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La historia jurisdiccional de México
Este País | César Benedicto Callejas | 01.02.2013 | 1 Comentario

El carácter actual de nuestro sistema de justicia es producto, sí, de cambios recientes, pero también de cinco siglos de historia. Su transformación, necesariamente, va de la mano de la lenta evolución de la sociedad en la que se inscribe.

Ningún fantasma ni espectro espanta
al hombre más cierta y constantemente que la conciencia criminal. En todas partes lo acosa y amedrenta, y siempre a proporción de la gravedad del delito por oculto que este se halle. De suerte que aunque nadie persiga al delincuente y tenga la fortuna de que no se haya revelado su iniquidad, no importa; él se halla lleno de susto y desasosegado en todas partes. Cualquiera casualidad, un ligero ruido, la misma sombra de su cuerpo agita su espíritu, hace estremecer su corazón y le persuade que ha caído o está para caer en manos de la justicia vengadora.

José Joaquín Fernández de Lizardi,
El periquillo sarniento

Palabras preliminares: fisiología del tribunal

Jurisdiccional es una palabra con una etimología sencilla: decir el derecho o, si se prefiere, enunciar la justicia. Los tribunales, en cualquiera de sus manifestaciones, son organismos diseñados para decir lo que es justo; en los clásicos términos de Ulpiano, de dar a cada quien lo que le corresponde. Sin embargo, un tribunal o un sistema de tribunales es mucho más que eso. Es una especie de conciencia social que, siempre a posteriori, dicta y fija la moral colectiva; que establece cánones de interpretación de lo que está bien y de lo que debe ser evitado en una sociedad; es el vertedero final de las frustraciones colectivas y, al mismo tiempo, el sentido modélico de la comunidad. Un tribunal no solo dicta justicia, también es creador de cánones sociales y, con ello, fuente de afirmación de los valores culturales.
Contar la historia de los tribunales en México es también narrar la forma en que modelamos nuestra moral colectiva, labramos nuestros valores y entendemos nuestras transformaciones. Un juzgado es un ente complejo. Por un lado, trabaja generalmente con visiones de la realidad opuestas, es decir, con dos aspiraciones que luchan, legal y civilizadamente, para imponerse. Por el otro, se fundamenta en mandatos legales que exceden las voluntades de las partes y también la del juzgador. Del mismo modo, un tribunal es un agente de estabilidad: su misión es mantener vigente el sistema de normas que hacen posible la convivencia conforme a los valores tradicionales o, si se prefiere, las reglas de dominación de un grupo; pero también es un poderoso agente de transformación cuando se someten a su juicio reformas profundas a los valores, como el caso del derecho a la interrupción del embarazo en la Ciudad de México. Así, un tribunal siempre es un agente de valores colectivos; por eso, su transformación está ligada tanto a los cambios legislativos como a los culturales y sociales.

Jornada primera: la Nueva España

América, antes de ser América, vivía ya a modo de fantasía en la mente de los occidentales; heredada desde los griegos y los romanos, la tierra de más allá de las columnas de Hércules se aparecía en los imaginarios colectivos como el país de la posibilidad absoluta. La descripción dulcísima que hace Alfonso Reyes en los primeros párrafos de su “Visión de Anáhuac” corresponde a ese anhelo de perfección que invitó a los conquistadores a dejarlo todo por perseguir la quimera del nuevo y desconocido continente. Tampoco asombra, por lo tanto, que desde su inicio la occidentalización o conquista del continente recién hallado se realizara como una operación jurídica, tanto como militar o religiosa. México nace de una astucia jurídica ideada por su conquistador, a la sazón escribano, con la finalidad de emanciparse del gobernador de Cuba y depender solo del rey de España. Veracruz se funda como municipio, con el acta correspondiente y todas las peculiaridades, para dar paso así al imperio de la catedral y el tribunal. En aquella época, en que todo parecía por hacerse, crear ley era crear realidades.

