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Juan Carlos: un rey para la transición
Este País | Leonardo Curzio | 01.07.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/nicoolay

Una sociedad juzga a sus instituciones por los valores generales que representan, pero también por su comportamiento y su desempeño. Si la corona española está hoy desprestigiada no es tanto por lo que simboliza como por sus desfiguros. Vale la pena remontar la historia para tener una visión más ponderada de esta monarquía.

Ha tenido gran éxito en México una serie de televisión1 sobre Isabel la Católica que narra, con tonos novelescos, la alianza de los reyes de Castilla y Aragón. Ese matrimonio, cuyo lema era “Tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando”, explica el origen de la corona española. La serie es particularmente rica en el detalle de las politiquerías castellana y aragonesa, lo que hacía difícil anticipar que, en muy poco tiempo, esos precarios príncipes iban a consolidar una de las variantes más tempranas del Estado nacional (que tanto admiró Maquiavelo), así como una insospechada proyección imperial producto del descubrimiento de América.

El ascenso español es tan vertiginoso como su declive. En dos siglos, de 1500 a 1700, tiene lugar una fantástica expansión (que ha tomado el color del oro para describirse) y a continuación una triste decadencia. Los Austrias mayores (Carlos I y Felipe II) experimentaron en sus reinados el auge y la decadencia; el pináculo del poder mundial y, al mismo tiempo, la incapacidad de conservarlo y perpetuarlo. El primero se retira a Yuste a elevar plegarias mientras que los resultados de su proyecto imperial y el balance final de Westfalia le han valido, a lo largo de los siglos, una cascada de críticas. El segundo vive una interminable guerra en Flandes (que lleva a la quiebra la hacienda real), amén de la humillante derrota de la Armada Invencible y se refugia, indeciso, en su laberinto del Escorial. Fueron ambos grandes y muy fecundos monarcas, sin embargo, la historiografía no ha sido generosa con ellos. Sus personales demonios les impidieron decidir con prontitud lo que convenía a la salud del imperio. La propaganda (aunque sea sublime como el don Carlos de Schiller y Verdi) ha acabado de abollar su prestigio.

Si los Austrias mayores han corrido esa suerte, ¿qué podemos decir de los llamados menores? Esa generación de los dos Felipes, III y IV (uno de ellos conocido como el Rey Planeta, inmortalizado por Velázquez), dejó un legado de esplendor de las artes y, en contraste, un paulatino pero indeclinable retroceso político. En 1665, cuando muere Felipe IV, España ya no era ni la sombra de lo que había sido. Después del caótico reinado de Carlos II, Francia ya era el factótum de la política española, hasta el punto de cambiar en 1700 de dinastía y de forma de organización del Estado.

La llegada de Felipe V (Borbón) supuso el tránsito de una monarquía compuesta (composite monarchy) a un absolutismo centralizador. Muchos catalanes que hoy abogan por la independencia ubican a ese reinado como el punto de inflexión a partir del cual comenzó a oprimirse a las distintas nacionalidades que integraban al reino. A partir de Felipe V se abre un siglo que replica (mutatis mutandis) el patrón acelerado de auge y decadencia de España.

De 1700 a 1800 Felipe V y Carlos III reinan y gobiernan con ánimo modernizador y centralizador. Los efectos de sus reformas (conocidas como borbónicas) fueron de amplio espectro y están en el origen de inconformidades que van desde Tarragona hasta la Ciudad de México. Con Carlos IV (inmortalizado por Goya como un monarca más bien débil) la corona llega a niveles poco edificantes. En la corte a la reina la llamaban la “momia concupiscente” y Godoy, su amante, hacía y deshacía desde el tálamo en nombre del trono de las Españas. La corona pasaba por horas bajas.

