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Desalojo
Cultura | Este País | Karenina Díaz Menchaca | 08.09.2014 | 0 Comentarios

Calzo unos tenis de marca, me voy dando cuenta de ello, ¿de quién serían? Tan de mañana llegaron esos hombres a la vecindad haciendo volar objetos como confeti, que ni tiempo tuve de vestirme con mis propios tenis. Y, así, vengo dando zancadas por el parque como un galgo en una carrera de apuestas. Mi mirada pretende taladrar el suelo, hasta logro emular a Superman con esa pose estoica de superhéroe con su visión calorífica. Percibo la quijada contenida, pero mis puños van haciendo lo contrario, se están desdoblando. No logro desprenderme de esta halitosis de moneda cobriza que me rebota al recuerdo del mismísimo abuelo Mendoza, es como si él estuviera dentro de mí, quiero pensar que me acompaña en este momento; de pronto, el heladero del parque me sorprende con una probada de su nuevo invento cremoso: “Este es de maracuyá con chile piquín y tequila”, lo pruebo y me parece repugnante; le digo que es delicioso. Quiero irme, él insiste, mete la mano en su cubeta de aluminio y saca entonces el de durazno, arándano y agua de caña —es aún más asqueroso, y su sonrisa chimuela debería partirme el alma, pero no lo logra. No le compro nada y no me importa ni su sonrisa ni sus helados ni el estúpido calor de la ciudad en primavera. Es domingo, y como buen domingo, de todas formas, no solía ducharme. Los cabellos desteñidos y grasosos comparten los domingos ¿no lo sabían?, pues yo sí, siempre lo he sabido.

Observo a los perros que andan de frente, a un lado, y detrás mío. Se husmean con sus colas cortas y largas, se lamen con esas lenguas malolientes de procesada comida, embolsada en ese interior metálico, lo que presumen ingenieros químicos: “El alimento recomendable para que las heces sean sólidas y fáciles de recoger”. Toda una puta industria de mascota fina que ya hubieran querido mis niños, los niños de todos nosotros, más próximos que vecinos, los que tuvieron que desaparecer ante mis ojos, de la mano de no sé qué otras manos, hacia no sé qué maldito destino, esos que ambientaban con una simple pelota un pueblo vecindad, una vecindad puerto, vecindad terruño; la morada de cientos de telarañas que también eran vida en esa mi patria, con soniditos de pequeñas voces chorreando las paredes altas de una comunidad bien chida, bien fregada, bien jodida, pero bien chida. Me la arrancaron, y no soy la única que lo sintió, aún cuando ellos, esos, han insistido en llamarla porquería.

Los perros de la Condesa casi parecen diferentes a los de otros barrios de la ciudad, se entrenan, toman clases para ser mejores perros y agradar a sus dueños; en realidad es un empeño humano en que el perro sea mejor que ellos y tenga un mejor peinado. ¿Pensarán lo mismo de mí?, no los humanos, por supuesto, de esos nunca me espero nada más o menos razonable. ¿Pensarán? Porque además soy capaz de reconocerles —como un punto a favor de su existencia— que saben distinguirse como iguales entre pelambre y pedigrí. Es más, disfruto mirarlos en su acechanza de nariz delatora, siempre mutua, de olfateo horizontal y despreocupada semejanza de vientres con chichis colgantes, todo como en una danza, muy perruna, pero danza al fin, acariciante sin remedio, para luego, al primer respingo violentarse, con ese gesto tan familiarmente cuadrúpedo, dando fin al minuet con la indiferencia de los que se amaron apasionadamente, pero pasando de largo con la misantropía como lugar común. Imito el paseo como si fuera perra de la Condesa, ¿algo podría hacer mejor en estos momentos? ¿Paseándome tan bien con mi perfumada cola y mi collarín antipulgas de última tecnología?

