Thursday, 28 March 2024
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El tercer deseo (fragmento)
Cultura | Este País | Claudio Isaac | 01.08.2012 | 0 Comentarios

Crees que estás escapando y tropiezas
contigo mismo.

James Joyce

Mentir. Decir mentiras. Él no estaba en la cama cuando ella despertó. Llevaban semanas distanciándose día a día, con cada gesto, cada suspiro. La víspera del viaje subrayaba la situación. ¿O acaso la provocaba? Ella insistía en que él le estaba ocultando las verdaderas razones para no acompañarla durante esa semana en la capital. Insistía en creer que, de un tiempo a la fecha, él no cesaba de decirle mentiras, de ocultarle lo que pensaba.

El tercer deseo, Claudio Isaac

La noche cintilante dio paso al día. En el denso azul de la madrugada, se encendió un punto luminoso, ambarino: era la ventana de la recámara de Carmen Segura, en el segundo piso de la casa al fondo de la calle cerrada. Al escuchar el rumor del taxi acercándose a su zaguán, bajó las escaleras con prisa y sin detenerse registró la figura de Miguel, tendido bocabajo sobre el sillón principal de la sala, el sitio que había escogido desde antes de casarse como refugio cuando estaba en desacuerdo con ella, cuando estaba enojado, cuando habían reñido y consideraba indigno dormir a su lado. Había algo que la conmovía de su modo inflexible, casi solemne de mantener una fachada de contrariedad como para preservar mejor sus principios, aquello en lo que más creía. Juzgaba que estaba habitado por la gravedad del candor. Pero ahora era ella quien se sentía ofendida y prefería pasar por alto la imagen que le solía provocar ternura en medio del encono.

En la cocina tomó medio vaso de agua y se dirigió a la puerta de entrada. Ni siquiera procuró ser silenciosa en el caminar, no por desconsiderada sino porque adivinaba que más que dormido él fingía estarlo, de modo que ningún taconeo iba a sacarlo de su inmovilidad de bulto. Miguel tenía lo que se llama sueño ligero, y de haber estado dormido en verdad, hubiera reaccionado momentos atrás a los sonidos más leves, desde los pasos en la recámara hasta el abrir y cerrar de cajones y puertas. Él permanecería bocabajo pasara lo que pasara.

Junto a la puerta había colocado su bolso de mano, un maletín y un cartapacio de tamaño mediano donde llevaba ilustraciones pintadas por ella recientemente. Sobre su abrigo, que descansaba en el respaldo de una silla, distinguió una carta rotulada con la caligrafía de Miguel. Sin miramientos la introdujo al bolso y salió con todo su cargamento.

Cruzando la primera calle, pasaron frente a la minúscula iglesia virreinal rodeada de laureles de la India. Los portones labrados no estaban abiertos, pero ya había en la escalinata un hombre barriendo hojas secas con su escoba de vara. Carmen recordó que antes del último viaje para visitar a su padre enfermo en Guatemala se detuvo en el patio de la iglesia a comprar una estampa de San Cristóbal. En la vaguedad de su pobre instrucción religiosa, sabía que era el patrón de los viajeros, y su rostro de frente arrugada y expresión noble en la pintura de José de Ribera siempre le había atraído, al contrario de la mayor parte del arte religioso, que si bien no le provocaba repudio como a tantos de su generación supuestamente insumisa, sí la dejaba indiferente del todo. No podía decirse que profesara una fe convencional por la estampa o lo que representaba, sin embargo deducía que ésta estaba tan imantada por la devoción de los demás, a través de generaciones sucesivas, que alguna carga debiera ya irradiar para el bien de quien se sujetara a ella. Era acomodarle una explicación lógica a un asunto de teología, pero en ese mismo vaivén entre un pulso y otro se encontraba ella.

Del relativo cobijo de la cabina del taxi, en la que cavilaba ininterrumpidamente a salvo de la ventisca de la madrugada, pasó al galerón descubierto de la transitada estación. Sintió el rocío en la cara y querría haber vuelto al calor de su casa, de su recámara, cuando la sacudió, por encima del bullicio, el anuncio de un altavoz comunicando que su autobús estaba por partir. Esperó brevemente en una fila compuesta por personajes disímbolos cuyo común denominador era el halo fresco del recién aseado. Gente arreglada para citas de trabajo en otra ciudad, supuso Carmen. Le tocó sentarse en la primera fila, como siempre prefería, junto a una mujer de pelo entrecano atado en un chongo y un rostro marcado por recias líneas de expresión. Encima de la blusa llevaba puesto un delantal y sobre éste un suéter abierto. Por supuesto, el delantal denunciaba lo humilde de su trabajo. Sobre sus piernas descansaba un paquete de papel estraza que abrazaba con firmeza. ¿Un encargo de sus patrones? Su mirada era acuosa y dulce pero su actitud era, sin duda, reservada. Carmen le encontró parecido con Toña, la cocinera de su abuela, que durante las estancias en su casa, de niña, fungía como nana. Volvió a fijarse en el paquete forrado y creyó adivinar el contenido: son zapatos para su nieta, va de visita y lleva un regalo. ¿Y el delantal? Quizás lo lleva puesto para dar a entender, desde su arribo, que llega a participar en las faenas de la casa de su hija, que no se hace ilusiones.

