Animales extranjeros y locales Cuando viajé a Argentina me encontré con una cantidad asombrosa de palomas atropelladas. Era —como todo mochilero— peatón, y fue gracias a eso que di con los restos mortales de las aves. Quedaban sin sesos ni nada, digamos disecadas. Uno las podía patear como al platón del perro y volaban cual frisbies. Ahora bien, ¿de qué modo un animal con alas, como lo es un pichón, termina asesinado por la llanta de un coche? Mi teoría es que la prepotencia de algunos argentinos mimetizó en las palomas. Éstas, cuando ven al coche venir, no tienen la delicadeza de quitarse. Nomás dicen (idioma pichón): “¿Pero adónde vas, boludo?”, y juegan al no-me-quito.
El resultado: calcomanía de paloma. La tesis podrá parecer exagerada pero es innegable que sustenta al menos una parte verdadera: las culturas nacionales son tan fuertes que terminan por tocarlo todo, incluso la relación entre humanos y animales, y quizás a veces se extiendan hasta los no sapiens, como en el ejemplo anterior. Hay situaciones en que el exceso de primermundismo empuja a casos grotescos, donde la especie humana se relega a un segundo y despreciable lugar. No hablamos ya de racismo sino de especieísmo: la discriminación del hombre por el hombre en favor del animal (a eso le llaman Civilización donde no hay hambre). Por ejemplo: en Australia hay unas pájaras (de las que vuelan) que empollan justo en esta época del año. Se ponen más salvajes que la Trevi, y como allá se le da mucha importancia a la naturaleza —basta con decir que en las monedas salen retratados un canguro, un koala y un ornitorrinco, en lugar de héroes idealizados— las pájaras son protegidas celosamente como un tesoro nacional. Cuando una de ellas decide empollar en zona urbana —digamos, en un parque público— la rodean de señalamientos y conos que prohíben el paso. Si le dio la gana empollar en un camino peatonal dentro de alguna universidad, la que lleva las de ganar es ella: los alumnos tienen que rodear su zona de confort, aunque tengan que pasar sobre el lodo. Y si la pájara ataca, como hombrecitos, a aguantarse. Sobra decir que este tipo de medidas ha fomentado la prepotencia de las pájaras.
Si en el mismo país se encuentra uno con una víbora en la casa, se tienen dos opciones: hablar al Departamento de Víboras Perdidas para que vengan por ella y la lleven de regreso con su familia, a riesgo de que en el ínterin pierda uno la virginidad de picaduras mortales; o darle de escobazos hasta que meta la lengua, echarla en la cajuela (oculta en una bolsa negra), enterrarla —durante la noche más oscura— cinco metros bajo tierra, y hacerse el guaje.
En muchos países de primer mundo matar a algún animal, a veces incluso en defensa propia, puede resultar arriesgadísimo en términos legales, lo que agrega otra ventaja al animal, además de los colmillos, el veneno, la agilidad, etcétera. En cambio, México es, como Holanda en materia de drogas, el paraíso para los que creen que, sin acabar con el mundo, bien pueden meterle uno que otro plomazo a animales que no están en peligro. Acá no cuidamos nuestros bichos: o se cuidan ellos o se mueren. ¿Quién no recuerda con amor su primera torcacita? Muerta a diabolazos, quiero decir. ¿Y las maravillas que podíamos hacer con una resortera, con una cerbatana? En este país, si un burro bien dotado no se cuida, unos pubertos seguro lo dejan inservible. Por eso los animales mexicanos andan como indio entre españoles: con tantísimo tiento. Pero no debemos tomar nuestra cultura destructora como algo enteramente dañino para el ambiente. Mirémoslo de este modo: si la encauzáramos para deshacernos de lo que nos sobra, qué mejor. Imaginemos por un momento que la Federal de Caminos diera recompensas por atropellar perros callejeros.
Me querrán matar los ecologistas pero definitivamente estamos sobrepoblados, y con tanto perro fuera de censo es fácil que más de uno termine en un trompo de pastor o en bisteces, lo que no resulta conveniente para el consumidor tradicional de tacos. Por eso sugiero la posibilidad de pasarlos por cuchillo.
