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Mosca
Cultura | Este País | Gerardo Deniz | 01.01.2014 | 0 Comentarios

Perla Krauze1

Lo soy y mi abdomen

es de metal azul,

ningún insecto díptero me es ajeno. ¿Quedó claro?

Mi larva medró en un policía muerto

al sur de esta capital. Correcto.

 

Mi alma máter fue la que tenía que ser.

Allí, posada en tubos fluorescentes,

atendí a todas las clases, en las conferencias magistrales

me enteré de que todos los cretenses mienten.

Presencié cómo un tal viejo cachondo, Einstein creo,

era arrastrado sobre corcholatas y colillas (bachichas, puchas),

atados los pelos blancos al carro triunfal del antimonio Birkhof,

y tantísimas cosas más.

 

Llegado el período de los amoríodos,

sucumbí a las feromonas

y en el cuarto de baño rectoral consumamos nuestras nupcias

sobre baldosín, jabón y caca sabia.

Por el ventalle de cedros huimos a la atmósfera

sin desengancharnos,

impelidos por el bufar del viento

como Paolo y Francesca o Lamberto y Mamerta.

Abandoné a mi pareja cuando se luxó dos patas al hacer tierra;

le dejé un huevo ovalado de recuerdo

y volé a poner los demás en las legañas de un basarisco desahuciado.

 

Hube de buscar un tema para mi tesis de doctorado.

Opté por hacer un estudio sobre los perjuicios y estragos del neoliberalismo

sobre las moscas del pedregal adyacente.

Ayer empecé, pero hay que volar mucho y ya me siento cansada.

Afortunadamente mañana es domingo.

Atardece.

A duras penas logro distinguir a los lobos de los canes.

Aún distingo con facilidad las nervaduras blancas de las negras en mis alas,

pero esto no me da ni frío ni calor pues me emancipé del ramadán hace tiempo.

Ascenderé cuanto pueda, aun cuando me falla la respiración

y me aterra pensar que el mal del hongo ha hecho presa en mí.

 

Todo nos amenaza y quizás el tiempo no sea para tanto:

la noche promete ser larga y llena sucesos.

No: en el aire lo más temible son los murciélagos

que surgen de la noche con rectas zigzagueantes

o asintóticamente sobre el suelo

con bocas descoyuntadas, de tragaldabas rápidas,

entre la maleza que por ultrasonora

no trastorna la poética quietud

del castillo de grandes naipes sombríos.

 

Acaso sea peor a flor de piedra

pues está cubierta de telarañas pringosas

a más de grietas donde es posible cualquier cosa:

se habla de sistemas de túneles y galerías

donde se escuchan gritos y carcajadas lejanas,

todo un salvaje burdel gratuito que despierta entre pruritos.

Allí hay coleópteras panzarriba, desplegados los élitros,

ofreciendo vientres pataleantes

a odonatos infames e injustos,

mientras en los rincones efemerópteros raquíticos

exhalan penúltimos suspiros

masturbándose sin prisa.

Allí enormes grillotalpas pasean por pasillos estrechos su pavorosa mecánica

armada de serruchos;

allí humean sobre estufas las estofas de las estafas

de la trata de blancas, de negras o de verdes,

presas en ergástulas sucias.

A esta hora en que se exalta la fiesta en el pedregal extinto—

¡Xitle! En las crestas de pómez posa Tlazotéotl los talones amarillos

y la única mosca aún activa decide,

antes que nada, reconocer las luces.

 

Allá, al norte, arriba, en el piso catorce

(téngase presente que todo esto que narro aconteció hace largos años,

en tiempo de las apsaras),

yace en una cápsula un nuevo sesquiterpeno a medio desnudar

en este laboratorio de Canidia

y al cual lo abrasaron con tetróxido de osmio (pues se confesó glicol)

y ahora quieren capturar el fruto del estropicio

como dinitrofenilhidrazona,

cristalizada en mezcal de Oaxaca.

Tras encristalados distantes al oeste,

hominicacos amargados ordenan a sus jorgolines

encender todas las luces de las arañas opulentas.

Llega la mosca exhausta, otea y continúa.

Se eleva para contemplar el inmenso jardín bello y rocoso

desde las estribaciones más allá de donde el hombre llega.

Los cien mil ojos pueden ver, no parpadear. Ve, pues.

 

Es el jardín de Kachey

sin pájaros y sin fuegos.

Tierra adentro, piedra afuera,

la música está dada a la distancia

y no se oye sino el pitpat de un coyote herido

trotando por un apenas sendero,

sin dejar de dejar huellas con sangre.

Las luces se fueron apagando, ahora la luna

empieza a descender sobre el templo que nunca fue del todo.

Tose la mosca con su cuerpo entero

domeñado por la empusa.

Sólo aspira alcanzar la única luz amarillenta

que desafía a la lunar penumbra

y desafía a una pareja nueva

caída sobre surcos muy frecuentes.

Nobles cópulas les abrieron el camino, pero ahora

han pasado bajo el arco triunfal que conduce sin aduanas

al reino encantado de las parafilias químicamente puras (para análisis)

que los absorben horas enteras, hasta dormirse a media postura,

sin haber siquiera apagado la luz.

Afuera las oreadas mulatas circundantes sin chistar

preparaban con papel y carrizo un amanecer glorioso

digno del día tan festivo aún frío en la olla.

Cuando ellos despertaron tuvieron la primera riña, a propósito de quién iría a

mear primero.

Bien meados, y reconciliados, él se fijó en la mosca pegada al vidrio:

 

Él: —Ve, fíjate:

a esta pinche mosca le cayó la empusa.

—¿Qué es eso? —Una vil mucoral de las que tú sabes:

la mosca aspira por las tráqueas y se ahoga.

Dirían en mi tierra: se la chupó la bruja.

Qué bueno que no seas mosco: ni tú oruga.

—¿Tú qué sabes? —Sólo me veo a luz más cierta

frente a hongo, pelusa y mosca muerta. ~

_________

GERARDO DENIZ (Madrid, España, 1934) es uno de los poetas más importantes del exilio español. Pasó un lustro de su infancia en Ginebra, Suiza, y en 1942 llegó a México, donde ha vivido desde entonces. Su verdadero nombre es Juan Almela pero comenzó a usar seudónimo cuando publicó su primer poemario. Experto en química, afecto a todas las ciencias, políglota y filólogo. Ganador del premio Xavier Villaurrutia en 1991. Deniz ha publicado más de diez libros de poesía entre los que se encuentran: Adrede (1970); Enroque (1986); Grosso modo (1988); Amor y oxidente (1991); Mundonuevos (1991), y Ton y son (1996). En 1992 publicó Alebrijes, su único libro de cuentos hasta ahora, y también es autor de varios libros de ensayo.

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