Muy pronto en el camino, el autobús se detuvo en un retén militar. A Carmen nunca le había tocado uno pero ya se había habituado al hecho de que existieran de tanto escuchar los noticieros en la radio. De escandalizarse había pasado, como el resto de la población en esa zona, a resignarse y tomarlo como cosa del diario. En este caso, al momento en que hicieron el alto total y un par de uniformados abordó el vehículo, lo primero que le vino a la mente fue el paquete de su vecina de asiento y la aflicción que le traería que le rasgaran la envoltura e inspeccionaran su contenido. Pero la pasaron por alto. En cambio, señalaron el cartapacio de Carmen y pidieron revisarlo, haciendo preguntas poco pertinentes: ¿Usted a qué se dedica? ¿Esto qué es? Menos mal que en su estuche con acuarelas, lápices y pinceles no había añadido navajas ni el exacto que con frecuencia llevaba para cortar cartulina. De todos modos, tuvo que explicarse: soy ilustradora, ¿que qué es eso?, hago dibujos para libros, ¿qué libros?, cuentos para niños… Llevo estos originales para mis editores en la capital. Les mostró un folleto. Mire, voy a este evento en la ciudad de México, es un congreso de literatura infantil y juvenil. ¿Por qué habría de interesarles esta retahíla? Sus propias palabras, explicativas, le sonaban fuera de lugar, lastimosamente absurdas, y le restregaban en la cara el meollo de su disputa con Miguel. En un momento dado estuvo a punto de sentirse humillada por tener que verbalizar estas cosas, pero se sobrepuso. El comandante asintió sin que se percibiera cambio alguno en su expresión. Su subalterno, en cambio, esbozó un gesto de bochorno y ambos siguieron, metralletas en mano, hacia los asientos del fondo.

El acontecimiento propició un intercambio de miradas y suspiros entrecortados de alivio entre las dos mujeres. Carmen calculó que de no ser por el retén jamás hubieran cruzado una sonrisa, por más que compartieran asientos durante varias horas. Seguirían siendo extrañas una para la otra pero ya no del todo, quedaría ese instante de comunión que acaso ella recordaría en el futuro, por asociación antojadiza, entreverado con momentos de la infancia en casa de su abuela.

Al reacomodar sus pertenencias, asomó de nuevo la carta de Miguel, la cual decidió ignorar sin siquiera permitirse el ejercicio de adivinar su contenido. Dejó que el encono le siguiera enturbiando la figura de su marido, desdibujándola, lo que no pudo evitar fue que volvieran sus palabras exaltadas sobre el estado de cosas nacional: ¿por qué se nos olvida que antes que nada somos un país singularmente corrupto? Lo fuimos y no hemos compuesto nada, lo seguimos siendo. Pero ahora todo se lo atribuimos al crimen organizado. Como es más cómodo, todo lo interpretamos desde una visión narcotista. Y se incendiaba al soltar la retahíla que enumeraba a los que, al margen de los que distribuyen estupefacientes, pertenecen al conglomerado de pillos que operan porque el país ofrece campo fértil: los gestores del mercado negro, los fraguadores de fraudes y triquiñuelas, los tratantes de blancas, los traficantes de órganos, los ineptos (porque lo suyo también es una forma de corrupción y hasta de violencia), los extorsionadores, los falsificadores, los piratas, los plagiarios, por no mencionar a los nepotistas, los favoritistas y el amplio rango de los líderes sindicales y de los criminales de cuello blanco, también instigadores del comercio irregular. Reducir todo ese cúmulo de actividades a un solo término es narcotista, afirmaba con rara enjundia. Aunque ella entendía el sentido que Miguel deseaba imprimirle, la palabra recién escuchada le había provocado una risa ahogada, le sonaba a neologismo de fanático, y él, con toda su sensatez y su cordura, tantas veces tenía los modos de uno. Tras aquellos esporádicos accesos verbales solía decir que las palabras no eran lo suyo, insistía en que era brusco e impreciso y se disculpaba por ello. Como fuera, contar con su presencia durante el exabrupto recién vivido le hubiera hecho sentirse protegida del todo. Eso le hacía falta constantemente, aunque todavía estaba lejos de admitirlo.

El autobús entró en una zona boscosa de curvas, un ascenso dominado por neblina densa. El conductor bajó la velocidad y encendió las luces intermitentes de un modo tan mecánico que transmitía más que suficiente confianza como para olvidarse ya de la aprensión, dejarse envolver por las nubes y acceder a la siesta que se apetecía. Carmen entrecerró los ojos y repasó una idea que de niña le gustaba cultivar: que todo viaje es ilusorio, que sólo existe una ciudad y un solo grupo poblacional en todo el mundo, que lo demás —países, idiomas, pueblos— es inventado y que una plantilla multitudinaria de tramoyistas y escenógrafos cambia el entorno mediante paneles gigantescos, que son lo que uno ve a través de las ventanillas de un auto, un tren, o incluso un avión. Habría paneles para representar cada tipo de geografía y también proyecciones de imágenes de fondo en movimiento para dar la impresión de desplazamiento, y la gente se cambiaría constantemente de ropa para aparentar ser otra, adoptaría acentos o hablaría en lenguas distintas a la suya, según los requisitos de la alambicada escenificación. Las nubes, vistas desde el avión en vuelo o la niebla como la que ahora rodeaba al autobús no eran sino recursos de la puesta en escena, del engaño monumental. No hay más que una ciudad en todo el mundo, se decía Carmen niña, y sólo un número limitado de ciudadanos, que son como actores de repertorio, prestos a disfrazarse y encarnar cualquier papel necesario. Al parecer la vida sólo puede funcionar así, por artificios. Como en el caso de las palabras poco convincentes de Miguel durante los últimos días, que estrictamente hablando no eran mentiras pero sí estaban sustentadas en convenciones y artificios: a final de cuentas, trampas.

