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Mi encuentro con Wilde
Cultura | Este País | Miriam Mabel Martínez | 03.07.2012 | 0 Comentarios

Son las 10:40 a.m. del viernes 24 de febrero de 2012. Estoy en la sala de manuscritos de la British Library; en setenta minutos tendré en mis manos un facsímil de De profundis, de Oscar Wilde. Esto es lo más cerca que estaré de la carta original; de esa que fuera publicada por primera vez completa y corregida en 1962, más de sesenta y cinco años después de ser escrita y de cargar una cronología continua de pleitos, celos, reclamaciones, explicaciones, odios y expiación. Una carta cuya sinceridad, rudeza y desnudez han sido un rezo en mi vida. Leer De profundis ha sido un regalo. Es una de esas lecturas que me “presentaron” al mundo desde otra perspectiva. Pilar de mi permanente educación sentimental. Alivio y aliciente en mi edad adulta. Y aquí estoy, “perdiéndome” el Londres que allá afuera sucede y perdiéndome en mi propio laberinto.

La British Library es poseedora, como lo presume, “del conocimiento del mundo” y de los originales de esa historia del conocimiento y de la humanidad. La razón por la que están aquí es un tanto políticamente incorrecta, y tal vez ya no importe demasiado. Pero el porqué De profundis está aquí sí importa: su llegada a esta colección es parte no solo de la narrativa del Imperio, sino de la trayectoria propia del libro. Es su continuación y parte fundamental de sí mismo.

Y ese original está aquí en el Londres del siglo XXI. Por supuesto, verlo requiere un trámite laborioso… tardado, sí, pero no imposible. Una carta de petición y esperar. Pero no tengo tiempo suficiente, y estoy aquí. Para mí no hay otra visita; con este ánimo me repliego a lo posible (el original seguirá siendo una ilusión). La frialdad de los ingleses, ese hermetismo —que es ya un cliché— no me detiene, porque para mí esa “frialdad” es sencillamente practicidad. Me alineo a los requisitos: sacar una tarjeta de lector de la biblioteca, una identificación, llenado de un formulario y listo. Después, me dirijo al guardarropa con la bolsita de plástico que la señorita de la oficina de registro me acaba de entregar. Debo dejar todo, excepto libreta (o computadora, no es mi caso) y lápices. Concuerdo: no se necesita más.

Entiendo las restricciones de acceso y agradezco la gentileza del encargado de la sala de manuscritos, quien me mira, me escucha y entiende mi necesidad. Estoy sentada observando al resto de los usuarios en silencio. Un silencio compartido que nos acompaña. Con la mirada le agradezco, de nueva cuenta, al señor bien vestido el tiempo que se tomó para explicarme el proceso, así como la posibilidad ofrecida. Es un facsímil lo sé, pero quiero ver la letra de Wilde. Soy caprichosa, por un momento combate en mi interior la soberbia y el enojo de que no me merezca una excepción. Las reglas son las reglas y gracias a que se cumplen este lugar funciona. Orden y normas necesarias, Oscar Wilde y la tradición inglesa se lo merecen. Me mira incólume, sé que me entiende.

Mientras espero, contemplo a los personajes que consultan de primera mano libros antiguos. Supongo que ellos tienen un fin académico (¿será?), el mío es un tanto más personal. Lo asumo. ¿Qué justificación hubiera dado para acceder a la carta original? ¿Cómo me habría comportado al tener los folios originales frente a mí y rodeada de los curadores de la British Library? No tiene sentido imaginarlo, pero lo fantaseo para entretenerme; y este ensueño despierta lo alterno con historias inventadas sobre mis compañeros de sala. Es un aliciente ver a estas personas manipulando los originales, sintiéndolos, asumiendo la vida del libro (¡larga vida al libro!) y el deber individual —y colectivo— de —además de leerlos— tocarlos, contemplarlos, aprehenderlos para así narrar esta experiencia a otro; transmitir la emoción que apremia al tener entre las manos la cultura viva, esa que se estira siglos atrás, aun antes de la existencia del libro como objeto en sí, y que se aleja aún más allá de la existencia humana, hasta allá: en ese tiempo aún guardado en las rocas erosionadas del desierto. Me alegra ser uno de ellos. La conciencia de este acervo ha pasado de generación en generación, esto es lo que han defendido —y protegido— también en sus guerras. Este legado, estos millones de libros, documentos, mapas, tapices, papiros, papeles actuales y añejos, sobrevivientes de épocas remotas, integran la identidad británica. Esta es su taxonomía literaria del mundo.

