Friday, 19 April 2024
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Galaxia Gutenberg. Tapiz profundo y polifónico
Cultura | Miguel Ángel Quemain | 27.08.2009 | 0 Comentarios

Angelina Muñiz-Huberman,
La burladora de Toledo,
Planeta, México, 2008.

La burladora de Toledo, de Angelina Muñiz-Huberman, propone un conjunto de lecturas inabarcable por numerosas razones: la complejidad y el trenzado de múltiples temas; la diversidad de recursos que emplea y su significación como forma de conocimiento y reconocimiento del mundo; la capacidad de reunir, abolir, reinventar, crear y relativizar las posibilidades de esa ilusión que llamamos tiempo; la convocatoria exigente y jubilosa de autores y obras en un tapiz profundo de referencias e intertextualidades que van de la cábala hasta el mundo mediático. Referencia primera en este libro es Elena de Céspedes, personaje que yace, mora, en un expediente inquisitorial y es animado por la imaginación de una mujer postrera. Ésta le infunde un alma poderosa e irreverente, actualizada en pleno siglo XX bajo los signos de la dualidad que fue el destino imaginado, burlador, subversivo, conversivo de su esencia doble. Espejo verbal, el tejido barroco de esta novela —empeñada en recuperar el género bajo la lección cervantina— duplica esa dualidad.

Una novela múltiple, polifónica, musical y profundamente plástica. Angelina Muñiz dispone un umbral que ofrece las llaves de varios epígrafes: uno de Montaigne sobre la semejanza y la diferencia; otro de Octavio Paz que es invitación a reconocerse en los otros, en quienes nos dan plena existencia y que no son si yo no existo; uno más de Amoz Oz, que invita a pensar en un mundo donde la brecha entre los sexos termine por estrecharse y se convierta en comedia de errores, donde la creación no sólo sea una herramienta estética sino un imperativo moral mayor y un profundo y muy sutil placer humano.

La sabiduría de Muñiz-Huberman —novelista que no pierde de vista su primera creación narrativa, sus intelecciones de investigadora y académica, su íntima relación con el cuerpo, con la madre, con sus genealogías siempre presentes— se interna en el tapiz de la historia para ofrecer un personaje poco estudiado, un personaje oscurecido por las limitadas herramientas de una historiografía que progresa en la descripción sin identificar las motivaciones que dan vida y actualidad a personajes como Elena de Céspedes y a todos los tiempos que la contienen.

Entra en materia sin miramientos y anuncia el honor, el privilegio y la habilidad de disponer de dos sexos y con ello de la moralidad estética para renunciar a una sola identidad, a la clasificación del género. Trance de la alteridad, dos porciones de una misma necesidad que cruzarán la novela en variadísimas referencias: ricas, complejas y sorpresivas asociaciones que ponen en el presente de la narración tiempos, autores, sensibilidades y una verdadera historia. Emanación que se presiente y se mira como naturaleza bivalente o, mejor dicho, polivalente, a la manera de las situaciones que aderezan el azar, el origen y el contexto de las cosas que se suceden, imaginan y acontecen en la novela. No es fácil entrar en materia frente a la riqueza de esta propuesta.

No es gratuito que este universo se inicie entre las sábanas, en ese saber despertar que es mímesis de la flexibilidad de un gato-gata, animal que se eterniza y acompaña al que escribe y al que lee, y que pone en movimiento sus elásticos músculos “para que despertar ya no fuera una fastidio”, para llevar a cabo una abolición de la rutina y la mediocridad. Advierto que no procederé cruzando la multiplicidad de referencias que vinculan esta novela al pasado artístico de la autora. Me referiré mejor, en la medida de mis posibilidades críticas, al universo exclusivo de este libro que encierra y abre muchos mundos. El mundo de la historia La autora ha explicado en algunas entrevistas el origen de esta novela, ha expresado su gratitud con quien le abrió sus detalles, y cuenta sus indagaciones sobre una mujer del siglo XVI que fue sometida a las crueles y metódicas inquisiciones de un aparato burocrático que creyó representar y defender la voluntad de Dios en la Tierra. El personaje es Elena de Céspedes, una esclava que queda libre a la muerte de su ama, toma su nombre e incursiona en las carreras de medicina y sastrería, y cuya vida se vio signada por el tránsito entre dos sexos, sin que sepamos a ciencia cierta si se trató de un caso de hermafroditismo o si burló sagazmente, eficazmente, a los inquisidores sobre la realidad de su sexo.