De nuevo las filas, inspecciones, esperas y antesalas: del aeropuerto y su espeso ambiente de limbo al avión, la incomodidad y la pesadez del aire, otra vez el desfile de la escenografía de nubes y la sensación de falso desplazamiento. Aunque nunca dejaba de estar tensa durante el vuelo, Carmen muy pronto se quedaba dormida; sin duda para esquivar lo que más temor le causaba, recién acomodada en el asiento comenzaba a parpadear lentamente y para cuando el avión despegaba ya estaba a medio sueño. Por eso tenía pocos recuerdos de despegues o aterrizajes: se los había perdido por obra de un letargo defensivo, de pura evasión.

Tras un aterrizaje imperceptible, y sin salir aún del trance entumecido, Carmen se sintió arrojada al tumulto de la ciudad inacabable, y, tras el ajetreo de una hora más en el transporte terrestre, finalmente llegó al hotel. En el portal de pretensiones neoclásicas se le acercó un limosnero, extendiéndole el sombrero. No bien pisaba el suelo, la ciudad le ofrecía el lugar común. Cruzando la consabida puerta giratoria, el vestíbulo estaba quieto, silencioso como nave de iglesia a pesar de ubicarse en pleno centro, cada sonido aislado produciendo un eco preciso, campanadas, pasos, un tosido. Ningún vocerío, nada más la sucesión de caras sin expresión o peso específico, caras que, más que destinadas al completo olvido, volverían un poco más tarde, transfiguradas, como piezas del fugaz mosaico que sería su repaso del día, previo al sueño.

El botones que recién le habían asignado la condujo al elevador. Se esforzó por mantener una sonrisa durante el trayecto en ese sarcófago forrado de espejo con tinte dorado. ¿Traeré cambio suficiente para darle una propina? ¿Cuánto será suficiente para que no me dirija una mueca? Como si fuera indispensable que me cargaran el equipaje o que me indiquen cuál es el ropero y cuál la llave del agua caliente. Sus consideraciones se vieron interrumpidas por la visión de su propia imagen reflejada y multiplicada por los espejos. Quién sino yo sería esa mujer con el pelo entreverado en una trenza corta y adusta, vestida de una formalidad que raya en el aspecto de ejecutiva cabal, de sargento marimacho, de colegiala sobrecrecida. ¿Cuándo vine a adquirir esta dureza? ¿Por qué me hice esto? ¿Lo hice para convertirme en el hijo que mi padre siempre quiso para que lo acompañara a los viajes de negocios? Por ser una de las más altas del salón de clases en la secundaria, tratando de ocultarlo un poco para no sobresalir de entre las demás, se había aficionado a usar zapatos sin tacón. Esa elección le duraba hasta la edad adulta y aunada a la tendencia parca de su vestimenta y el modo de recogerse el cabello a menudo le hacía cobrar —de acuerdo a su propia visión distorsionada— un semblante de mujer legítima, le reforzaba el estigma de la esposa obediente que va pareciendo, terriblemente, una especie de madre superiora, una monja en ropa de calle, un palo seco. La verdad era que poseía un aire de guapura lozana, como la de una muchacha despistada que recién salía del instituto. No era más que eso. Pero ella jamás se concedía tal favor. Y ahí estaba, sin su padre, dando la cara por los negocios y el quehacer familiar, esa cara que lucía líneas de expresión ásperas, según su lectura estruendosa de lo que más bien era producto de la grosera iluminación proveniente del techo del elevador, que proyectaba sombras inclementes en el rostro de todo usuario. Carmen no se atrevió a mirar fijo su propia mirada severa, con un destello fue suficiente. Del elevador al pasillo alfombrado del séptimo piso, ahora iluminado por una luz escasa pero cálida, hasta llegar al cuarto. El cuarto la recibió con el olor de tela recién planchada al vapor y una penumbra acogedora. Una vez entregándole la propina al joven uniformado y cerrándose la puerta, se descalzó y se fue a entreabrir las cortinas para asomarse a la ventana. Desde su piso sólo se atisbaban fracciones restringidas de frontispicios y balaustradas, unas cuantas cúpulas grisáceas. La vista que se le brindaba de la ciudad de los palacios era más bien de tinacos herrumbrosos, azoteas y tendederos, lo cual podía ser entretenido de observar. Era temprano en la tarde pero estaba nublado y parecía más un anochecer. Constataba que seguía contrariada con Miguel y veía cómo, bajo el signo de un desajuste en la relación, por mínimo que fuera, cada momento se le contaminaba, en el mejor de los casos los asuntos que se le presentaban le parecían insípidos; en general, le resultaban lastimosos y carentes de sentido. ¿Qué puede haber de sincero o genuino detrás del gesto de mandarme este arreglo floral, con unas rosas a punto de marchitarse, y una tarjeta firmada por el presidente del congreso pero que bien podía haber llegado en blanco? ¿Qué hago aquí?, se repitió de una manera casi mecánica. Dejó la cortina entreabierta y siguiendo el haz de luz del exterior caminó hasta la cama, en la que se echó como si estuviera exhausta, se tumbó bocabajo en un gesto que imitaba, sin que ella se percatara plenamente de ello, al último que le vio a Miguel. Respiraba apaciguadamente mientras de reojo observaba el cuarto de gusto anticuado pero no ofensivo, al contrario: percibía una confortante neutralidad en los candiles de cristal faceteado que colgaban del plafón y las lámparas de noche de cuerpo pesado y pantallas satinadas; claramente era el reino del tapiz, forrados los muebles tipo imperio y la colcha de la cama con el mismo material deslavado y lustroso que cubría las paredes, una tela ornamentada de guirnaldas y medallones sobre matices de verde: en ese diseño minucioso podría concentrar la vista durante el resto de la tarde hasta enceguecerse o perderse en una irrealidad total. Pronto, Carmen se había quedado dormida.

