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Repensar el sistema de justicia
Entrevista con Sergio García Ramírez
Este País | Ariel Ruiz Mondragón | 01.02.2013 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/Zuura
En los últimos años, debido al incremento de actos delictivos que lesionan gravemente a la sociedad mexicana (como el asesinato, el secuestro y la extorsión), en el país se ha discutido intensamente sobre la estrategia, las políticas, las acciones y los cambios legales e institucionales que nos permitan enfrentar de manera eficaz a la delincuencia en un marco de garantías y derechos para los ciudadanos. Lo anterior se ha reflejado en ciertas reformas —por ejemplo, la constitucional de seguridad y justicia (2008) y la de derechos humanos (2011)— así como en los esfuerzos por evitar los abusos de poder y mejorar la procuración de justicia, que han ido desde el nivel estatal hasta el internacional. Sin embargo, los primeros resultados de estos empeños no terminan por ser claramente positivos.

Para ahondar en la materia, Este País sostuvo una conversación con Sergio García Ramírez (Guadalajara, 1938), uno de los mayores expertos mexicanos en asuntos de justicia. Doctor en Derecho por la unam, García Ramírez ha sido profesor e investigador de la Facultad de Derecho y del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la misma universidad. Fue juez y presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), y titular de la Procuraduría General de la República. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores con el grado de Investigador Nacional Emérito, actualmente es presidente de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y consejero del Instituto Federal Electoral. ARM

ARIEL RUÍZ MONDRAGÓN: ¿Cuál ha sido el impacto del proceso democratizador en nuestras instituciones de justicia?

SERGIO GARCÍA RAMÍREZ: Cuando yo me refiero al proceso democratizador tengo que mirar hacia muy atrás y tratar de ver cuál es el punto de arranque. Es un proceso histórico que se ha dado en pasos sucesivos, a veces muy distanciados unos de los otros, y que va llegando paulatinamente a los distintos ámbitos de la vida política y social, uno de los cuales es la administración de la justicia, que nunca ha sido de los más diligentes y perceptivos. Rara vez comienzan los procesos de cambio por la justicia, y quizás es por eso que cuando surgen las revoluciones, el primer objetivo de la muchedumbre revolucionaria son sus instituciones emblemáticas: las cárceles, los tribunales, los archivos judiciales, los presos.

En México, las cosas no han ocurrido así en las últimas décadas; el proceso ha sido paulatino, muy lento, y se ha acelerado en años relativamente recientes, pero el impulso viene de muy atrás.

Los cambios constitucionales que se han producido desde 1917 hasta hace 15 o 20 años fueron muy numerosos, y tenían que ver, sobre todo, con dos temas. Primero, lo político: la ciudadanía, el poder público, las relaciones entre poderes, el sistema electoral, el ingreso de nuevos contingentes ciudadanos, las relaciones entre la federación, las entidades y los municipios. El segundo gran tema fue el papel del Estado en la economía, la rectoría de la vida social, la propiedad y administración de los bienes de la nación y los nuevos derechos individuales (educación, salud, trabajo, etcétera).

La justicia no fue un gran tema, no con la misma intensidad. Había reformas en materia de amparo, para reestructurar tribunales, para modificar competencias y para cambiar estructuras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) aisladamente. Había también algunas reformas en cuestiones penales, a propósito de la prisión preventiva, de menores infractores y de pactos entre los estados y la federación para la ejecución de condenas. Pero era muy poco.
Las reformas sobre justicia eran aisladas, como si estuviéramos muy satisfechos y complacidos porque poco había que hacer en la materia. Esperábamos a que se presentara una crisis para hacer algún ajuste de competencias. Pero no había una revisión sistemática.

Las revisiones sistemáticas empezaron propiamente en 1993, cuando se hizo una de las reformas más minuciosas de la justicia en materia penal, lo cual quizá revela que en ese año había ya una tensión fuerte. Comenzaban también los problemas más visibles e inquietantes en materia de seguridad pública (que va muy trabada con la justicia penal).

