Si es verdad que el arte —dentro de los límites de lo posible— es autosuficiente, si la obra contiene lo necesario para desencadenar la experiencia estética, ¿por qué el espectador, aun el más facultado, suele interesarse en el trabajo artístico tanto como en su origen y sus circunstancias? (Obras maestras anónimas como el Cid, el Beowulf o los intrincados diseños bizantinos prescinden de su autor, se bastan a sí mismas y nos complacen grandemente, es cierto, pero el descubrimiento de su verdadera fuente podría complementar el gozo que proporcionan.)
Para quien gusta de un cuadro, un poema o una sinfonía resulta en general estimulante y enriquecedor —más allá de la apreciación misma— situarlos en un contexto, desentrañar sus componentes primigenios, apropiarse de ellos desde sus diversos ángulos: la vida del autor y su realidad en el tiempo en que realizó el trabajo, el proceso que derivó en el producto final, el espacio de la factura —un taller, un estudio—, los vínculos aparentes y ocultos entre esa obra y sus contemporáneas… Hay sin duda un placer singular en la indagación de ese trasfondo, un deleite especial en asomarse a la intimidad del arte.
Los bocetos permiten este tipo de atisbos precisamente. Golpes de lápiz, ignición, puntos de quiebra, estallidos, nos llevan al momento justo en que la idea surge, al minuto cero de la creación. El boceto es el instante en que la inspiración, invisible, se aparece y es capturada por la lente del artista; es como una repentina que se gesta en ese punto crítico, en la prueba y el error, en el trabajo arduo.
Por el soplo artístico que alienta en ellos, porque nos ayudan a interpretar lenguajes de otro modo imposibles de concebir sin la tridimensionalidad, EstePaís|culturapresenta en sus páginas, de cuando en cuando, selecciones de bocetos de sus artistas invitados. Tal es el caso de Javier del Cueto.
Reconozca el lector, en los dibujos aquí reunidos, el orden ritual de la escultura de Del Cueto; las secuencias y repeticiones que, en sus orígenes, hacían de este lenguaje una forma de fe; la imitación de huesos animales y la concatenación que sugiere una violencia y la mutación de ésta en ceremonia. Busque los signos que constituyen el código personal de nuestro artista y descífrelos desde su lectura individual. Deléitese en la interpretación de las diversas posibilidades que estos trazos ofrecen, cargados como están de un doble atractivo: son a un tiempo trabajos que aislados interesan separadamente, y son preámbulos, misteriosos y fascinantes como todos los preparativos.
Porque la obra gráfica de Javier es evidencia de inspiración y prefiguración de la escultura en que habrá de convertirse, pero vale por sí misma, estos dibujos destacan como tales y ocupan por derecho propio un espacio en la variada esfera de lo artístico. ~
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