Despertar a deshoras, recién anocheciendo, como en ese momento, siempre le había representado inquietud: desazón y desconcierto. Pero ahora, instalada en una ventajosa negación de su problema más urgente, podía vivir la experiencia de otra manera, como permaneciendo en un entresueño. Por el margen abierto de la cortina se filtraban los brillos azules y dorados de un anuncio luminoso de cerveza Corona. Cerró los ojos otra vez con una leve sonrisa. Jugando a ser un dócil animal de laboratorio, un perro de Pavlov, tomó el aparato telefónico y llamó a servicio al cuarto, para pedir una cerveza fría. Justo cuando una voz le contestaba, recordó el refrigerador portátil que le había mostrado el botones. Se disculpó y colgó el teléfono. Del refrigerador extrajo dos botellitas minúsculas de ginebra y una de cerveza, en recuerdo de sus años de carrera en la escuela de diseño en Londres, cuando muchas veces prefería tomarse un trago fuerte con una cerveza que comer en forma, cosa que le costaba más o menos igual. El sabor combinado del aguardiente espeso con la cerveza la condujo sin rodeos a un túnel del subterráneo en Bayswater. A la salida del andén agitado le había arrojado unas monedas al estuche abierto de un joven clarinetista de barba alborotada y rojiza que apenas armaba su instrumento. Había pensado: ya no me tocó escucharlo, tengo prisa. Avanzó unos cien pasos hacia la salida, de un pasillo a otro, hasta quedarse totalmente a solas recorriendo otro sinuoso túnel con bóveda semicircular de mosaicos blancos. Ahí, de pronto, a medio camino, la habían alcanzado las notas iniciales de una romanza de Gerald Finzi: nunca le había resultado tan desolada esa música dulce, y agradeció con una emoción imborrable lo que brindaba ese joven estudiante que a diferencia de ella, siempre tan protegida por sus padres, pagaba así su carrera.

Carmen se llevó las bebidas al baño y abrió las llaves de la tina. En la vida diaria de su casa se desatendía lo suficiente como para nunca darse un baño largo, mucho menos de tina. En cierta manera de rechazar las pautas aceptadas de la feminidad —una convicción heredada de su madre, que se consideraba contestataria aunque las buenas costumbres de la cuna habían acabado por triunfar sobre su proyecto de rebeldía— Carmen se había sometido a sí misma a una serie de reglas espartanas que solía cumplir como si alguien la estuviera vigilando a cada paso. Todo había empezado hacía tanto que ya sólo aplicaba el hosco modo por inercia, ni siquiera había revisado en los últimos años si aquello seguía significando algo para ella, hoy una mujer de cuarenta. De hecho, la primera en impresionarse con la austeridad y rechazo de los afeites y cuidados era su propia madre, una vez alejada de Simone de Beauvoir y reintegrada a los ideales de Rocío Dúrcal.

Si la neutralidad del cuarto de hotel se le presentaba como algo tonificante, desnudarse y entrar a una tina en un cubículo desconocido y de límites desvaídos por el vapor se convertía en una invitación al anonimato pleno. Desde esa distancia de todo lo conocido, podría meditar su situación a fondo, pero también le sería posible escalar en la evasión, construirse un personaje hipotético con una vida alterna y soslayar la suya durante el resto del viaje. Así, el baño podría pasar a ser la unción que hiciera viable salir al mundo siendo otra, acaso menos saturnina, acaso más grácil, desde luego más liviana de complicaciones.

Hundida hasta el borde de la nariz en el agua caliente, de vez en vez buscaba al tacto su vaso de cerveza y se incorporaba sólo lo suficiente para tomar un sorbo. Consideró la posibilidad de lavarse el pelo y eso la condujo de golpe a una decisión drástica. Se levantó a medias para alcanzar un pequeño bolso de tela donde guardaba implementos para el aseo, de ahí extrajo unas tijeras medianas y sin siquiera mirarse al espejo (que de cualquier modo estaba empañado) se cortó tres palmos de cabello, los que constituían su consabida trenza corta. Con cuatro o cinco tajos bruscos había quedado con la nuca al descubierto. Los trozos de pelo cayeron sobre el piso de loza y ella regresó a recostarse en la tina, sumergiéndose por completo y agitando la cabeza bajo el agua. Si bien con ello procuraba comenzar a ser otra, la noción de haber perpetrado una travesura la mantenía sujeta a su propio ser, la Carmen de siempre.

Al principio, por la mera sensación física, desde pasarse la toalla por el pelo hasta sacudírselo una vez seco, Carmen gozó la novedad y se colocó la bata que proporcionaba el hotel, una prenda sin historia para complementar su paréntesis de amnesia. Se volvió a tirar sobre la cama con ímpetu de adolescente escapada del internado, encendiendo el televisor en busca de alguna banalidad que entonara con el estado de ánimo volátil. Un noticiero refería la historia de una balacera en un retén semejante al que había cruzado por la mañana. Trató de reconocer algún detalle pero desistió, cambiando pronto a un nuevo canal: en éste, se transmitía un documental sobre fotografía de guerra y mostraba imágenes insólitamente personales para el género, tomadas por una mujer reportera, Müller o Miller, creyó escuchar. El impulso primero fue el de hablarle a Miguel y avisarle del programa que le resultaría interesante. Pero dejó que una nueva oleada de rechazo la envolviera y la arrastrara lejos. Tomó un trago largo de ginebra y suspiró hondo. Para evitar el recordatorio, cambió de nuevo el canal y lo hizo precisamente en el instante en que se mostraba a la reportera en una fotografía donde ella se tallaba la espalda en la tina que había pertenecido a Hitler en su departamento de Munich durante los años veinte. ¿Había oído bien? ¿Estaba entendiendo lo que ocurría en la pantalla? Lo único que le quedó retenido en la retina tras la transición brusca de un programa a otro, fue el rasgo anómalo de las botas militares de la mujer al pie de la tina. Por supuesto, la imagen le había reverberado de entrada por tratarse de una mujer en una bañera: sin leer la fotografía en toda su complejidad había alcanzado a quedarse con su desazón y oscuridad. Pero la sentía inverosímil. En tanto espectadora al borde del letargo, se le grabó con el lustre de irrealidad que tantas veces cobra lo fidedigno.