Pienso en la monarquía, y por primera vez comprendo —sin justificar la opulencia— su continuidad: la reina, como sus museos y tesoros, le dan cohesión a ese imperio que fuera territorialmente, y que hoy —nos guste o no— sigue predominando en el pensamiento (ella también es un museo y, al mismo tiempo, historia viva). Me agobian interrogantes, dudas, cuestionamientos, pero pese al pasado colonial que contribuyó a este atesoramiento (que no justifico), la pasión, el entendimiento, la reflexión —quizá hasta el delirio— sobre los clásicos que la cultura británica ha impulsado y continuado me invita a hacer una reverencia.

Estoy sentada en una de las salas de, quizá, una de las bibliotecas más imponentes del planeta. Alabo la dedicación que día tras día, año tras año, siglo tras siglo han logrado conservar cada uno de estos libros. Estoy en un palacio del conocimiento donde el motor es la continuidad de la cultura, donde está —acomodado en anaqueles— el linaje literario no solo de la tradición británica y su aportación al mundo, sino de la cultura universal.

En proporción a la densidad de la población de la ciudad y del Reino Unido, el uso de esta biblioteca, como en cualquier parte del mundo, es bajo. Los interesados son pocos, pero suficientes. No importa que la mayoría no hurgue en estos anaqueles, lo maravilloso es la disponibilidad abierta y gratuita. Esto es lo que me emociona, saber que es un derecho. De pronto, mis compañeros lectores de sala se convierten en ciudadanos, no se trata únicamente de literatura, sino de civilidad y democracia. La cultura aquí no es una cuestión moral, es un derecho.

Estar aquí, en la British Library, me acerca a Londres, me hace sentirme más que una ciudadana del mundo, una auténtica londoner. Vivir su cotidianidad y no solo observarlos me apabulla y me descubre en otro idioma. Definitivamente soy otra en inglés. Andrew Riddoch, un viejo amigo inglés, dice que soy más seria en el contexto británico. Tiene razón: Londinium me exige respeto.

Han pasado veinte minutos y me pierdo en reflexiones que, si fueran pinturas, se parecerían a los Combines de Robert Rauschenberg y mis ideas emularían las lentas escenas de los videos de Bill Viola. Lo que siento me es imposible trazarlo de una manera figurativa. No se limita a pensamientos y emociones, se expande en una energía que me invade. Una sensación que me desintegra en mi humanidad y me reintegra en la totalidad del universo. Por un momento dejo de ser yo para ser todo. Desaparezco corporalmente y me disperso en el aire. Soy tiempo. Entonces a miles de kilómetros, la imagen del jaguar huichol —que domina la estancia de mi casa— me revela su secreto: es la noche con sus estrellas; así como hoy he dejado de ser yo para integrarme en el todo. Desaparezco y me siento liviana. Y vuelvo a aparecer. Una extraña mezcla entre cansancio y abatimiento, entre resignación y soberbia por enredarme en miserias y, simultáneamente, comprender que me son necesarias para seguir, me abraza. Camino en el filo de la locura y la sensatez. Me peleo entre la normalidad insultante y la extravagancia ridícula. ¿Cómo explicar las sensaciones que me arremeten? La añoranza del cinismo de la juventud, casi malévola como la de Bosie; la ingenuidad de la inteligencia como salvación, a la que trató de asirse Wilde. ¿Cómo aceptar que uno se equivoca siempre? ¿Cómo vivir en una sociedad fake que se ha olvidado de su naturaleza y se presume y asume perfecta? Perfección contra error.k ¿Cómo regresar a equivocarse como forma de vida? ¿Cómo transformar la perfección no en un deber, sino en un proceso? ¿Cuándo optamos por erradicar los errores de nuestro día a día? Ahí está la trampa: nos equivocamos al creer que no nos equivocamos.

