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Sexo reflexivo
Cultura | Erotismos | Este País | Andrés de Luna | 03.06.2012 | 1 Comentario

Filósofa y matemática, Hipatia (370-415) era de origen egipcio. Al parecer hermosa y de inteligencia proverbial, se entregó al amasiato con el conocimiento. Al Ser Divino que ella concebía lo llamó “Uno”. El ensayista Jeremy Weate escribe que:

Cuando un discípulo se apartó del camino hacia el “Uno” y se enamoró de ella, Hipatia colgó una prenda de su ropa interior sucia delante de él y le dijo: “Esta soy yo. Esto es lo que amas”. Y a partir de ese momento él se convirtió en un alumno ejemplar.

Alejandría era un centro de discusiones filosóficas y humanísticas, de ahí la importancia de Hipatia. La anécdota en la que aleja a su pretendiente es ejemplar. Ella de seguro le mostró la túnica interior que llevaban las mujeres debajo del peplo, que era la vestimenta exterior. En esa tela de seguro se habían quedado residuos provenientes de las excreciones y las secreciones. Debe tenerse en cuenta que la higiene en esos tiempos era un asunto difícil, sobre todo porque se carecía de papel higiénico, toallas sanitarias y todo aquello que forma parte del aseo corporal en nuestros días. Mostrar la suciedad o la impureza orientaba los hechos a través de una realidad que, sin ser vergonzosa, era una demostración de un organismo con funciones fisiológicas que se oponía parte a parte a la divinidad, al menos como la conceptualizaba la filósofa. En otro momento, un fetichista, tal vez, le hubiera arrancado esa prenda íntima y la hubiera atesorado. El discípulo aceptó la demostración y se entregó a la voluntad del “Uno”. También habría que pensar qué tanto le mostró Hipatia a ese hombre que, luego de semejante acto, clausuró sus intenciones.

En cambio, Jean Paul Sartre era un rebelde. Conocía las potencialidades de su inteligencia monumental. Feo, estrábico y sin aparente atractivo físico, el autor de La náusea desafiaba los cánones de higiene y se embriagaba con sus propios hedores. Anhelaba los vapores insanos que exhalaba su cuerpo, con los que se demostraba que la seducción y el deseo eran compatibles con semejante hecho. Sus alumnas se entregaban en cuerpo y alma al filósofo sin importarles la miseria odorífera a la que quedaban sometidas.

¿Actitud iconoclasta? Eso lo pensaba el gran humanista.

En tanto que el ahora redescubierto Georges Palante, quien cometió suicidio en 1925, fue una encarnación del espíritu de los filósofos cínicos. Michel Onfray en su libro Fisiología de Georges Palante (Errata naturae, 2009) escribe, desde la centuria actual:

Me enterneció como alcohólico, jugador de póquer, aficionado a las chicas de puerto, profesor abucheado en un instituto de provincia, corrigiendo los exámenes de bachillerato en un burdel; me sacó la sonrisa como cazador miope que falla sus presas en la landa bretona, caminando sobre la costa pedregosa, durmiendo en la playa. Me conquistó flanqueado por sus perros, o por su iletrada compañera, antigua empleada de prostíbulo, o como misántropo, no muy limpio, viviendo en medio de sus libros, sus papeles, sin tener una sola edición de sus obras.

