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Rebelión en la granja
Escala Obligada | Este País | Mario Guillermo Huacuja | 01.04.2013 | 0 Comentarios

Greenpeace es una organización controvertida. Este artículo repasa algunos aspectos de la historia y la actividad de este movimiento internacional y señala que la defensa de la naturaleza pasa por alto a veces las necesidades de los grupos más desfavorecidos y los aciertos del desarrollo científico.

©iStockphoto.com/Kami-Gami

Hace 40 años, cuando la rebeldía de los movimientos estudiantiles y la euforia del movimiento hippie se habían extendido por Europa y Estados Unidos, un grupo de desertores de la guerra de Vietnam refugiados en Vancouver tuvo la idea de detener las pruebas nucleares que el Gobierno de Richard Nixon estaba realizando en las costas de Alaska con un golpe mediático espectacular: llegar en barco al lugar de los hechos para exponer su propio pellejo y lanzar al mundo un grito de paz y amor a la naturaleza. Esa fue el acta de nacimiento de Greenpeace.

El barco era un pequeño pesquero con una tripulación que combinaba las canciones de los Beatles con tragos de cerveza y caladas de mariguana. Hubo toda clase de mareos y disputas a bordo, y antes de alcanzar su destino en Amchitka, una de las Islas Aleutianas que se extienden desde Alaska hasta Rusia, un guardacostas norteamericano los detuvo y les impidió seguir su cabotaje.

El fracaso de esa empresa fue su triunfo. Como a bordo iban dos periodistas que narraban las peripecias del viaje por la radio, el resto de los medios se encargó de llamar la atención de todo el mundo, y el grupo llegó a la fama en cuestión de días. Greenpeace se dio a conocer como un puñado de guerreros contra la guerra, un grupo de escuderos que defendían a los animales, y su popularidad fue creciendo al fragor de sus vistosas campañas. Sus medidas de protección radical de la naturaleza encandilaron los ojos de los niños de los cinco continentes. En una serie de lances que fascinaron a los medios, la organización empezó a proteger a las ballenas, se lanzó contra la matanza de focas, denunció la contaminación de las aguas y puso el dedo inquisidor en los destrozos de la naturaleza a manos de la civilización.

El número de sus miembros y simpatizantes tuvo un crecimiento vertiginoso. Sus recursos se multiplicaron sin cesar. Su bandera se convirtió en una marca.

En una publicación no muy conocida,1 Patrick Moore —uno de los fundadores del grupo, que fue tomando distancia con el paso del tiempo— describe los logros, las limitaciones y los alcances de la organización. También, de paso, descubre la fuerza internacional de sus mentiras.

Moore se separó de Greenpeace por una diferencia de fondo: el grupo no consideraba ni se mostraba dispuesto a atender los problemas más apremiantes de los países pobres o en vías de desarrollo. Para Greenpeace lo importante siempre ha sido la protección de las especies y conservar la belleza prístina de la naturaleza. Los problemas del hambre, la desnutrición, la ignorancia y el atraso de los pueblos le resultan secundarios. Más aún, aunque en su declaración de principios y en sus conferencias se dicen adalides del conocimiento científico y presumen sus nociones en terrenos de la química, la biología, la generación de energía, los fenómenos atmosféricos y la medicina, en sus acciones se revelan como detractores intransigentes de los avances de la ciencia y la tecnología.

En un camino semejante, aunque con diferente perfil, se encuentra Mark Lynas, un ambientalista que encabezó en diversas publicaciones una cruzada contra los organismos genéticamente modificados y que, después de investigar a profundidad el tema, llegó a la conclusión de que estaba absolutamente equivocado.

“Me arrepiento de haber iniciado a mediados de los noventa un movimiento contra los cultivos genéticamente modificados —declaró en la Conferencia de Granjeros de Oxford del presente año— y con ello demonizar una opción tecnológica que puede ser utilizada en beneficio del medio ambiente.”2

Lynas es uno de los analistas británicos más reconocidos en el tema del cambio climático. Ha escrito los libros Marea alta: Noticias de un mundo caliente y Las especies de Dios: Cómo el planeta puede sobrevivir a la era de los humanos. Es también un periodista que publica en las revistas científicas más importantes del Reino Unido, y sus artículos se difunden en las páginas de The Guardian y The Observer.

En una conferencia dictada el pasado 3 de enero, Lynas sostuvo que hace 15 años apoyó las nociones irracionales que atribuían a los organismos genéticamente modificados propiedades extraordinariamente dañinas, y que colaboró activamente para irradiar ese temor hacia todas las naciones de Europa y las organizaciones supuestamente ambientalistas, como Greenpeace y Amigos de la Tierra.

“Fue, desgraciadamente, la campaña más exitosa de la que he formado parte —afirmó durante la conferencia—; fue también un movimiento anticientífico […]. Por eso etiquetamos los productos transgénicos como ‘comida Frankenstein’ […]. No nos dimos cuenta, en ese entonces, de que el verdadero Frankenstein no era la tecnología de organismos genéticamente modificados, sino nuestra reacción ante ellos […].”3

Lo que modificó radicalmente su visión sobre los transgénicos fue, como él mismo dijo, un mayor acercamiento a la ciencia. Al analizar con mayor profundidad las características de los organismos genéticamente modificados constató que estos, en lugar de dañar el medio ambiente, lo benefician al reducir el uso de insecticidas y detener el cambio del uso del suelo en perjuicio de las selvas y bosques; que su uso no generaba ganancias para las empresas fabricantes de semillas exclusivamente, sino sobre todo para los productores agrícolas, particularmente de los países en vías de desarrollo; que no existen pruebas científicas sobre los daños que producen a la salud animal o humana, y que el fenómeno de los flujos genéticos a través de insectos, plantas y seres humanos es un fenómeno común en la naturaleza, sin que medie la intervención de la ciencia.