Alfred Douglas, Bosie, quizá creía que Wilde envidiaba su juventud y que, movido por la amargura, escribió esa carta para destruirlo. Bosie estaba muy ocupado en sí mismo, aun así le reconozco su impulso y le reclamo a Wilde su ingenuidad. Quizá los dos estaban muy ocupados en sí mismos: uno desde la vanidad y el otro desde la soberbia. Y aun así, lo que los diferencia no es la edad, sino la creatividad. A Wilde lo movía la curiosidad, el reto; a Bosie la pasividad y la vanidad tan poco encaminada a la imaginación. Yo he sido ambos: el cínico Bosie y el soberbio Wilde. Este parecido, más que espantarme, me libera y me confronta al espejo. Me da la oportunidad de reinventarme. Tal vez por eso estoy aquí.

Ya han pasado casi setenta minutos. Reaparece el señor elegante y me entrega un hermoso encuadernado que guarda (como mi jaguar a la noche) el facsímil de la carta escrita a mano por Oscar Wilde durante su encarcelamiento a finales del siglo xix. Se imprimieron 495 copias para conmemorar el centenario de la muerte de Wilde en el año 2000. Esta es la número 108.

Me tiemblan las manos al leer la introducción escrita por Merlin Holland, nieto de Wilde, para esta Epistola in carcere et vinculis (título original). Este texto no narra la historia del remitente ni del destinatario, sino del escrito en sí. Oscar salió de la cárcel el 19 de mayo de 1897. Para este momento ya estaba en manos de su amigo Robert Ross, a quien se la entregaran el Mayor Nelson y el Comisario de la prisión no sin antes cerciorarse de que los folios sueltos rayados escritos en tinta azul contaran con una cubierta en la que el escritor puntualizara el nombre del depositario. Este “capricho” es lo que salvaría a esta obra, treinta años después, de la ira de Bosie.

Al salir de los tres años de encierro con trabajo forzado, Wilde hizo copias de algunos fragmentos para enviarlos a sus amigos “who will be interested to know something of what is happening to my soul”. Tal vez esto desató la furia de Alfred, quien pasaría el resto de su vida tratando de “defenderse”. La travesía de esta carta (veinte folios escritos por ambos lados) continuaría después de la muerte de Wilde. Las amenazas de Bosie obligaron a Ross a entregar el manuscrito completo al British Museum, en noviembre de 1909, “with the condition that it be kept sealed for fifty years”. Pero esto no se cumpliría. Tiempo después, el periodista Arthur Ransome pediría permiso para publicar unos fragmentos de De profundis, lo que provocó una confrontación entre Bosie y Ross que terminaría en la corte, donde, para determinar la propiedad, se leyó la carta completa como prueba. Ante tal “humillación”, Alfred amenazó con escribir un libro que contara su versión de la historia en el que añadiría extractos de la epístola original (la cual había leído en una copia). Debido a que la entrega del manuscrito al British Museum había sido voluntaria, la obra estaba protegida por las leyes británicas. Ante tal situación, Ross —quien había conservado una copia— buscó al editor neoyorquino Paul Reynolds para publicar la carta y adelantarse a cualquier acto mezquino de Bosie. El 24 de septiembre de 1915 salieron a la venta quince ejemplares de De profundis. Tres años después Ross murió. El berrinche de Bosie continuó hasta su muerte en 1945, y De profundis fue publicado por primera vez en la Gran Bretaña en 1962 por Penguin Books.

