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Beristain y la educación en México
Este País | Miguel Limón Rojas | 01.11.2011 | 0 Comentarios

Recientemente, el ITAM conmemoró el segundo aniversario de la muerte de Javier Beristain Iturbide, uno de sus rectores más insignes y a quien se debe en mucho el notable crecimiento del Instituto en las décadas de los setenta y ochenta y la expansión de su influencia en la vida económica y política del país. Este ensayo, con el que nuestro autor participó en dicho homenaje, da cuenta de la alta visión y la fuerza con que Beristain contribuyó a la educación en México.

Foto tomada de http://www.javierberistain.itam.mx/

Foto tomada de http://www.javierberistain.itam.mx/

La intención de un homenaje póstumo nace de reconocer la estatura que una persona logró alcanzar a través del ejercicio virtuoso que caracterizó sus acciones. Colocamos su imagen en un plano superior y al hacerlo experimentamos la alegría de ser partícipes de lo mejor del ser humano. Nos damos la oportunidad de reflexionar sobre la obra y la misión que constituyen su legado.

Javier Beristain supo entender y valorar la trascendencia del quehacer educativo y entregarse a él desde muy joven. Nadie duda que habría podido destacar en otros ámbitos del ejercicio de su profesión, como de hecho lo pudo acreditar durante el tiempo en el que sirvió al gobierno de la ciudad. No obstante, desde la atalaya que supo construirse, dedicó la mayor parte de su esfuerzo a crear alternativas de formación profesional que pudieran responder a las legítimas aspiraciones de los jóvenes y alcanzar un significativo impacto en la atención de los grandes problemas nacionales.

Poseía las características que son indispensables para un trabajo eficaz en el terreno de la educación: el idealismo que mueve a la búsqueda del perfeccionamiento en común, la imaginación como fuente inagotable de creatividad y transformación, la conciencia que mantiene la mirada en el largo plazo y la pasión que sostiene todo lo anterior y dimensiona la adversidad por debajo de nuestras posibilidades de vencerla.

Dejó construida una obra de singular importancia que sólo pudo ser realizada desde el compromiso, la entrega y la perseverancia en la acción inteligente. Supo aprovechar los apoyos que recibió, destacadamente el muy valioso que le brindó Alberto Baillères para consolidar el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) como un centro educativo de tan destacada calidad académica.

Con la claridad de visión que lo caracterizó, con una mente bien organizada y con la capacidad para creer en las personas, especialmente en los jóvenes, convocó a un gran número de académicos y profesionistas brillantes que bajo su liderazgo hicieron aportaciones de la mayor relevancia en las diversas disciplinas a las que se dedica el trabajo académico del ITAM. Quienes tuvieron el beneficio de su magisterio reconocen en él un ejemplo de vida y la generosidad para acercarlos al conocimiento e impulsarlos mediante la disciplina y los buenos hábitos al logro de una formación humana integral. Con el amor y la imperturbable solidaridad de su compañera y de su hijo Francisco Javier, Beristain dedicó su poder creativo a un quehacer que demanda genuina vocación para sembrar y cultivar sin desmayo, al margen de toda ansiedad cosechera; mantuvo la actitud de quien sabe aceptar que en este terreno los frutos tardan en llegar y además no nos pertenecen. El hecho de haber trabajado incansablemente por la educación le permitió reafirmar en la última etapa de su vida la convicción de que la materia reclama enormes esfuerzos a fin de que nuestro país construya la fortaleza humana y social que requiere para poder aprovechar su enorme potencial en beneficio de las nuevas generaciones.

Al recibir del ITAM el doctorado honoris causa, nos recordó “que la fragilidad de las instituciones, la inmovilidad social y la desigualdad, la improductividad de los factores de producción, el deterioro del ambiente, la indiferencia frente a la impunidad y la corrupción, la debilidad de la sociedad civil, la intolerancia de lo distinto son […] algunas de las consecuencias de que la gran mayoría de los mexicanos no estén obteniendo una educación de calidad en valores, en aptitudes, en actitudes y en conocimientos”. ¿Cómo lograr que a través de la escuela —se preguntó— se transmitan valores como el amor a la verdad, la responsabilidad personal y social, la búsqueda de la excelencia y el espíritu emprendedor? Javier nos convocó a tomar parte ante el reto consistente en que todos los niños y jóvenes de México tengan la oportunidad de recibir una educación de calidad:

Mejorar la calidad es uno de los pocos temas nacionales que involucran a todos, a los gobiernos en sus tres niveles, a los miembros del Congreso y a los partidos, a los medios y a las iglesias, a las organizaciones de trabajadores y a los empresarios, a los padres de familia y a las organizaciones de la sociedad civil, y desde luego a sus protagonistas directos: alumnos y maestros. Mejorar la calidad de la educación no es responsabilidad de un gobierno, ni materia de un programa sexenal; requiere de una auténtica política de Estado que trascienda a los arbitrarios tiempos políticos y a los proyectos cortoplacistas de los partidos.

Fue así que lanzó aquella flecha a cuyo vuelo y destino asoció su convocatoria final. Yo recojo de ella el llamado a aportar cuanto nos sea posible para la construcción de las políticas de Estado orientadas a hacer realidad el principio constitucional que reconoce a todos los mexicanos el derecho a recibir una educación de calidad. Sólo así podremos eliminar esa desigualdad que da origen a muchas otras: la exclusividad del conocimiento. La equidad implica una base de conocimientos en común. Una ciudadanía en ejercicio de sus derechos y en cumplimiento de sus deberes también lo supone.