“La mente es un juego macabro de revoluciones instantáneas”, solía repetirme el abuelo, mientras lo veía traspasar el infinito a través de ese agujero de su cortina traída de París. Su obsesión, como un puente entre la realidad de su habitación de vecindad y el mundo de afuera, ¡es increíble imaginar el tamaño de un despierto sueño en un orificio de tela aterciopelada! ¡Uy, a qué lugares de salones parisinos nos puede transportar en segundos un estúpido pedazo de tela! ¡Qué peregrina y caprichosa es la mente! ¡Qué no vio mi abuelo bajo los cielos de París! El único que ha logrado cruzar el charco, como dicen. “Maldito padre, si no hubiera sido por su imperdonable egoísmo, yo no estaría en estas, trabajando de lo que sea. No nos dejó nada, esas putas lo dejaron en la calle, y ese mil veces maldito vicio”. El mismo discurso por tantos años. Mi abuelo nunca aceptó su nueva condición de pobretón, nueva es un decir, porque la “condición” le duró más de cuarenta años y permaneció hasta su muerte, lo mismo que su mal carácter que lo hizo no tener encomio para con la abuela, quien resistió como una verdadera, sí, condesa, a aquella pobreza que cada año prometía disolverse según el politiquillo o relación social que lograba Mendoza en sus borracheras, mismas que nunca trascendieron más allá de eso: ¡Puro elixir de promesas etílicas! ¡Y con ocho hijos! Pero ella, no es que hubiera sido una santa, fue, sin duda, más inteligente. Sí, mi abuela era ese tipo de entes. Se le notaba desde cómo organizaba los objetos de la casa, hasta en cómo se las ingeniaba en sentar a los miembros de la familia en las navidades para evitar rencillas. Hay gente como ella, digamos, que nacen con sabiduría ancestral. Yo me daba cuenta de ello, incluso siendo pequeña, de su poder domador ante aquel macho alfa que tuvo de marido a quien encerraba en su dormitorio, y luego este salía con la cabeza gacha, aunque no le duraba mucho su promesa de ser bueno porque, claro, también danzamos como los perros, nos olemos una y otra vez y, sobre todo, respingamos. Por eso y más sé con toda seguridad que ella es quien hubiera merecido mejor vida, ella es quien debió haber ido a París cuando niña y no ese amargado y rencoroso barrigón. Ella es quien me hubiera tarareado algunas canciones de Edith Piaf, ella es quien se hubiera metido al Louvre y me hubiera descrito perfectamente a La Gioconda, a la efigie de la libertad en Delacroix, los olores, las risas, el atuendo de las mujeres parisinas, el corte a la garçon impuesto por Coco Chanel. Ahora mismo me la imagino narrándome apasionada sobre esos sombreros de los escaparates, sobre los vegueros paseándose por Champs-Élysées, y hasta de las hormigas y el cielo atravesado por la Torre Eiffel. Mi abuela sabía muchas cosas, pero también fue fiel a su época y nunca se hubiera atrevido a destacar por encima de Mendoza, por eso tuvo una vida paralela, con su marido paralelo, su familia paralela metida en una cajita musical. Creo que fui de las pocas que notó su habilidad imaginativa y sus conocimientos francófonos, rústicos por supuesto, de pésima pronunciación. La ocasión en que se lo pregunté me sacó violentamente de su cocinita y, en medio del patio, como en una escena buñuelesca —con imágenes de aguacero y gato guarecido debajo de unas escaleras cuarteadas—, con una voz muy baja y no por eso menos imperante, me dijo: “Nunca, nunca, mi pequeña Carmela, me vuelvas a preguntar eso”. Nunca entendí. Creo que se comenzaba a dar cuenta de que yo podría ir descubriendo el verdadero paralelismo, ya no en otra dimensión. También, creo, fui la única en saber que llegó a escribir poemas que luego rompía y tiraba en las alcantarillas cuando salía en las noches por el pan para la cena. “Son versitos tontos, niña”, me decía cuando la pillaba.

–¿Qué son “versitos”?