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Nueva España aparece jurídicamente como una extensión del derecho ibérico; florece como virreinato y no como colonia, es decir, como un reino más gobernado por un delegado del rey y no como un asentamiento mercantil con minusvalía jurídica o política. Así, recibe también los dos grandes problemas del derecho medieval tanto español como occidental en general: dispersión legislativa y heterogeneidad de órganos. Aunque en fama pública el Tribunal de la Inquisición acapara las miradas, en Nueva España rigieron gran cantidad de órganos de justicia. Cada estamento y cada gremio tuvo sus normas y sus tribunales; los eclesiásticos y los militares, los mineros y los universitarios, los comerciantes y los indios. En general, los tribunales correspondían al nivel de poder que representaban: el Real y Supremo Consejo de Indias, la Real Audiencia, los tribunales de primera instancia —mayores, ordinarios y de casa y corte—, los corregimientos, las gubernaturas y, ya próximo el siglo XIX, las intendencias y las subdelegaciones; por materia, los extraordinarios o especializados: la Acordada, el Tribunal de Indios, el de la Universidad y el del Protomedicato; también los creados por normas especiales para grupos y circunstancias peculiares: el de bienes de difuntos, la bula de la Santa Cruzada, el de visitas y residencias y el de recurso de fuerza. Desde luego, ante la carencia de códigos, invento que finalmente se impuso hasta el siglo XIX, cada tribunal creaba su norma y este pandemónium de disposiciones tampoco parecía conocer orden o concierto: ordenanzas, decretos, leyes, reglamentos, circulares, instrucciones, reales cédulas o provisiones que no pudieron ser organizadas sino hasta que se promulgó en 1680 la Recopilación de las Leyes de los Reinos de Indias que, como apunta Soberanes Fernández, fue el único código aplicable a todas las colonias de América y Asia.

Desde que las capitulaciones de Santa Fe, de 1492, hicieron aplicable el derecho castellano en los territorios descubiertos por Colón y los que posteriormente se descubrieran y, desde que en 1528, cuando todavía humeaban las ruinas de algunas ciudades indígenas, se creara la Real Audiencia de México —dando primera vida a un orden legal occidental en el país—, los tribunales, incluida la Inquisición, funcionaron como el mejor elemento de sometimiento y propagación de los valores occidentales. Tal vez nunca como entonces el tribunal gozó de tanta influencia y de tanto peso, pues sus sentencias fueron, tanto en materia de fe como de comercio y organización política, el santo y seña de la nueva cultura. Los tribunales novohispanos se dedicaron a imponer y difundir los valores de occidente allanando el camino para la génesis de la nueva nación, que se incubaría durante 300 años.
Jornada segunda: los tribunales decimonónicos

Trescientos años de historia no podían olvidarse con facilidad; algunos historiadores, como O’Gorman, plantean que la colonia no termina por completo sino hasta la reinstauración de la República con Juárez, cuando triunfan finalmente los principios republicano, laico y federal; 300 años, pues, que han dejado su huella hasta nuestros días. Sin embargo, la Independencia es un movimiento de reacción contra el pasado y si persistía con violencia el ayer es porque los grupos conservadores se identificaban con aquel tiempo en que todo parecía más estable y que, según algunos, conciliaba los auténticos rasgos de nuestra cultura y nuestra naturaleza. Desde luego, ello provocaría que los tribunales, sus razonamientos, prácticas y sentencias, reflejaran esa lucha por la identidad que nos tomaría el primer siglo de nuestra vida independiente.

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Un tribunal es, por su naturaleza, una entidad sumamente estable. Se compone de dos partes en conflicto y un juzgador; todo lo demás deviene accesorio y es materia de adaptación y economía. Por ello, no encontraremos en la historia judicial de México grandes saltos o notorios cambios de apariencia; las transformaciones principales ocurren al interior de la racionalidad del tribunal y en la forma que este adopta según el mandato constitucional en materia de representatividad o de fundamentación ideológica.
Una de las primeras formas en que la nueva patria afirmaría su independencia sería la creación de tribunales. En el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana de 1814, Morelos creó el Supremo Tribunal de Justicia, que se trasladaba según los avances de la guerra y se instaló finalmente en Ario de Rosales, cuna de la Suprema Corte. Consumada la Independencia, se mantuvieron vigentes algunas disposiciones de la Constitución de Cádiz.
Los tribunales del México independiente materialmente se crean con la Constitución de 1824, y reflejan los dos vectores de la tensión cultural y política de su tiempo. Por un lado buscan parecerse lo más posible al modelo de los tribunales establecidos por la constitución norteamericana de 1787, si bien no podían desligarse de los tres siglos de tradición judicial hispana que, a la larga, se ha mantenido y ha dado carácter e identidad a nuestro sistema judicial.

A diferencia de lo que sucede a partir de la Constitución de 1917 —en la que el Poder Judicial, en la medida de lo posible, trata de alejarse de la arena política, a fin de mantener su independencia e imparcialidad—, en el siglo xix la Corte y en general los tribunales fueron importantes actores políticos. De ahí que normas como las Leyes Constitucionales de la República, de 1836, daban el derecho de iniciativa de ley a la Suprema Corte, denunciando el poder político que se le atribuía, y que las Bases Orgánicas de 1843 establecieran el régimen de incompatibilidades con el cargo de ministro de la corte, lo que nos hace pensar que era común que los miembros del Alto Tribunal tuvieran además otros cargos políticos. Llama la atención particularmente la restricción dispensable que establecía que los ministros no podían “tener comisión alguna sin permiso del Senado”, con lo que se les autorizaba el juego político e incluso se alentaba a fin de obtener el favor de los senadores.