La invasión napoleónica vació de contenido el significado político de la corona como gran unificadora de un imperio heterogéneo y explica buena parte de los movimientos independentistas americanos. El rey de España perdió en ese trance la lealtad de los pueblos americanos que habían (a pesar de todo) mantenido una obediencia a la monarquía católica durante tres siglos y, en muchos aspectos, también su razón de ser. Por ese hecho las naciones hispanoamericanas son devotamente republicanas. Pero en la península el sentido nacional del español más humilde llevó a su heroico pueblo a luchar (como lo recuerda Galdós en sus Episodios nacionales) por rescatar a la nación y entregársela a un personaje funesto: Fernando VII.

Si nos atenemos a las memorias de Mesonero Romanos (Memorias de un setentón), podemos tener una pálida idea de la catadura del personaje que ocupaba el trono. Su principal legado al lenguaje político es el término camarilla, que era la pandilla de truhanes con la que confraternizaba el rey. Fue Fernando VII el monarca que pudo y no quiso gobernar con la Constitución y, a pesar de que no corrió la misma suerte que la corona francesa (la guillotina), tampoco pudo consolidar una monarquía constitucional al estilo de otras naciones europeas.

No nos detendremos, en la brevedad de estas páginas, a glosar los reinados de Isabel II ni de los Alfonsos XII y XIII, con algunos intermedios republicanos. Alfonso XIII, el rey polémico (que ha sido recientemente biografiado con una renovada óptica por Tusell y Queipo de Llano) perdió el apoyo de su pueblo en las elecciones municipales de 1931, abriendo así el camino a la segunda República. Las vicisitudes de la República han sido ampliamente documentadas y desembocaron en una atroz guerra civil (en la que México se involucró como en ningún otro conflicto allende sus fronteras) y el triunfo del bando nacional.

La dictadura y la solución monárquica

Durante la Guerra Civil el papel de la Casa Real fue patético, por decir lo menos. Don Juan (padre de Juan Carlos), quien había sido entrenado por la Royal Navy, pidió apuntarse en las filas del movimiento nacional. El ya indiscutido jefe de la rebelión, el general Franco, negó al persistente don Juan esa posibilidad. Ha sido muy comentada la relación entre estos dos hombres por las implicaciones políticas e institucionales que tuvo en el curso de los acontecimientos posteriores. Un don Juan despechado por el franquismo derivó, después de la Guerra Civil y, en especial, en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial, hacia un planteamiento de relevo de la dictadura franquista que se suponía no podría, por su estirpe nazi fascista, sobrevivir en una Europa que repudiaba esa ideología. Y sin embargo (con el apoyo de Estados Unidos y la ambigüedad europea) sobrevivió y se fortaleció hasta extremos insospechados a finales de los cuarenta.

Mientras más se fortalecía Franco, más endeble y contradictoria resultaba la posición del heredero de la corona. Con ladina habilidad, Franco jugaba con la posibilidad de restaurar la monarquía, pero no una monarquía tradicional, ni mucho menos una constitucional, sino una monarquía anclada en los principios de su movimiento. En algún momento el dictador y su mujer jugaron con las veleidades de otro aspirante (Alfonso de Borbón) a la corona, con el que emparentaron para perfilar su propia dinastía. En cualquier caso, Franco y don Juan jugaron entre Madrid y Estoril un complicado ajedrez en el que, como se comprobó después, el dictador llevó siempre la mano. Su rehén fue Juan Carlos.

Una vida atribulada

Desde muy joven Juan Carlos experimentó en carne propia el ríspido juego político que mantenía Franco con su padre. La condición del dictador para mantener abierta la posibilidad de una restauración monárquica era que las cosas se debían hacer según su personalísima voluntad. Por lo tanto, siendo todavía un niño, Juan Carlos se convierte en una pieza más del juego del dictador. Muchos de sus biógrafos han narrado la deprimente escena de un príncipe aterrizando en esa España oscura de generales fascistas y curas reaccionarios. Decir que vivió una niñez principesca es una broma macabra. La rigidez de sus preceptores y las múltiples humillaciones a las que fue sometido en todos esos años de incertidumbre debieron ser desoladoras. La confrontación entre la política del régimen y la legitima línea sucesoria que correspondía a su padre fue objeto de múltiples tensiones y desencuentros personales y políticos.