Al final de su conferencia, Lynas dijo que la quema de una cosecha de trigo transgénico que realizó Greenpeace en Australia el año pasado equivale a una quema de libros antes de haberlos leído, y que afortunadamente el uso de la biotecnología se está extendiendo a pesar de los golpes mediáticos de esta agrupación.

Una prueba de ello es que, en una acción conjunta, los dos hombres más ricos del mundo —Carlos Slim y Bill Gates— pusieron fondos e inauguraron las instalaciones de un Complejo de Biociencia en el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo (CIMMYT), ubicado en el municipio de Texcoco, Estado de México. Ahí, Bill Gates señaló que estaba a favor de explorar la posibilidad de comercializar semillas genéticamente modificadas bajo un proceso de revisión muy riguroso. Dijo que los transgénicos pueden compararse con la elaboración de vacunas y medicinas, que tienen un exhaustivo marco regulatorio para salir al mercado. Carlos Slim, por su parte, afirmó que es muy importante contar con semillas mejoradas que sean más resistentes y que generen un mayor rendimiento, porque es preciso aumentar la productividad de los cultivos.

Con un espíritu mucho menos ambientalista que Lynas, pero mucho más corrosivo, el periodista español Manuel Llamas se metió de cabeza hace unos años en la contabilidad de Greenpeace en Estados Unidos, y sacó a la luz unos hallazgos que ponen en duda la integridad de esos defensores de las especies en peligro de extinción. Para empezar, Llamas señaló que un enunciado estatutario de la agrupación sostiene que sus gastos de operación deben ser cubiertos exclusivamente por los donativos de las almas ambientalistas de todo el mundo. En la página de Greenpeace se lee que, “para mantener nuestra total independencia, Greenpeace no acepta dinero procedente de empresas, gobiernos o partidos políticos. Nos tomamos esto muy en serio, vigilamos y devolvemos los cheques cuando provienen de una cuenta corporativa. Solo dependemos de las donaciones de nuestros simpatizantes para llevar a cabo nuestras campañas no violentas para proteger el medio ambiente”.4

Al investigar en fuentes de organizaciones de consumidores en Estados Unidos, Llamas encontró en los estados contables de varias fundaciones que estas habían sido donatarias de Greenpeace. Entre ellas están la Rockefeller Foundation, ligada a las empresas petroleras y los bancos; la Turner Foundation, vinculada a los corporativos de medios de comunicación, y la Charles Stewart Mott Foundation, vinculada a las firmas automotrices.5

Gracias a sus golpes espectaculares en los medios, sus banderas superficiales, sus métodos de propaganda y sus células promotoras de afiliación, Greenpeace ocupa un sitio indisputable en el universo de las organizaciones ambientalistas de la Tierra. Es la más grande, la de mayores recursos y la más carismática. Tiene más de tres millones de adherentes en cerca de 40 naciones del mundo.
Su plataforma, en esencia, consiste en la reivindicación del alma prístina de la naturaleza y la oposición radical a las perversiones del desarrollo. Incluso, las perversiones del desarrollo sustentable. Si uno revisa su página web, salta a la vista que su credo es una política de oposición por principio. Greenpeace se erige como un muro de defensa contra la aplicación de la biotecnología, las plantas nucleares, los derrames petroleros, el deshielo de la Antártida, la proliferación de los productos tóxicos y la adopción de los transgénicos.

Uno de sus muchos enemigos, en su estrategia de contener los avances de la ciencia, es la acuacultura. Especialmente, el cultivo del salmón en granjas acuícolas. Mientras que Greenpeace defiende a quemarropa la existencia de los cardúmenes salvajes de salmón, esos que remontan los ríos e inspiran a los poetas, su objetivo es acabar con los salmones criados en granjas. ¿Por qué? Porque representan la maldad de la intervención del hombre contra la pureza del reino animal. Sin embargo, Greenpeace ignora u oculta que en la realidad ocurre justamente lo contrario: los salmones producidos mediante acuacultura no solo representan un alimento fundamental para el consumo humano, sino también una válvula de escape para preservar los cardúmenes naturales de la especie. Pero esta obviedad no tiene importancia para la organización. Es mucho más importante, en la lógica de sus mentiras, elaborar una espiral de escándalo mediático para alarmar a los consumidores.

Como se sabe, el amor y respeto a la naturaleza es una idea que vende mucho. No requiere de mucho esfuerzo. Da prestigio y lleva a la autocomplacencia. Nunca se cuestiona. Lava culpas que se anidan en otros campos.

Para la causa de Greenpeace, el libro de Patrick Moore es una herejía. Dice, en esencia, que el desarrollo económico y social de las naciones pobres es un derecho. No es un fuero para la devastación. Se trata de un desarrollo sustentable, que produce beneficios para la comunidad conservando y reproduciendo los recursos naturales.

Las sociedades no pueden, para conservar los árboles, renunciar al uso de la madera. Los pescadores no pueden darle la espalda a la pesca. Tampoco es posible renunciar al desarrollo de la energía nuclear en aras del fanatismo. Para Greenpeace, la naturaleza es un fetiche. Y un talismán de dinero.
____________

1 Patrick Moore, Confessions of a Greenpeace Dropout: The Making of a Sensible Environmentalist, Kindle Edition, 2011.
2 Mark Lynas, “Lecture to Oxford Farming Conference”, 3 de enero de 2013.
3 Ídem.
4 <http://www.greenpeace.org>
5 <http://www.libertaddigital.com/economia/la-familia-rockefeller-accionistas-de-exxon-financia-a-greenpeace-1276391972/>

MARIO GUILLERMO HUACUJA es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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