La Constitución de 1857 crea nuestro sistema de tribunales como hoy lo conocemos. El triunfo liberal y el carácter individualista de la Reforma dejaron huellas profundas en la identidad del sistema judicial, con lo que la Corte y los tribunales se instituyeron como defensores de los derechos del individuo y, sobre todo, como bastiones del hombre frente al poder del Gobierno. De ahí que, en la medida que el desarrollo constitucional pareció helarse bajo la sombra del dictador, sea importante el avance en las materias civil y mercantil; y mientras que la arquitectura constitucional parecía corresponder a la respiración de Porfirio Díaz, el juicio de amparo se consolidara y se asentara para siempre en nuestro derecho. Fiel a su vocación valorativa, el sistema judicial de finales del siglo xix corresponde a una visión inmóvil de la realidad y devino incapaz de identificar los reclamos sociales y las transformaciones económicas. Podríamos decir que el balance entre el aspecto renovador y el conservador que caracteriza a un tribunal sano dejó de funcionar para convertirse en guardián de los intereses de la élite de su tiempo.

Jornada tercera: los tribunales de hoy

Solo en apariencia, la Revolución social de 1910, que habría de subvertir todo el orden del antiguo régimen, tocó con menos vehemencia a los tribunales que a otros sectores del quehacer público de la República. Aunque las formas se mantuvieron, las transformaciones en la administración de justicia fueron muchas y de muy profundas consecuencias. Ante todo, porque aún cuando en ciertas etapas de la historia jurisdiccional de México el Poder Ejecutivo se impuso al Judicial, el hecho es que los tribunales se alejaron del modelo conservador y protector de élites para entrar en dos brechas sin retorno, la de la justicia social y ahora de derechos humanos y la de la especialización técnica.

©iStockphoto.com/MHJ

La renovación de las normas sustantivas —las que establecen los derechos de los sujetos y la sociedad— impactó el funcionamiento de los tribunales y sus normas adjetivas —las que rigen los procedimientos— y dio cierto carácter revolucionario a los razonamientos y sentencias de los tribunales, sobre todo en los primeros años de la posrevolución, en los que la Corte apareció como garante de las conquistas revolucionarias. Conforme la reconstrucción fue ocupando los espacios del ardor guerrero, el asentamiento de la casta revolucionaria y los nuevos formatos de la política de partido fueron extendiéndose hacia los tribunales, que se transformaron en agencias del poder público, limitando su independencia y apareciendo, a los ojos de la sociedad, como promotores de las políticas públicas y, al mismo tiempo, como escalas en el ascenso de los agentes políticos hacia la conquista del poder.
Sin embargo, el florecimiento del sistema de cuotas de poder extendido a los tribunales no dura lo suficiente para destruir la naturaleza de la independencia judicial que, a través de la profesionalización, fue estableciendo límites y creando sistemas de protección frente a las ansias expansionistas del Ejecutivo, particularmente en los años inmediatos a la Segunda Guerra Mundial y hasta la reforma judicial de 1986.

En los últimos años, dos son los caminos que el Poder Judicial ha transitado en su evolución: la reafirmación de su independencia y la profesionalización y especialización técnica. Por el lado de la independencia, el valor de la democracia, como parte consustancial del Estado de derecho, ha permitido que los tribunales puedan mantener la prudente distancia que requieren del poder público. La principal señal de ello es la creación del Consejo de la Judicatura Federal. Por el lado de la profesionalización técnica, las escuelas judiciales, las interpretaciones sobre la base de los derechos humanos y el conocimiento técnico avanzado de algunas ramas del derecho hacen cada vez más difícil la aparición del fantasma de la consigna en las resoluciones judiciales.

Si hay algún poder que deberá acentuar su esfuerzo de consolidación en los años por venir, ese es el poder judicial. Por una parte, deberá ahondar su conocimiento, dominio e internalización de los derechos humanos. Por la otra, deberá aprender a tender puentes de comunicación con la sociedad que, en la medida que le permitan transparentarse, le permitan también no ser rehén de la opinión pública. Deberá aprender a dominar el monstruo de la impunidad y, sobre todo, a mantener su credibilidad, que es su único capital político. Quinientos años de historia, pues, se resumen en esta ruta hacia la independencia, la credibilidad y el dominio de la técnica.

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CÉSAR BENEDICTO CALLEJAS (Nopala, Hidalgo, 1970) es licenciado en Derecho por la Universidad Iberoamericana, especialista en Argumentación Jurídica por la Universidad de Alicante y doctor en Derecho por la UNAM. Autor de Siete ensayos de interpretación sobre la Utopía Latinoamericana (Porrúa, México, 2010), es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

Una respuesta para “La historia jurisdiccional de México
  1. Excelente trabajo, saludos.

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