Finalmente, cuando Franco consideró que tenía el proceso “atado y bien atado”, arrancó la sucesión que fue todo menos tersa. Los últimos años de la década de los sesenta marcan el capítulo final. En una carta fechada el 15 de junio de 1969 Juan Carlos notifica a su padre que, “cumpliendo un deber de conciencia y realizando con ello lo que creo que es un servicio a la patria, aceptar[á] el nombramiento para que vuelva a España la monarquía y pueda garantizar en el futuro, a nuestro pueblo, con la ayuda de Dios, muchos años de paz y prosperidad”.

La situación era, en muchos sentidos, humillante e incierta. Franco era el amo y señor del proceso y, mientras remataba su personal venganza sobre don Juan, mantenía en el filo de la navaja al príncipe de España y su cada vez más relevante esposa, doña Sofía. Franco murió en 1975 en olor de multitudes. Sus compinches consideraban que el rey sería solamente funcional dentro del esquema heredado por la dictadura. Por lo tanto, decir que a la muerte del dictador seguía de manera natural una evolución liberalizadora es impreciso.

De 1975 a 1978, España vive un proceso complejo de legalización de las fuerzas políticas y, con el estrecho margen de maniobra que la legalidad imperante permitía, se gesta una generación de reformas desde las instituciones. La transición española ha sido ampliamente comentada y ha sido también una potente inspiración para muchos países de América Latina. Esa es, en mi opinión, una de las razones por las que don Juan Carlos tuvo una gravitación importante en Iberoamérica. Es evidente que ese proceso democratizador no hubiese seguido el curso que siguió sin el liderazgo del monarca.

Como hemos visto, en la historia de España no abundan las cabezas coronadas que hayan concluido con brillantez su reinado. Los balances son pobres y en muchos casos funestos. Con la abdicación de don Juan Carlos termina, sin duda, uno de los periodos de mayor esplendor de la historia ibérica. Las vicisitudes familiares e incluso algunos errores graves del monarca (ampliamente replicados en estos días) no pueden opacar que estos 39 años han sido los mejores de la historia contemporánea de ese país.

Juan Carlos es uno de los estadistas más brillantes de los últimos tiempos. Es fácil decir ahora (en especial para las generaciones más jóvenes de aquel país) que la transición a la democracia era una evolución natural del sistema político tras la muerte del dictador Franco, pero, como señalaba, esto es faltar a la verdad. El papel del rey en la salida de las tinieblas franquistas hacia un régimen de libertades es esencial, como lo ha documentado en una potente biografía Paul Preston. La violencia institucional de los franquistas instalados o más bien encastillados en el poder institucional y el radicalismo de eta hicieron todo lo que pudieron para evitar una salida airosa al laberinto político en el que estaba sumida España. Amenazas de golpes de Estado y atentados terroristas de las organizaciones radicales (que reforzaban a los franquistas en una macabra relación de mutua dependencia) introdujeron un alto nivel de incertidumbre al proceso de transformación institucional. El rey dejó claro el camino liberalizador en su discurso del 22 de julio de 1977 que, por cierto, fue aplaudido de pie por los socialistas, y la legendaria “Pasionaria” dijo sin reservas que el discurso era “de rey”.

Juan Carlos no heredó un trono en un sentido literal, se lo ganó cuando los españoles votaron en referéndum la Constitución, una carta magna que llevó las libertades y la reconciliación a un país castigado por la Guerra Civil y 40 años de atroz dictadura. La fotografía de Juan Carlos con la viuda de Azaña es la expresión gráfica de esa voluntad regia de abrazar a los derrotados. Juan Carlos se convirtió así (según la expresión de Philippe Nourry) en un rey para los republicanos y destrabó uno de los primeros nudos gordianos de la historia de ese país.