El próximo canal transmitía una película de color desvaído, típica de los años cincuenta. Elizabeth Taylor, con un suéter que le aprisionaba los pechos, exclamaba algo ininteligible. ¿O era Jean Simmons? La pregunta quedó suspendida en el aire porque Carmen se quedó dormida.

Rapunzel, antes y después. ¿Hacia quién iba dirigida la travesura del corte de pelo? ¿Agredía a Miguel? ¿Contemplaba una separación de él más seria, menos dictada por la situación del viaje? ¿O acaso estaba diciéndole a su padre que ya no se montara en su trenza para subir la torre, que no se valiera de ella para sus asuntos?

Despertando apenas unos minutos más tarde, Carmen se sintió un rizo suelto sobre la cara. Se lo quitó con desagrado y trató de revisarse, revisar el estado de su cabellera, examinando su desigual reflejo sobre el cristal de un paisaje enmarcado: entre las hileras de un sembradío de trigo deducía su propio contorno, el pelo castaño claro y cenizo, entretejiéndose con la cosecha pictórica. Le agradaba el efecto de unas cuantas canas cuyo brillo compaginaba bien con su color original. Torciendo el cuello y forzando la mirada en una dirección oblicua, alcanzó a ver cómo había quedado el recorte de la nuca. Mira cómo te tusaste, le hubiera dicho su nana. A pesar de lo sensible que podía ser el tema, a esas alturas de la noche lo tomó con sosiego y pensó que iría en la mañana al salón de belleza contiguo al vestíbulo del hotel, otra experiencia del todo novedosa. Con ese mismo ánimo liviano que sin duda le dictaba el sopor, repasó sus facciones: sus cejas tupidas pero cortas, sus pestañas demasiado claras, sus ojos de color tornadizo, entre negros y cafés, su nariz entre recta y aguileña, sus labios excesivamente finos y con un par de lunares rematando en la comisura izquierda. Le gustó su mentón, le gustó su cuello, la piel de su cuello, sus clavículas formando un isósceles invertido. Volvió a subir la mirada y repasó sus orejas delicadas y, debajo de sus ojos, arrugas simétricas no muy marcadas, no muy profundas, que le conferían expresividad y no estaban del todo mal. Trató de ver el fondo de sus ojos pero las líneas del paisaje al que se superponía su cara reflejada se lo impedían.

De repente un peso incómodo se le agolpó en los hombros, le acalambró los brazos y le oprimió el pecho. Reconocía los signos de añorar a Miguel y por fin se pronunciaba la aflicción ante lo incierto de su circunstancia. Y ahora, lejos de él, la alteración de los días pasados se redoblaba. ¿Qué hago aquí?, se volvió a decir. Su padre, convaleciente de una larga enfermedad ventricular, la había presionado para ir al congreso en su nombre. “Tú has estado involucrada en los dos libros que se van a presentar, tú hiciste las ilustraciones, como tantas veces antes; hemos trabajado juntos casi veinte años, y, caramba, Carmela, Carmelita —como la llamaba en una modalidad de mimo que ella nunca celebró— eres mi hija, no veo por qué no pudieras ser mi más apta representante”. Se lo había dicho por teléfono y lo que persistía de la conversación era un tono de súplica dramatizado por su voz corta de aire, algo que a Carmen le preocupaba e irritaba al mismo tiempo. Ante ese combate de emociones había quedado paralizada: no sólo había sido incapaz de contestarle que no quería ir, sino que había callado también su deseo de dejar de trabajar para él, al menos por un semestre, descansar un tiempo de ser su ilustradora en exclusiva, tener un respiro y, sobre todo, intentar escribir ella misma una serie de cuentos para niños, tenía ideas germinando de años atrás y sentía esa deuda consigo misma. Le inquietaba resolver si era capaz de llenar las exigencias de la autora de un libro por sí sola, aunque simultáneamente, en su entraña más franca, se sentía soberbia y pretenciosa por aspirar a ello. ¿Cómo podía llevar su rebelión hacia fuera si no la tenía asumida en el corazón?