Su letra es pequeña como si se hubiera propuesto aprovechar cada espacio disponible de estas hojas rayadas tamaño A4. Entre líneas aparece otro relato que explica la letra apretada, los subrayados, la fluidez de la narrativa, las pocas correcciones: “The mere handling of pen and ink helps me… I cling to my notebook… Before I had it my brain was going in very evil circle”.

¿Cómo sobreponerse a la locura? La escritura fue su salvación. La originalidad y la desnudez de su pensamiento fueron su expiación. ¿Habrá encontrado la paz interior? Quizá no. Ser quien se es resulta angustiante y a la vez liberador. Tal vez la paz no importe, sino la fortaleza para combatir la amargura, el esfuerzo para atender la tristeza, el tormento de pensar —un suplicio que pocos aguantan. Pensar implica responsabilidad, asumir posturas, superar retos. Adquirir disciplina para crecer. Pensar es un ejercicio que requiere humildad y flexibilidad, paciencia. La inteligencia es más abrumadora e impactante que la belleza, pero igualmente es un narcótico, un hipnotizador, un creador de ilusiones. La inteligencia, como si fuera un ilusionista, revela la apariencia y, al mismo tiempo, es el traje del emperador. Intensifica la realidad, voluminiza las emociones, conecta el interior al exterior, provoca placer.
“[…] Some day the truth will have to be known: not necessarily in my life time or Douglas’: but I am not prepared to sit in the grotesque pillory that they put me into for all time. I don’t defend my conduct. I explain it”, leo…

Y la experiencia de tocar este facsímil —al igual que cuando contemplo una obra de arte— me conecta con mi pasado, me da identidad. Me arraiga al mundo. ¿Qué pasaría si nadie pudiera ver ningún manuscrito? Qué pasará cuando solo existan archivos de Word, discos duros, usb y todo esté en la iCloud sin textura, sin la historia del objeto, sin su aura. O cuando las fotos y las películas se borren, las pinturas pierdan su color o las piezas tan “conceptuales” se conviertan en basura. Empezaremos a ser autómatas, seremos bárbaros. Sin memoria, lo único que nos quedará será morir. ¿Cómo vivir sin recordar? Reinventarse es un “mal” necesario para dar continuidad, así como la creatividad es el motor del pensamiento y de la transformación. Los recuerdos, las memorias, la historia es lo que nos sostiene, lo que nos invita a seguir imaginando.

Imaginar también incluye a las historias ajenas. La suma de ese ejército de memorias nos defiende del olvido. Y la memoria que está conservada en la British Library incluye la mía como lector. Estoy sentada leyendo, tocando las letras de Wilde, acercándome a él.

¿Qué sería del mundo sin objetos?

Acaricio el facsímil con la mirada y no puedo más que conmoverme al leer el trazo de letras nerviosas, asustadas, que me revelan las posibilidades de la escritura. En esta copia número 108 está la soledad contenida, la historia de un hombre, la obra final de un escritor, la redención de otros, quienes, lectura tras lectura, nos redescubrimos ahí en el acto de hilar palabras. Sigo la letra de Wilde como si recorriera un camino que, más adelante o más atrás, se conecta con otras tradiciones y otros tiempos, bifurcándose en un sendero laberíntico que parece haber sido pintado por M.C. Escher y soñado por Jorge Luis Borges. Y ahí las palabras en un moebius literario repiten sin principio ni fin: “The most important letter in my life as it will deal ultimately with my future mental attitude towards life, with the way in which I desire to meet the world again, with the development of my characters with what I have lost, what I have learned and what I hope to arrive at”.

Y con esta promesa salgo a tratar de encontrar el mundo otra vez. ~

——————————
MIRIAM MABEL MARTÍNEZ (1971) fue becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA y en 2001 obtuvo una residencia artística en el Vermont Studio Center. Ha publicado textos en Casa del Tiempo, Nexos, Los Universitarios y Origina, entre otras revistas y suplementos culturales.

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