federal, articulación que rara vez funciona de manera eficaz y que abre múltiples puertas a la corrupción y al clientelismo, como en México.

©iStockphoto.com/kimberrywood

Un problema adicional es el vacío de representación política. Los pobres de Brasil han carecido históricamente de representación, a no ser por dos vías poco democráticas: (1) el clientelismo, hegemónico durante décadas en el centro y norte del país y con formas populistas en Río de Janeiro y Sâo Paulo, y (2) la representación presuntiva, indirecta, por medio de ONG y algunas organizaciones populares urbanas, practicada a través de las múltiples y originales formas de participación ciudadana institucionalizadas en Brasil. Los cuadros profesionales de las organizaciones civiles han hablado en nombre de los pobres en los consejos de salud y educación y en otras instancias participativas, de las cuales Brasil es pionero a nivel mundial.2

Pero el ascenso nacional de las clases medias hace insuficientes esos modelos de intermediación política. Los nuevos ciudadanos reclaman, por la vía del consumo, voz propia, la cual no les es dada en un sistema político que no funciona, formado por múltiples partidos que son autónomos de la sociedad gracias a que en Brasil no hay financiamiento público de campañas, por lo que los intereses privados determinan, mucho más que en México, la agenda de los partidos. Por otro lado, rige un sistema presidencialista que, en ausencia casi segura de mayorías parlamentarias, sobrevive mediante alianzas de cogobierno entre partidos de toda laya, sin coherencia ideológica ni programática, que se traducen en un mero reparto de parcelas del poder entre la élite política. El partido en el Gobierno desde 2003, el PT, tiene presencia efectiva en solo una quinta parte de los municipios del país, que ha vivido siempre una fragmentación regional de la política.3

El PT, el más importante de la izquierda latinoamericana, el único partido realmente nuevo en ideas y cuadros que surgió en la región en el último cuarto del siglo XX, ha devenido, después de 10 años en el poder, en un partido casi corporativo. Representa a los trabajadores organizados, a miles de ONG, a organizaciones populares urbanas, todos con dirigencias muy “rutinizadas” por años de gestión con y desde el poder. El PT es el partido de la sociedad civil organizada. Y lo que ha emergido este año es una sociedad civil desorganizada, masiva y ajena a esos grupos.

Los partidos políticos en el Congreso y la presidenta Dilma Rousseff reaccionaron con rapidez a la crisis. En plena movilización, en julio, el Congreso desechó un proyecto de ley, ya aprobado en comisiones, que prohibía al ministerio público (que en Brasil es independiente del Ejecutivo) desarrollar investigaciones sobre actos de corrupción, dejando la labor en la policía, un cuerpo sin autonomía política y sin medios para realizar tal labor. Más aún, rápidamente se aprobó, por unanimidad, otra ley en la cual la corrupción fue definida como “crimen horrendo”, por lo que no merece perdón ni ningún tipo de protección política, como el fuero (que en México
sigue vigente).

Por su parte, la presidenta Rousseff propuso medidas para lidiar con las demandas populares. Ha lanzado un gigantesco plan de inversiones en transporte público en Sâo Paulo, un plan de mejora de la calidad de la educación, un plan de salud que implica la contratación de miles de médicos (nacionales y extranjeros) y una ampliación a dos años del servicio social de los estudiantes de medicina, así como la apertura de nuevas escuelas de medicina; y se ha puesto en el tapete de la discusión una reforma política que pretende transparentar el funcionamiento del Gobierno y de los partidos, reformar el Congreso (base de la clase política parasitaria) e instaurar nuevos controles para evitar la corrupción. Pero cada una de las propuestas topa con algún obstáculo político formidable, de manera que su implementación exigirá largos plazos y complicadas negociaciones.

Brasil necesita ante todo una reforma política profunda que conduzca a una reducción del número de partidos, que permita el financiamiento público de campañas y regule eficazmente las contribuciones privadas, y que diseñe una forma de gobierno más parlamentaria para facilitar esquemas eficaces de gobernabilidad. Además, deberá impulsar un nuevo ciclo de la ejemplar política participativa brasileña, cuyo fundamento sea el reforzamiento de las bases territoriales y comunitarias de la representación de la sociedad en los múltiples consejos que atraviesan la administración pública. Tendrá que haber una transición de la representación presuntiva4 a la autorrepresentación. De lograrse, todo ello implicaría un nuevo ciclo virtuoso de democratización.