Después de haber sido el motor de la apertura política y de conducirse como un reconciliador, decidió blindar definitivamente el proceso aperturista con un gesto contundente. Cuando los inspiradores de la conjura, que terminó en el golpe de estado de Tejero y Armada en 1981, le plantearon al rey las condiciones para reconcentrar el poder en su persona, el monarca decidió defender la Constitución y abortar con energía la asonada que amenazaba con la regresión. La soberanía del pueblo pasó la prueba y la democracia pudo desplegarse con fuerza, en los años siguientes, con el fuerte liderazgo de Felipe González.

En estos tiempos revueltos y de enorme indignación es comprensible que no haya un juicio sereno sobre el reinado de Juan Carlos, pero la distancia analítica (y geográfica) permite ver que, además de las libertades y la reconciliación, la corona le ha dado a España una enorme estabilidad en la jefatura del Estado, al respetar la voluntad soberana y no rebasar la frontera de sus atribuciones constitucionales (ojalá Felipe VI siga por esa vía y no quiera convertirse en un actor político).

La Constitución de 1978 privó al monarca de casi todas sus prerrogativas políticas, es decir lo despojó de la potestas para que él ganara auctoritas con su desempeño. Ayudó, de forma decisiva, a modernizar a un ejército protagónico y golpista y convertirlo en un ejercito moderno y funcional.

Estos años han sido para España los más prósperos y brillantes de su historia reciente y, aunque por supuesto es mérito de los españoles todos, no hay duda de que el monarca que deja el trono es una pieza fundamental. Juan Carlos hizo realidad lo que prometió a su padre en aquella carta del 1969: 39 años de paz y prosperidad.

La solución monárquica constitucional de 1978 resolvió algunos de los graves problemas históricos de esa nación. El éxito se debe a una renovación histórica de la monarquía (no en todos los países funciona) que demostró, por primera vez en la historia, ser compatible con las libertades y la Constitución. Se debe a un acertado proceso de redacción constitucional por consenso de las principales fuerzas políticas y también por una enorme virtud personal de Juan Carlos. Lo personal cuenta, porque es sabido que las monarquías (como las repúblicas) no están vacunadas contra un incompetente o un facineroso. Juan Carlos pasó de ser un rey que provocaba escepticismo entre las fuerzas democráticas a ser un rey que era aceptado más por conveniencia que por entusiasmo y, finalmente, a ser el rey que propició y canalizó la reconciliación y la modernización de España.

Juan Carlos cumplía 25 años de reinado al iniciar el siglo XXI y gozaba de un abrumador respaldo, pero la monarquía española ha comprobado que el desgaste no es algo que le sea ajeno y que, en los hechos, su nutriente fundamental es la autoridad moral. Su legitimidad depende de su desempeño y de su prestigio. De esta manera, al igual que el inquilino de la Zarzuela se ganó el respeto de su pueblo y el reconocimiento global con su actitud resuelta por democratizar, reconciliar y modernizar a España, se sabe que los escándalos (propios) y el descrédito de su familia han erosionado la reputación de la institución.

Una encuesta publicada por el diario El País2 refería que 62% de los españoles consideraba pertinente convocar un referéndum para decidir si España debe conservar la forma monárquica. Y si bien la mayoría votaría por mantener el statu quo (es decir, que Felipe VI reine), el grupo de edad más escéptico sobre las bondades de la monarquía son los más jóvenes. En otras palabras, las nuevas generaciones ya no incluyen en su visión del mundo el valor de la transición y la decisiva contribución de la corona para que esta fuese exitosa. Dan por descontada la democracia. La monarquía deberá reinventarse si quiere conservar el respaldo ciudadano, pues las condiciones extraordinarias del reinado de Juan Carlos I son irrepetibles.

1La transmite el Canal 22.

2El País, 6 de junio del 2014.

___________

LEONARDO CURZIO es licenciado en Sociología, maestro en Sociología Política por la Universidad de Provenza y doctor en Historia por la Universidad de Valencia. Ha sido catedrático de la UNAM y la Universidad Iberoamericana y es profesor visitante de la Universidad de Valencia. Autor de 5 libros y coautor de otros 28, ha publicado más de 60 artículos en revistas especializadas. Conduce la primera emisión del programa radiofónico Enfoque y es columnista de El Universal.

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