La frustración acumulada de no haber hecho el planteamiento, de no haber confrontado a su padre, había generado un ambiente ríspido con Miguel, quien a pesar de sus mejores intenciones y sin necesidad de palabras la hacía sentir como una niña amedrentada por la figura paterna. Pronto, tratando de recomponer las cosas, ella había tramado que asistiría al congreso en aparente obediencia pero aprovecharía la ocasión para llevarle a los editores de Plaza y Molina, viejos amigos de la familia, sus propios manuscritos, o, al menos el primero ya terminado, “Rosa la miedosa”, que era un relato sobre el miedo a la oscuridad, una niña que lo padece y padece tener que admitírselo a sí misma y confesárselo a los adultos, y mediante un recurso de la propia imaginación que le alimenta el miedo acaba dejándolo atrás. La historia, sin mayores pretensiones, poseía lo que ella consideraba un latir interno, un corazón propio, y deseaba aprovechar su fe en ella para dar ese paso liberador largamente postergado. A Miguel le había cautivado que el proyecto surgiera y fuera tomando cuerpo pero no le parecía sano ni pertinente que Carmen evitara encarar a su padre, era como sacarle la vuelta a una responsabilidad: extender las alas y extenderlas bien, decía. Aun sabiendo que Miguel no aprobaba el modo en que pensaba ejecutar la maniobra, ella le pidió, casi le imploró, que la acompañara al multitudinario congreso. En su nerviosismo pasó rápidamente a adornar el plan diciendo que hacía tanto que no viajaban juntos, que él podría reestablecer contacto con los museos de la capital que solían encargarle trabajos, en fin, que la andanza podía cobrar los rasgos de una vacación compartida, con algunos asuntos de trabajo a solucionar. Pero, sobre todo, que ella requería del apoyo moral que sólo él podía otorgarle. A él no le pareció procedente la propuesta y menos la imploración con tonos de endecha, no quiso explicitar sus razones porque pensaba que Carmen debía descubrirlas por ella misma, de lo contrario estaría actuando en el plano aleccionador y dominante de Lázaro Segura, su padre. Esto, que contenía un alto grado de pureza como gesto, resultó poco claro y nada pragmático, y ella lo tomó como un rasgo de cerrazón y vanidad de su marido; por más que él trató de dejar evidencia de que estaba feliz con su decisión de presentarle un libro a los editores y perseguir su publicación, por más que quiso manifestar su apoyo ante eso que ahora buscaba hacer, ella lo interpretó como una traición por egoísmo o celos y no pudo sino ofenderse y para justificar su actitud le añadió toda esa especulación sobre razones ocultas, sobre mentiras y falsedades. Miguel sugería la importancia de confrontar a su padre antes de cualquier otro paso, y ella argüía que todo sería más sencillo aprovechando el entusiasmo que pudiera generar la aprobación del primer proyecto por parte de sus editores. Además, agregaba, no tengo que pedirle permiso a mi padre, eso sería darle por su lado. Ahí parecía estar en lo cierto, pero Miguel la conocía mejor que eso, sabía que estaba evadiendo su propia naturaleza ética y que luego le vendría un remordimiento que incluso podría llevarla a retroceder, a flaquear en sus intenciones finales. Sabía que el punto no era pedirle permiso pero sí actuar abiertamente porque hacerlo con ocultamientos iba a representar un mal comienzo, le impediría el plante con el que le convenía inaugurar su nuevo ciclo. Pero esto ya nunca se lo aclaró, se mantuvo parco, reservado, a distancia respetuosa, según él. Un testigo molesto, según ella, un mentiroso, dedicado a traicionar la complicidad que se debían. Capricho, obnubilación. Estaba aún lejos de ver lo que había detrás de la postura de su marido.

En el fondo, Lázaro podría haber considerado que la voluntad de su hija no representaba necesariamente una escisión sino que era algo que se prestaba a verse como un tributo a él, un reconocimiento, ya que ella estaría continuando un legado, siguiendo su ruta. Sólo que seguir su ruta sin llevarlo a cuestas, ¿acaso ese matiz invalidaría la aspiración a sus ojos?

Miguel llevaba tiempo considerando que, por supuesto, la capacidad de referirse a su padre, de vez en cuando, como un viejo cabrón era un primer paso meritorio pero urgía que ella desempeñara el exorcismo completo. De hecho, la condición intermedia era peor que la de la inconsciencia total o la incondicionalidad a la ley patriarcal. Al reconocerlo estaba obligada a cambiarlo, esa era la congruencia que Miguel demandaba, sabiendo que lo que a ella le resultaba más a la mano era tildarlo a él de moralista o acartonado. Hacía décadas, desde la salida de la adolescencia, que Carmen había dejado de venerar la figura de Lázaro Segura, el celebrado escritor de libros para niños y jóvenes, y de hecho llevaba muchos años reconociéndole los mismos méritos que el mundo le atribuía pero burlándose en privado, con alguna prima o amiga cercana o, frecuentemente, con Miguel mismo, calificándolo alternativamente de sátrapa, megalómano o de pelmazo, el calificativo menos grave pero más hiriente, a todas luces. Pero ese mismo ejercicio de sarcasmos actuaba en su contra, posponía su enfrentamiento y subsecuente independencia ya que tras reír y reír con ganas la presión se atenuaba y así, con el paliativo de la burla, lograba evadir por largas etapas la carta perentoria, la llamada o el encuentro en Guatemala que pusiera a Lázaro en su lugar y ya sin retraso colocara a Carmen Segura en su propio camino, con sus propios tropiezos y metas. Entre todas las dudas que le surgían, su mismo nombre, sobre todo a la luz de esto que era inaplazable, le parecía tan inapropiado y tan ridículo. Nada de Segura: Carmen temblorosa, Carmen titubeante. Tal vez Lázaro ni siquiera era un hombre engreído o un padre opresivo, tal vez todo era efecto de que ella zozobraba ante cada decisión. ¿Era que la paralizaba también una culpa por haber aprovechado a lo largo de su carrera una serie de ventajas, incluso económicas, que le brindaba el nexo con el bienamado autor y su obra renombrada? ¿Era que había aceptado que esto le abriera puertas? El fenómeno de Lázaro y sus libros no era comparable a algo tan popular como el atractivo de una estrella de la televisión o cosa por el estilo, pero en una escala más modesta sí contenía ingredientes de fama y notoriedad, de tal suerte que a ella le tocaba ser algo así como la única descendiente de un Santaclós de importancia local, que a varias generaciones les despertaba una sensación de pertenencia y arraigo, le atribuían parte significativa de su educación sentimental. Lo cierto es que Carmen sí gozaba de ciertos privilegios profesionales como hija y colaboradora de una institución en el mundo editorial latinoamericano, pero la puerta principal no sólo no se le abría sino que se le cerraba en las narices con frecuencia, se le negaba el reconocimiento de ser, simplemente, ella misma, no la hija de Papá Noel o alguno de los Reyes Magos. Sin embargo, al mismo tiempo, en alguna medida, ser esa heredera singular le traía un prestigio incalculable.

