En uno de los cuadros del pintor camboyano Vann Nath, aparece una larga fila de prisioneros en camino al sitio de su ejecución, un paraje llamado Choeung Ek, a las afueras de Phnom Penh, Camboya. La muerte de éste pintor es una pérdida enorme para quienes claman por una reconciliación post-violencia en Camboya. En honor a este pintor-testigo, presento aquí la serie fotográfica “Restos”, un mínimo testimonio de lo que yo encontré en Choeung Ek, hoy en día un paraje polvoso caracterizado por fosas de donde se ha desenterrado a parte de las víctimas. Un fragmento de los huesos exhumados se encuentran dentro de una estupa budista, monumento en honor a las víctimas del genocidio camboyano, pero la mayoría siguen dentro de las fosas comunes donde cayeron al momento de su ejecución. Las veredas entre las tumbas masivas ahora están cubiertas de flores y semillas regadas por los árboles cercanos. La tierra es compacta, dura, pero de entre el polvo se asoman restos, la evidencia del crimen.
grabación de los sonidos
Acompaño también una grabación de sonidos que encontré en Choeung Ek, para que otros puedan desconcertarse, como yo, ante la presencia de una profunda calma sonora en un sitio testigo de tan extrema violencia. La contradicción de la presencia de sonidos cotidianos—aves, gallos, voces, pasos, el viento creciendo entre los árboles—dentro del mismo espacio que alguna vez fuera escenario del horror, se resuelve únicamente al reconocer que los hechos más atroces se perpetran dentro de la cotidianeidad, en la rutina, en la vida ordinaria y normal.
Lo primero que se nota son los trozos de tela, fragmentos de la ropa que portaban las víctimas al momento de su muerte. Sería muy simple decir que los retazos de tela son testigos silenciosos del acto de muerte. Mirarlos, y saber que una persona ejecutada tocó esa tela, que ella le acompañó en su sufrimiento, le otorga al trozo de hilo una energía memoriosa de la que nunca he sido testigo antes. Esa tela lo vio todo. Ha estado con su dueño en el fondo de la tierra, y ahora la lluvia la fuerza a salir de nuevo, sola, sin ser humano, a gritar la injusticia con su presencia. Cada trozo de ropa insiste en la existencia de su portador, convirtiendo al crimen en hecho indiscutible.
Lo segundo que se nota, cuando uno mira más de cerca la superficie de la vereda, son los huesos que se asoman entre la transparencia del polvo. Uno no atina en describir de qué parte del cuerpo se trata, sólo se nota que en ocasiones los huesos son muy pequeños, de niño. Los huesos no sobresalen de la tierra, sino que se presentan insertos en lo profundo del polvo, no destacan, están tan dentro que no se les podría sacar, son ya parte de la tierra. Planos, aparecen como cortes radiográficos, revelados únicamente por la erosión producida por el andar de quienes caminan sobre esta tierra, por las gotas de la lluvia que cae, en este sitio donde es imposible pisar donde no haya un muerto debajo.
En Choeung Ek persisten las evidencias necias que no se permiten desaparecer, aún cuarenta años después: las ropas y los huesos de los muertos que permanecen, hablando de cómo fueron obligados a arrodillarse ante el vacío, cabezas golpeadas y cuellos cercenados, de cómo cayeron uno a uno, mil a mil, a mano de sus congéneres.