Biblioteca de la Holland House, 1940.
“¡Es que soy hombre!”, respondió
Voltaire, cuando le preguntaron por
qué le preocupaba la suerte de un
hombre torturado por las autoridades
judiciales, y en su indignación resue-
nan las campanas que John Donne
hizo tañer cuando escribió: “La
muerte de cualquier hombre me dis-
minuye, porque soy una parte de la
humanidad”.
Trasladar esta premisa a la fotogra-
fía de la Holland House Library, en
Londres, y decir que con la destruc-
ción de una biblioteca se suprime
una fracción que quedará irrecupera-
ble del conocimiento y de la sensibi-
lidad humanos, puede sonar a
Perogrullo. Pero si meditamos un
poco más detenidamente, esta lacó-
nica verdad oculta una pregunta de
la que aún no sopesamos bien su te-
rrible significado: ¿cuánto de huma-
no hemos perdido con las guerras?
Si la muerte de hombres y mujeres
—jóvenes, ancianos, niños— no tie-
ne otro peso que el estadístico; si la
pérdida de los testimonios de toda
una cultura no nos perturba, ni nos espanta el desva-
necimiento de nuestra herencia intelectual, ¿en qué
bancarrota del espíritu, de la esperanza y de la cultu-
ra vivimos?
Descendientes de todas las guerras del siglo pasa-
do, contemporáneos de las del XXI: tristemente, pero
no por ello menos cierto, hemos perdido la percep-
ción concreta de cuántos son sesenta millones de
muertos, y se nos ha dilatado, en cambio, la manse-
dumbre indolente que silencia el grito: “¡Es que soy
hombre!”. Muchos encuentran en ello un origen del
desencanto colectivo —predominante en la juven-
tud—, de la pérdida de confianza en el poder civili-
zador de la cultura y de las potencias humanas, y es
muy probable que no se equivoquen.
Quizá por eso la fotografía de la biblioteca de la
Holland House produce una doble fascinación: por
un lado, la atracción que ejercen el horror y algo de
absurdo que raya en lo insano: cómo puede ser que
luego de diez horas continuas de bombardeo, más de
cien víctimas e incontables pérdidas arquitectónicas,
tres hombres entren a echar un vistazo tan des-
preocupados y curiosos —las manos en los bolsi-
llos, las rodillas cómodamente flexionadas— a una
biblioteca vencida, agonizante, que entrega a los
tres rapaces lo que sobrevivió de sus tesoros. ¿Tan-
ta puede ser la magnitud de nuestra indiferencia?
Por otro lado, la imagen nos hipnotiza porque
propone también la idea contraria: entre los es-
combros, protegidos sólo por el cielo abierto del
Blitz, tres hombres se aferran a su cultura. Las vi-
gas que cruzan al centro de la biblioteca parecieran
haber quedado ahí para sostener los estantes y que
ellos tres —conjurando el miedo y la amargura con
la curiosidad de sus mentes— rescaten algunas he-
bras del conocimiento que ha sobrevivido. ¿Tanto
podemos confiar, todavía, en que seguimos siendo
parte de la humanidad? ~
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