Palante fue uno de los mayores estudiosos de Nietzsche y un hombre que vivió a la deriva en medio del tejido cotidiano que lo devoraba. Inestable y en el punto límite entre el vagabundo y el pensador sabio, el humanista dejó que la corrosión de los días le replanteara la existencia. Comía lo que estaba a su alcance y se satisfacía con las jóvenes, maduras o ancianas que encontraba en los burdeles cercanos. El baño diario o los productos de limpieza estaban olvidados. Prefería lo silvestre, la pestilencia que alerta lo humano y desvanece la convivencia para entregarlo en manos de un desorden cínico, en el mejor sentido de la palabra. Además, Palante, si algo amaba, era la filosofía y sus canes, en ese orden jerárquico. El sexo para él consistía en algo pragmático, en una necesidad que debía satisfacerse una vez que los genitales se lo mandaban. Una erección era una orden que solicitaba unas cuantas monedas para resolverse. Viejo borracho, antes de matarse solo asistía a los burdeles para observar el movimiento, para recuperar los vahos sórdidos de esas entrepiernas femeninas que en su falta de higiene retaban al deseo. Universo decadente sin más, Palante formaba parte de todo esto. Él se hubiera muerto de la risa de la prenda exhibida por Hipatia. La ropa exterior y, de seguro, la interior del nietzscheniano eran una inmundicia. Desde luego que esto de ningún modo indica que todos los filósofos deban asistir al festín de la mugre o que se complazcan con ella.

También habría que recordar que la hermana de Nietzsche condenaba el vínculo de la Santísima Trinidad constituido por el poeta Paul Rée, Lou Andreas-Salomé y el propio Friedrich. Triángulo sexual que escandalizaba por su apertura y libertad, en tanto que la “hermana siniestra” hablaba de la “inmundicia de esa mujer. Ella carece de la más mínima noción de higiene y se complace en hacer extensiva esa condición a sus amantes”. Nunca aclara esa maléfica señora en qué consistía la “inmundicia”, si era de orden moral o de orden fisiológico. En la pésima película Más allá del bien y del mal (1977) de la realizadora italiana Liliana Cavani, lo más que ilustraba el filme era que la mujer, en un momento dado y en medio de una tregua erótica, orinaba en un aguamanil destinado al aseo corporal.

El cuerpo es un receptáculo de toda clase de insistencias olfativas, para algunos es un templo y para otros un basurero. Tal vez ambas ideas estén en los umbrales de la descalificación, pero en ambas nociones aletea el gusto por la conciencia de lo que es y de cómo funciona el organismo vital. En el primer caso se limpia y se le asea meticulosamente para entrar en armonía con el otro. En el segundo, es el desafío lo que está presente. Personajes lúcidos, inteligentes sin la menor duda, han pretendido “herir” a sus conquistas con los aires pútridos de sus cuerpos. Incluso, la crítica de arte Catherine Millet quedó fascinada ante un escritor —y al parecer filósofo— del que reserva el nombre, que era incapaz de cepillarse los dientes, de lavar sus axilas o de mantener pulcro su orificio anal. Ella se sentía arrobada ante los poderes de ese ser de aspecto y aromas nauseabundos. Millet se entregaba a la cópula y salía satisfecha luego de esos combates en donde la mugre era un convidado esencial. El deseo puede tener esos poderes, aunque si uno se planteara semejantes retos terminaría más cerca del vómito que del éxtasis. Pero, cada caso es distinto y cada personaje busca aquello que le permite su conciencia. Desde luego que resulta grato navegar en aguas perfumadas y con olores en donde el agua y el jabón hayan hecho su labor. Entonces, desde una perspectiva, es posible tocar, olisquear, lamer o probar lo que sea. Aunque debe reconocerse, sin que se descalifique semejante actitud, que existen quienes se abisman en esa otra zona y salen privilegiados de ese contacto. Es posible que en esa oscilación entre el cuerpo sucio y el limpio mucho tengan que decir los filósofos. Mientras tanto hay que suspender el texto para darse una buena ducha. ~

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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), y su última publicación: Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011).

Una respuesta para “Sexo reflexivo
  1. Luz Mery Benavides dice:

    Muy interesante, pero habría que ver si ese manejo de la suciedad en Europa y antiguas civilizaciones coincide con el manejo de la suciedad en América con personalidades de los Imperios Azteca, Maya, Inca y demás culturas originales. En la actualidad creo que es notoria la diferencia de cómo se aborda el aseo personal en Europa y en América…Lo digo porque cuando un extranjero europeo visita mi país (Colombia) lo que más incomoda es su olor por falta de baño.

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Un filósofo en Venecia
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