–Palabritas que van y vienen, que si digo canción entonces la combino con corazón, pero el chiste de esto es que diga lo que quiero decir, como mensajes secretos.

–¿Entonces tienes secretos? Porque yo también tengo.

–¿De verdad?

–Sí, abuela.

–Aprende a mantenerlos solo para ti.

Sostengo este recuerdo y sigo en una caminata hacia ningún lugar. Este Parque México es un tiovivo del pasado. Quisiera decir que todo sigue igual, pero no es verdad, salvo el heladero y los krishnas regalando el mismo arroz con azafrán, porque ahora las bicicletas ya no son rentadas, los patos pretenden ser cisnes, los patines ya no son de cuatro ruedas y los algodones de azúcar ya son azules. ¿Como los príncipes? ¡No puedo más! ¿Cómo podría explicarles lo que pasó? ¿En francés? Ni siquiera sé francés. Ni siquiera pude aventarles piedras, arremeter en contra de unos cuantos hombres con zapatos lustrados. Si ya sabemos que ni siquiera entendieron mi concepto de patria, se rieron cuando grité que esa era nuestra patria, que no la tiraran, que éramos muchas familias, muchas generaciones, muchas vidas, muchas almas, mucha magia, mucho todo ¡para tan mínimos entendimientos! Y ahora me pregunto en qué sitio estuve realmente todos estos años en los que la vecindad me abstrajo, debo dar cuenta de que esta colonia, la de mi entrañable infancia, se convirtió de pronto en un vómito de perros, orines de perros, heces de perro, ¡perro mundo! No lo tenía previsto hasta esta misma mañana en la que gritos con tono de desesperación me hicieron salir de mi mundo. Construirán otro edificio, alcancé a escuchar.

Quizás hubiera sido buena idea comprarme una nieve de limón, una sin experimentos. ¿Con qué dinero?, no lo sé. Ahora te entiendo, abuelo, cuando borracho me decías: “La saliva misma es un trago inefable de tristeza”.

–Te vengo siguiendo.

–Llévame, abuelo, llévame, por favor.

–¿Seguirás con tu soliloquio? Siempre te dije que podrías acabar como tu madre y tu abuela, en el Fray Bernardino.

–Abuelo, no te vayas, por favor. Estoy sola. ¡Abuelo! Tú me prometiste un lugar en donde vivir para siempre.

–Observa a los perros, hija, fieles, nobles, pero tienen colmillos.

–Demasiadas preguntas, demasiadas, tengo demasiadas preguntas, abuelo.

–Ese es tu problema, precisamente ese.

Veo mi reloj y son las nueve de la noche. ¿Cómo en tantas horas se pretende resolver algo que no tiene solución? Quisiera colgármela, a la tristeza, como al tiempo, en un nudo de mascada fina, pero sé que aunque la llame con un diminutivo no volteará, no volteará nadie. Correr, correr, correr como ladronzuela, correr es lo único que se me ocurre, correr por todos las calles con nombres de ciudades de esta colonia irreconocible en medio de este país de muertos. Sentir que corriendo podemos desvanecer nuestro cuerpo y verlo elevarse como la rebaba de esos azules algodones azucarados. Correr como un perro detrás de un sospechoso automóvil negro. No quiero llegar a casa, ¡qué digo casa!, ¡qué digo patria! ¿Qué les diré a los hijos que no tengo cuando me pregunten en dónde viví?: “En un parque, cuando me desalojaron”. ~

_____

KARENINA DÍAZ MENCHACA (Ciudad de México, 1975) es egresada de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. Tiene un máster en Crítica de Arte y de Arquitectura en la Universidad Europea de Madrid. Estudió en la Escuela Mexicana de Escritores. Ha participado en el Encuentro Mujeres Poetas en el País de las Nubes. Como periodista ha colaborado en distintos medios nacionales e internacionales. Ha publicado en el Periódico de Poesía de la UNAM y participó en la antología Nueva poesía hispanoamericana publicada por Lord Byron Ediciones.

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