En ese sentido, contra lo que alguna vez había predicado su madre con parcialidad asombrosa, ser hija y mujer no conllevaba solamente una penalidad sino que posibilitaba una excusa: sólo como tal podía concebirse su situación y justificarse que a su edad no se le hubiera sublevado a Lázaro. Así podía justificar, en tantos temas, sus acciones u omisiones: desde permitirse rasgos de personalidad infantiles sin cargo de conciencia hasta retrasar indefinidamente los proyectos vitales. Todo tenía un doble filo. Podía darse el lujo de ser ascética, austera o bien entregarse a preocupaciones en torno a las cremas para la cara o los tintes para el pelo, si así lo deseaba. En caso de querer ser indulgente tenía licencia para ello por ser mujer. En cambio, observaba a Miguel lidiando con la incipiente calvicie, por ejemplo. Siendo hombre le estaba vedado salirse de sus casillas, quedaba obligado a ser ecuánime y restringir la proporción del hecho por más desconcertante que le resultara día a día frente al espejo. Y, a su vez, gracias al género, ella podía permitirse que, cuando la llegaban a abrumar las reflexiones sobre el curso de su vida, le diera por cubrirse con alguna expresión ñoña de supuesto ingenio, saliéndose por la tangente, como si la autoironía fuese la cura final. Miguel, que apreciaba tanto la aparición del humor en el rostro de su mujer, se quedaba descarrilado, sintiéndose fuertemente desengañado cuando ella escogía la ruta de lo fatuo, cuando sonreía y repetía: “Ni modo, admítelo, mis titubeos tienen encanto gracias a los dos lunares que acompañan mis muecas de duda”, y se señalaba la comisura de los labios. Pero la posibilidad de irse por la tangente se había gastado, y tocaba enderezar varios renglones de su vida, empezando por lo relativo a su padre.

En su maniqueísmo acostumbrado —que por la mansedumbre de Carmen adquiría tintes de perversión, acaso sin contenerla— Lázaro era capaz de tolerar lo que él mismo consideraba una falta, con tal de adquirir un margen para maniobrar y cometer él mismo faltas o injusticias mayores. Así, con todo y su escrupulosidad despiadada, de repente permitía que Carmen le entregara menos ilustraciones o que modificara el diagrama original de las mismas, sobre todo cuando planeaba algún movimiento en el futuro próximo donde le iba a aplastar de un manotazo las demás iniciativas. Pero así era el hombre en general, manejándose por una especie de instinto de poder, una ley de la selva de la que poco estaba consciente y que le otorgaba los resultados deseados, así había procedido en sus contratos editoriales, en sus conquistas laborales, o durante su matrimonio con Rita, la madre de Carmen, y así lo hacía ahora con la mujer en turno, Dolores, previsiblemente una admiradora de su trabajo, más joven, guapa y que fungía como secretaria y enfermera devota: para tenerla bajo control de vez en cuando le daba la razón en algún reclamo, le soltaba la correa, por decirlo así, pero únicamente para después acogotarla, arrinconarla a través del remordimiento o la inseguridad. Aunque las reglas de este régimen sólo se le revelaban a medias, borrosamente, a Carmen la mantenían asustada por dentro, con la guardia en alto. No llegaba a sospechar que en Lázaro no había malas intenciones sino hábitos viciados, su proceder era como un modo de acompasar la respiración, era ya como un movimiento reflejo y ella, pasiva, contribuía a prolongar su ceguera.

En los meses que acompañaron el proceso de su divorcio, Lázaro se había dejado crecer una abundante barba blanca. Sin duda alcanzó pronto a percatarse de que era ya el colmo asumir así el disfraz de patriarca benigno, y se rasuró a tiempo, procurándose un aire más juvenil que le vino bien para iniciar una campaña en la seducción de Dolores, a quien recién había conocido. Pero ese intersticio de su vida lo había expuesto ante Carmen como alguien un tanto desesperado, un tanto patético, y le había mostrado aspectos lo suficientemente ambiguos y preocupantes como para guardárselos en una gaveta del inconsciente, no olvidados pero sí lejos de lo visible, de lo cotidiano: desde sus primeras citas, Lázaro comenzó a llamar a Dolores con el diminutivo de Lola, lo cual a un tercero le parecería de lo más natural, pero a Carmen le sonaba demasiado cercano al uso que con ella hacía del sobrenombre Carmela. Algo en la boca de Lázaro (ya sin barba blanca) al pronunciar las eles, ya fueran en Lola o Carmela, dotaban al hombre de una carga que le parecía francamente obscena. Lola, Carmela, nombres de resonancia común, propios para la zarzuela grotesca de su padre. Consideraba que en cuanto a Lola se le podía decir viejo verde, libidinoso; respecto a sí misma, aun dejando el abc del freudianismo, el término indeseado pero inevitable sería muy próximo al incesto, según calculaba en una exageración de las evidencias. Era difícil de precisar pero por ahí flotaba, como una nube amorfa. Y le resultaba repelente. Luego pensaba que si lo lograba sobrellevar era porque, una vez más, calculaba que el impacto de tal impresión podía desprenderse de su apocamiento ante él. Se retractaba del mismo modo fulminante en que llegaba a esas conjeturas.