Entonces, desde 1993, y sobre todo a partir de 1995-1996, las reformas en materia de seguridad y justicia se han multiplicado. Casi no ha habido año en que no haya una reforma importante que tenga que ver con cuestiones de justicia penal, persecución de los delitos y juzgamiento de los delincuentes.

Ha habido un proceso intenso que es propio de una sociedad dinámica y en crisis de seguridad, y derivado de una justicia que ya no la complace. La incapacidad de los órganos de justicia se muestra de manera tal que hay que mirarlos otra vez, repensarlos y replantearlos para darles un nuevo rumbo.

En ese sentido, quiero recordar que fue en la década de los noventa cuando empezó la creación de las comisiones de derechos humanos en el país. ¿Cuál ha sido el efecto de estos organismos en el sistema de justicia?

Creo que fue muy benéfico crear los organismos no jurisdiccionales de defensa de los derechos humanos (jurisdiccional, ya teníamos el juicio de amparo), que son el ombudsman mexicano. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) fue una comisión que, de haber sido en su inicio una pequeña unidad en el seno de la Secretaría de Gobernación, se transformó en un aparato muy abundante y poderoso.

¿Por qué apareció el ombudsman y tomó una gran fuerza? Por una crisis muy grave en el ámbito de la procuración de justicia. La misión natural de los órganos de procuración es perseguir las violaciones a la ley; pero ocurrió de una manera muy manifiesta que los mismos agentes de procuración de justicia violentaban las leyes. Por esto se considero útil y oportuno crear instituciones de control, de contención, de persecución de esas violaciones a derechos humanos.

¿Dónde se alojó el tema cuando se hizo la reforma constitucional? En el artículo 102: en el apartado A están el Ministerio Público Federal y la Policía Judicial Federal, en cuyos marcos se habían cometido violaciones; en el apartado B quedó el sistema de protección de los derechos humanos.

Me parece que desde ese momento las comisiones han hecho un magnífico papel en lo que les concierne, que es una buena parte de ese gran conjunto de tutela de los derechos humanos. Su saldo es muy positivo, y seguramente van a seguir contribuyendo mucho más.

Una transformación muy importante fue la reforma constitucional de seguridad y justicia de 2008. Cambió el sistema inquisitorio por el acusatorio, adversarial, con juicios orales, por ejemplo. Pero, al mismo tiempo, mantuvo la prisión preventiva y el arraigo. A casi cinco años de esta reforma, ¿cuál es su evaluación de ella y de su implementación?

El giro de la justicia penal se dio en 1996, con una ley que yo he criticado mucho: la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada. Esta desvió el rumbo del sistema de justicia penal en México porque lo partió en dos vertientes: una justicia ordinaria para los casos comunes (que pueden ser muy graves) y otra específica para los casos de la llamada delincuencia organizada, con garantías reducidas o suprimidas.

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Muchos dijimos que se estaba creando una criatura que desviaba el sistema penal mexicano de su rumbo democrático, progresista y liberal, y que le está generando un nuevo componente muy autoritario y muy poco respetuoso de los derechos y las garantías de nuestra Constitución. Allí está, por ejemplo, el caso del arraigo y de algunas modalidades de prisión preventiva que nacieron con aquella ley. Incluso, la scjn alguna vez tuvo que analizar el tema del arraigo a propósito de la legislación de Chihuahua, y lo declaró claramente inconstitucional. Pero los partidarios entusiastas de este tipo de medidas dijeron: “Si es inconstitucional según la Corte, llevémoslo a la Constitución y así ya no lo será”.

La reforma de 2008 es híbrida, ambigua, como la cabeza de Jano: con dos rostros. Tiene un componente muy positivo, renovador, de mejoramiento de la justicia, y otro muy cuestionable, muy oscuro, de reducción y supresión de garantías. Mucha gente ha criticado el sistema de prisión preventiva y el sistema de arraigo (que es una prisión preventiva encubierta, contraventora de las garantías más elementales).