Las políticas de Estado ya existentes y que se encuentran orientadas a este propósito deben ser reforzadas y renovadas por algunas más que recojan y expresen el compromiso de todos, dirigido a apoyar y mejorar el trabajo que se realiza en la escuela.

Hablamos de políticas de Estado y no sólo de legislación, porque la fuerza del mandato que necesitamos construir va más allá de lo que puede obtenerse mediante la sola disposición de la ley. La política de Estado pasa por la disposición legal, pero implica además, como bien sabemos, un proceso de construcción acorde a las exigencias de la democracia; implica la formación de un ánimo ciudadano, de un compromiso que incluya a las organizaciones y a los grupos diversos, especialmente a aquellos cuya voluntad resulta esencial para lograr el acuerdo general fincado en una visión de largo plazo. Una parte importantísima de nuestra atención debería centrarse, si queremos ser eficaces, en el método adecuado para la construcción de ese gran acuerdo: transitar por un debate delineado a partir de la ética del interés público que como tal incluya la opinión y posiciones de los diversos grupos que deberán plantear su visión, defender sus convicciones y formular sus propuestas. Unas y otras deberán estar subordinadas al derecho de todos a recibir educación y a la satisfacción de ese derecho; hay que quedar por encima de exigencias provenientes de intereses parciales que hoy se muestran irreductibles, o de posiciones de fuerza desprovistas de sustento racional y de auténtica legitimidad democrática. Es indispensable, además, que los partidos políticos coloquen los aspectos esenciales de esta materia por encima de la disputa por el poder. Esta confusión es profundamente nociva. Es demostrable que el genuino interés gremial y laboral es altamente compatible con este principio. No es racional depositar un cúmulo de esperanzas en la materia a la que asociamos el porvenir deseable sin asumir los compromisos que a cada quien corresponden.

Al tratarse de educación, lo importante coincide con lo urgente: colocarla por encima de los apetitos inmediatistas de toda índole. Es éste el mínimo que la educación no se ha cansado de exigir: contar con las condiciones que le permitan producir los frutos que de ella se esperan.
Siempre he pensado que los logros que como país hemos podido alcanzar están asociados a los momentos en los que la educación ha recibido un impulso decidido por encima de pequeñas o grandes mezquindades. Nuestras carencias de diversa índole tienen que ver, por el contrario, con lo que en congruencia y determinación le hemos escatimado.

No siempre se aprecia todo lo que la educación aportó para que nuestro país pudiera alcanzar la democracia ordenada por la Constitución de la República. La apropiación del conocimiento y la formación de un criterio autónomo nos permitieron discernir sobre el cúmulo de contradicciones existentes entre la realidad política imperante y lo que el orden jurídico establecía. Fue fundamentalmente el desarrollo de esa conciencia, auspiciado por la educación pública, lo que condujo a los mexicanos a impulsar la transformación del régimen político en el que ella supo y pudo encontrar su lugar. No obstante, como lo sostuvo Beristain, nuestros grandes problemas de hoy están también asociados a las debilidades que no hemos logrado despejar. Hagamos entonces posible que nuestra democracia, aunque aún incipiente, considere seriamente las exigencias que la educación plantea a la política para superar cuanto la tiene impedida para desplegarse a plenitud.

Tengamos también presente que las ideas que Javier Beristain nos compartió en aquel emotivo momento se fundamentan en una visión serena, consolidada a través de su larga experiencia. Desde esa visión, los grandes propósitos de la educación no se alcanzan mediante sucesos portentosos ni su concreción deviene del prodigio. No. Las grandes hazañas en esta materia son producto de la gradualidad apoyada en la continuidad ininterrumpida, en la determinación para iniciar lo que a cada actor corresponde y en afianzar lo que otros iniciaron. Esta materia, por sus grandes cometidos, precisa el amparo de la fortuna, pero a sabiendas de que los milagros no suceden: se construyen al filo discreto del cincel y al ritmo incesante del telar. En todo caso sin que la prisa vulnere la alianza imprescindible con el tiempo. Sólo éste distingue a aquello que habría logrado verdadero valor fundacional, como sólo la continuidad asegura los mayores alcances a las decisiones bien cimentadas. De ahí el carácter progresivo que define los procesos de mejoramiento en la educación.

En consecuencia, si estamos dispuestos a dar respaldo a nuestra intención, me parece que debemos apreciar los valiosos activos que el país ha formado con tanto esfuerzo e impulsar por todos los caminos viables la adopción de las políticas de Estado que han de llenar huecos, corregir líneas erráticas, establecer cauces para mejores prácticas y alentar con determinación las transformaciones necesarias.
Todo lo anterior es aplicable a los temas que tienen que ver con el papel de los estados en la prestación del servicio educativo, con la evaluación del desempeño docente y con el funcionamiento de una escuela dotada de autonomía y favorecida por una administración dedicada a servirla.

Al contribuir de todas las maneras posibles a esta causa, la flecha que lanzó Javier continuará su vuelo y con él mantendremos nosotros vivo el sueño que nos impulsa a ser mejores.

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MIGUEL LIMÓN ROJAS es Presidente de la Fundación para las Letras Mexicanas y Consejero de la revista Este País. Fue Secretario de Educación Pública de 1995 a 2000.

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