En un plano del todo distinto, el reto para los planes de Carmen subyacía en el hecho de que en cuanto al oficio en específico, Lázaro Segura no era fraude alguno, era dueño y señor de su campo, como autor de una treintena de libros, todos consistentes y verdaderamente memorables por su imaginación abierta y su capacidad propositiva, nunca del todo desprendida de una invitación a la irreverencia, rasgo que acababa siendo irónico, dado el control que ejercía en su entorno, y el efecto de deificación de sí mismo que fomentaba por lo bajo, mientras al exterior se mostraba modesto y sencillo. Pero, sí, con todo lo cuestionable que podía ser la persona, arrogante o tantas veces ególatra, como autor no se podía más que admirarlo. No dejaba de ser curioso que, admirando al pedagogo Bruno Bettelheim, le gustara tanto repetir una frase precautoria suya (la pronunciaba tanto en reuniones familiares como en ruedas de prensa y entrevistas) que ilustraba al igual su propio caso: “El narcisismo, esa peligrosa forma de sentirse implicado en todas las cosas”. Ese hábito suyo de inmiscuirse en todo asunto como si no tuviese nada más que hacer no sólo mantenía en alerta a Carmen sino que le producía una íntima decepción; más allá del prurito de controlarlo todo, le parecía que indicaba una distracción anodina de su parte, un signo de comadrería impropio de un hombre de sus alcances. ¿O sería que, en una devoción pueril por su padre no le perdonaba flaquezas? ¿Sería otro signo de su propia inmadurez? Lo indudable era que, más que competir con ella, su padre se delataba como narciso en no querer que ella se desarrollara y así conservar una noción de que él no envejecía. Mejor que se vuelva a dejar la barba blanca y todos asumamos nuestro papel, se dijo con cierta impaciencia.

Sabía bien que en salones y cantinas cercanas, en casas de autores connotados y editores amigos se estarían desarrollando fiestas y convivios divertidos, bullicio con motivo del congreso. Daba la media noche y dormirse le parecía un desperdicio. Trepidaba en ella una indudable agitación traída por el viaje en conjunción con el desorden emocional que había con Miguel. Se mantenía vivo el capricho de hacer una rapazada pero la energía iba faltándole. La ginebra, que había propiciado alguna combustión, ahora contribuía a un efecto de pesantez. Descartaba salir a esa hora, pero decía: estoy sola en la ciudad, por lo menos he de desvelarme. Qué manera pobre de malportarse. Estaba cansada pero la animaba a seguir despierta el hecho de que en casa el sueño ligero de Miguel la había condicionado a acostarse y ya acostada quedarse quieta como momia egipcia, de lo contrario, él le preguntaba: ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? ¿Ya se te fue el sueño otra vez? Hoy no deseaba permanecer boca arriba y con los brazos cruzados sobre el pecho, invocando el reposo.

Con todo, la historia del sueño ligero de Miguel tenía un origen noble: de niño le habían regalado un cachorro que pronto había contraído un virus devastador. Durante un arduo periodo, había sacado adelante al animal a base de cuidados puntuales que, sobre todo, requerían que él estuviera al pendiente de sonidos y alteraciones mínimas a lo largo de las noches de la enfermedad. Su capacidad de reaccionar a las necesidades del perro, de encontrarse presto, lo salvaron. De todas maneras se malogró, murió cachorro, pero como consecuencia del ataque de los perros desquiciados de un vecino. Este rasgo de alerta ya nunca abandonó a Miguel, y su aplicación útil reapareció imprevisiblemente, cuando salía de la adolescencia y su padre sufrió una hemiplejia. El hombre duró varios años en un sutil balance entre la vida y la muerte, un largo tiempo en que, naturalmente, Miguel fue quien lo asistió con regularidad y se encargó de los cuidados en el entorno doméstico. En esa etapa se sellaron tanto una vocación de diligencia afectiva como su incapacidad para perderse en el sueño profundo como los demás; sus oídos entrenados respondían aun al cambio de ritmo en una respiración. Era su virtud y su condena. Y, no, no era una virtud aislada e inútil que lo presionara como un torniquete, era algo afín a su índole: un hombre considerado y bondadoso, atento a lo más esencial en los demás, lo que les ilusiona, lo que les hace falta. Un valioso complemento para las necesidades particulares de Carmen, quien reconocía todo esto en él y por eso mismo le confundía y todavía le lastimaba más el que no la hubiera querido acompañar en esta ocasión en que tanto sentía requerir su presencia.

Aunque era previsible que muy temprano al día siguiente la avasallara la entrada del sol, ya no tuvo disposición de levantarse a cerrar las cortinas. No pertenecía a la estirpe de los previsores y de alguna manera estaba orgullosa de ello. Entreabriendo los ojos con esfuerzo, alcanzó a ver a la que, ya sin dudas, era Jean Simmons, perdida en un terrenal del campo mexicano. En la escena un anciano arriero la despedía con aspavientos forzados y le decía: “Vaya con Dí-os”. Con esa bendición dicha en el acento artificial de una película norteamericana de los cincuenta se quedó definitivamente dormida. Eran apenas las doce y media. ~

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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: a mediodía, Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño.

* Este es el primer capítulo de la novela El tercer deseo, de Claudio Isaac, recién publicada por Juan Pablos Editor.

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