Tan importante como lo anterior será una reforma en materia de justicia. La inseguridad, los abusos de derechos humanos, la judicialización excesiva de los conflictos y la crisis del sistema carcelario hacen necesaria una reforma integral del sistema de justicia, que debe implicar también la mejora de los mecanismos de combate a la corrupción. Además, el histórico y siempre pospuesto problema de la reforma agraria en Brasil, originado en la concentración de la propiedad de la tierra y en un modelo de capitalismo agropecuario depredador de la naturaleza y de la población rural, tiene que ser resuelto imponiendo límites a la propiedad y a la expansión irrestricta de plantaciones de soya y haciendas ganaderas. En suma, la sola reforma política no resolverá los problemas de fondo de Brasil, que plantean la necesidad de una amplia reforma del Estado.

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Esta reforma es parte de un cambio civilizatorio. En Brasil, está en cuestión un modelo de sociedad que toleró la desigualdad más aberrante y la sistemática exclusión social, cultural y política de los pobres y de las minorías raciales. El reclamo de igualdad que implican las demandas de mejora de la salud, la educación y el transporte constituye una demanda por la efectiva generalización de la condición de ciudadanía y es, en ese sentido, histórico. Como lo es también la demanda de que el Estado sea más frugal en sus gastos y se creen mecanismos eficaces de combate a la corrupción. La tolerancia a la magnanimidad de los políticos para consigo mismos ha terminado en Brasil.

Pero ningún cambio será posible sin nuevos ciclos de movilización popular que, como se ha visto, son el verdadero y único motor del cambio. Las movilizaciones masivas de julio han aportado la novedad de su forma horizontal, su articulación vía redes sociales y su protagonismo juvenil. Y si bien en agosto la movilización se ha tornado más focalizada y violenta, el fantasma del descontento popular es una poderosa motivación para que la clase política actúe. Por su tamaño, por la vitalidad de sus instituciones democrático-participativas y por su centralidad en el imaginario político de la izquierda latinoamericana y mundial, Brasil es un referente fundamental en esta época de acelerado cambio cultural y político. En buena medida, el futuro de la democracia en América Latina está en Brasil. 

 

1 El mensalâo (‘mensualazo’) fue un escándalo suscitado en 2005 en el primer Gobierno de Lula, al descubrirse una trama de pagos —vía el hombre más cercano al presidente— a una enorme cantidad de diputados, que de esta manera se disciplinaban a las directrices del Gobierno y le permitían alcanzar la mayoría de votos en temas cruciales. Si bien los implicados renunciaron en 2006 al descubrirse la trama, solo hasta 2012 fueron procesados y condenados. Se trata del primer caso de castigo efectivo a altos funcionarios del Gobierno federal.

2 Al respecto hay una enorme bibloografía. Ver Avritzer, Leonardo, 2010: Las instituciones participativas en el Brasil democrático, Jalapa, Universidad Veracruzana. Dagnino, Evelina, Alberto J. Olvera y Aldo Panfichi (eds.), 2010: La Disputa por la Construcción Democrática en América Latina, México, FCE-UV-CIESAS.

3 Ver Avritzer, Leonardo, 2012: “Representación y gobernabilidad en Brasil”, en: Cheresky, Isidoro: ¿Qué democracia en América Latina?, Buenos Aires, CLACSO-Prometeo Libros

4 Ver Gurza Lavalle, Adrián y Ernesto Isunza Vera, 2010: “Precisiones conceptuales para el debate contemporáneo sobre innovación democrática: participación, controles sociales y representación”, en: Gurza, Adrián y Ernesto Isunza (eds.): La innovación democrática en América Latina, México, CIESAS-UV

__________

ALBERTO J. OLVERA  es investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana. Doctor en Sociología por la New School for Social Research, se especializa en temas de sociedad civil y democratización en México y América Latina. Es coautor de La democratización frustrada (UV-CIESAS) y La disputa por la construcción democrática en América Latina (FCE).

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