En México, caso opuesto al exceso primermundista (que es un exceso tercermundista), nuestros perros no nos han perdido el respeto: ellos sí saben quién manda. Nomás les levanta uno la mano y ya ven venir la piedra. No tenemos animales que atropellen a la especie humana, como puede ocurrir en Australia, como ocurre en las fantasías de un maniático o en Estados Unidos. Otra vez los gringos nos ganan, ahora en sinrazón. En el país del norte, un gato tiene más posibilidades de ganar la herencia de un millonario en un juicio legal que un médico de vencer a algún paciente abusivo. Esto, acotemos, es excepcional, pues parece que la influencia ha resultado en dirección contraria: la irracionalidad animal ha influido a nuestros vecinos. Si no lo cree, compruébelo visitando Cancún, que se convierte en un zoológico durante el springbreak. Miedos modernos “El miedo es un vicio de la voluntad”, escribió Sabino Bastidas, investigador del CIDAC. (O de la psique), agregaría yo entre paréntesis, pues no lo sé a ciencia cierta, pero aventuro que el miedo es recurrente y atávico, ya que lo arrastramos desde la prehistoria y la infancia muy a pesar de los impulsos racionalizadores de la Modernidad.
Desde pequeños inventamos amenazas: monstruos en el armario, entre la ropa limpia; debajo de la cama, listos para aprehendernos con sus manos frías mientras saltamos para dormir. Más que un vicio, el miedo quizá sea una necesidad. Tal vez los seres humanos necesitemos, además de comida y sueño, algunas kilocalorías de terror. Así como de pequeños imaginamos monstruos, de adultos creamos fantasmas colosales, replanteados para adaptarse a nuestra medida. Algunos tienen más fundamento que otros, pero todos incluyen una sustanciosa dosis de escándalo. Sobre ellos se exagera en demasía y se utiliza la crítica poquísimo, quizá nada. Ejemplos de estos miedos fueron la sobrepoblación y la guerra atómica, mencionados por Jorge Ibargüengoitia en un artículo publicado hace más de treinta años. Dichos temas hiperbolizados son fantasías negras que teorizan sobre el modo trágico en que la Modernidad se tornará contra nosotros, exterminándonos; son profecías de corte aparentemente científico que adelantan imaginaciones sobre el final de los tiempos.
Ejemplos más recientes son los miedos a los transgénicos, a la clonación, al calentamiento global, al uso de celulares, a la margarina, a los preservativos para comida, a los chinos, al Peje, a la carne roja, al terrorismo, al fin del petróleo, a las abejas asesinas, a los musulmanes en general, al azúcar refinada, al año dos mil como fin del mundo o como colapso de la red mundial de sistemas de cómputo. Muchos de éstos son inventados, compartidos o exagerados por la cultura del email o por los medios masivos, responsables también del temor al chupacabras o de que muchos saturen nuestros buzones de entrada como si con ello evitaran que les cobren el Messenger.
El modo en que puedo probarle que son miedos sociales es si responde positivamente a la siguiente pregunta: ¿Ha escuchado a alguien decir que alguno de los elementos mencionados es, será o habría sido responsable del cáncer, la mayor debacle económica de la historia mundial o mexicana, de miles de muertes, de caos absoluto o de la disminución del potencial sexual, adquiriendo la corroboración de la mayoría de los presentes? Aseguro que así ha sido, pues además representan material para las pláticas vanas, por lo que fácilmente generan moda. Con esto no digo que el calentamiento global sea una falsedad, que la mantequilla no sea mejor que la margarina o que el petróleo no vaya a terminarse pronto, sino que estos temas se cultivan y desarrollan infundadamente para desgracia del insomnio ciudadano. La generación de miedo (o el auto-susto) no debe ser un fenómeno nuevo.
En mi cabeza parece absolutamente factible que el primer cavernícola que cocinó con fuego haya tenido que soportar la presión social: “Eso te va a matar”, le habrán dicho sus contemporáneos mientras masticaban carne seca o cruda, lo que es comparable con los presuntos estragos del uso de microondas, que según algunos van desde impotencia crónica hasta pandemias de cáncer. Lo increíble es que ya no vistamos taparrabos sino mezclilla o poliéster o seda, a veces en sus formas más sofisticadas de Prada o Banana Republic. Ello no implica que la mona haya evolucionado como presume: aún podemos verla, mientras llueve, escondida bajo el escritorio cuando retumban los truenos. Frecuentemente, como sociedad, nos aterramos al ver nuestras sombra relampagueante proyectada sobre la pared: son los fantasmas creados por nosotros mismos los que nos aterran. ¿Por qué? Pues porque en mayor medida de lo que gustamos admitir no nos atenemos a argumentos o pruebas sino a instintos, sentimientos y mitos; aún creemos más de lo que pensamos. Quizás el humano que afirmamos ser no sea tan racional como creíamos. ~
Jorge Degetau
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