Cualquiera que sea la verdad, las verdades que se consignan puntualmente a lo largo del texto, lo que importa aquí, me parece, es la forma en que la imaginación nutre un accidente documental para instalarse en el territorio de la ficción y construir una forma de la verdad, lejana y diría imposible para los historiadores (hay excepciones como la del San Luis de Jacques Legoff), para una cauda de novelistas que se dicen fieles al transcurso de los hechos y para periodistas que “reconstruyen” realidades históricas apoyados en la investigación documental. Aquí, aunque el material sobre el que se sostiene la ficción es un documento que testimonia la existencia de una mujer del siglo XVI, lo fascinante es la construcción, la creación del mundo interno de un personaje que se muestra infinito en sus posibilidades epistemológicas y en la vastedad de su pensamiento perseguido, callado, sospechoso. No es una novela histórica, es un bordado fino sobre la historia. Es la crónica de un mundo interno que en primer lugar enfrenta el problema del tiempo: el tiempo del recuerdo, la imposibilidad de su medida, pues “sus recuerdos saltaban en desorden y el tiempo se le aglomeraba como racimos de uva que no se sabe por cuál empezar a cortar”.

Pero también es un tiempo del que se ha adueñado y que comparte con el lector: “Se repetía: el tiempo es mío: hago lo que quiero cuando quiero”. Una de las claves formales de la novela que le permitirá, como a Cervantes, proponer cualquier situación que su imaginación le dicte. Como lo hace Cervantes con Lope, este narrador múltiple se queja de la mediocridad, del arribismo, de los falsos y de aquellos escritores e instituciones literarias burocratizados. Si hiciéramos un recuento de las observaciones, un buen cúmulo de páginas se refieren a ese mundillo literario narcisista y sobrevaluado. Una novela-novelo sobre el arte de la interpretación La medicina —otro de los ejes temáticos del libro— es una disciplina que está entre lo artístico y lo científico.

Diagnosticar es otro ejercicio interpretativo cuyo poder reside no sólo en quien lo practica sino también en quien lo consulta. Valdría la pena volver a ese texto extraordinario de Levi- Strauss, El hechicero y su magia, para entender cómo está construido el poder fascinante de esta cirujana que aprende humildemente de Mateo Tedesco, un personaje que “tenía ideas diferentes a las del resto de sus colegas y esto le había creado problemas”. Era un hombre apegado a los libros de Maimónides, un hombre de mundo que desconocía las fronteras geográficas y conceptuales, un transfronterizo como elena-eleno-angelina. Se debatía entre la palabra y la vida, la verdad se dividía entre lo comprobable y lo imaginario. Certeza de poeta donde el reino de la ambigüedad se instaura de modo irremediable, y tanto que las definiciones no sirven de mucho.

Creía, producto de su observación, “que el mundo se movía por cópulas”. Hay varias dimensiones de la novela que mantienen su actualidad: la relación entre la ciudad y las mujeres, las posibilidades ilusionistas del vestido que “puede modificar la comprensión del exterior”, la complicidad entre amo y esclavo, las ocultas fuentes internas que se desbordan y la vida escindida de la protagonista, que se guarda celosamente en secreto para que no se convierta en un arma en su contra —la normalidad de un mundo doble que nada tiene que ver con la popular doble personalidad. La vida no sólo es sueño. Lo es, pero sólo para unos cuantos individuos, capaces de filtrar lo real a través de ese mundo cargado de símbolos y metáforas. La vida es apariencia y el vestido es la piel de un cuerpo que bajo esa estratagema engaña al vulgo y a cualquier cercano interlocutor con el disfraz, por lo menos, del género.

Digo disfraz y me remito a una dimensión profundamente teatral de la novela. Me refiero a lo teatral que El Quijote le conferirá a la novela a partir del siglo XVI, convertido en paradigma de esas indagaciones sobre el mundo como un escenario poblado de personajes. La teatralidad, el fingimiento, la ficción dentro de la ficción son ejes siempre presentes al interior de la novela. También lo son otros: el mundo del circo, la dimensión erótica de lo humano y la mediocridad del mundo y los pesares que provoca —una visión no patológica de la melancolía (una antimelancolía que mantiene viva la pregunta sobre el deseo). Se trata de una novela de potente escritura que juega con las épocas y no deja de señalar el dolor / placer de la escritura, su abolición de la moda y la inclinación en cambio hacia lo clásico, que cabalga en su rocín a lo largo de la novela. Su abjuración de la normalidad que no es más que normalización de un mundo borreguil y políticamente correcto, donde la ausencia de las formas de la crítica campea por dondequiera. ~

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