A la Constitución llegó el tema del juicio oral, que es otra cosa. Se vendió esta idea con una gran habilidad, como una especie de panacea para resolver todos los problemas. Yo recuerdo que algunos decían: “Frente al problema de los secuestros, de los homicidios, del desbordamiento de la violencia, de la delincuencia organizada, hagamos una reforma penal y establezcamos el juicio oral”. Muchos nos preguntamos: ¿qué tiene que ver el juicio oral con esos problemas? Absolutamente nada. Fue un recurso de mercadotecnia para pasar ciertas cosas en el conjunto de la reforma.

Se dijo que estábamos inmersos en un sistema inquisitivo y que pasamos a un sistema acusatorio. Esta es una de esas verdades a medias, porque no estábamos ni pasamos plenamente de uno a otro. Dimos pasos adelante en muchos aspectos (positivos, por cierto) de la justicia penal, en la legislación; pero esto no quiere decir que todo deba cobijarse y absolverse bajo la gran bandera del juicio oral.

El modelo es muy interesante, atractivo y conveniente. Pero yo me pregunto, y se lo han preguntado abogados que están inmersos en la práctica, no en el debate teórico: ¿qué tanto ha funcionado el juicio oral?
Vamos a ver las cosas con seriedad: de 100 delitos que se cometen en México, más de 90 quedan impunes. Entonces, ¿han servido para algo el juicio oral, el sistema acusatorio y la reforma penal en relación con eso? Aparentemente no. Los problemas son la impunidad, la corrupción, la inoperancia del aparato persecutorio y la falta de prevención de la delincuencia.

Ahora bien, de los casos en que sí se abre la investigación, de los que se lleva adelante un juicio, ¿cuántos culminan en la condena de un culpable? Muy pocos, porque la mayor parte de los litigios penales (así se quiso que ocurriera y así está ocurriendo) se resuelven a través de mediaciones, composiciones, entendimientos a veces no muy honestos entre el Ministerio Público y el inculpado o su abogado. Otros se resuelven a través de un arreglo entre el ofendido y el ofensor, en una especie de convenio. No está mal: yo creo que está bien que se arreglen las partes, siempre y cuando haya justicia y equidad en el arreglo.

¿Qué dijo la reforma constitucional a propósito del sistema acusatorio? En ocho años tiene que estar en vigor. Ha pasado la mitad, y no se ve muy cerca ni muy completa la vigencia de ese sistema; en muchos estados ni siquiera se ha empezado.

La reforma constitucional de 2008 también dijo: en tres años deberá estar hecha la reforma penitenciaria para los sistemas de reclusión, estableciendo la jurisdiccionalización de la ejecución de penas y mejorando el drama horrible del sistema de reclusión. Ya pasaron los tres años y más, ¿y cómo estamos? Igual o peor; abrimos cualquier periódico en cualquier día y sabemos lo que está ocurriendo: fugas, motines, delincuencia al interior de las prisiones, corrupción desenfrenada.

Yo quiero pensar en cómo está el sistema de prisiones a los tres años, cuando debería estar profundamente revolucionado. ¿Cuántos jueces de ejecución de penas existen? En el Distrito Federal, dos damas muy respetables, que hacen su mejor esfuerzo, y en el conjunto de la República, un puñado. Todo lo que se dijo que habría, todavía no lo hay.

Ahora se va a tener que volver a mirar todo esto porque el Gobierno federal acaba de anunciar algo que a mí me parece muy positivo: que México cuente con un código penal único y un solo código de procedimientos penales.

También hemos visto ya intervenciones importantes de organismos internacionales de justicia en México, como ocurrió con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el caso Radilla. ¿Qué influencia pueden tener estos organismos en nuestro sistema de justicia?

Yo fui juez de la CIDH durante 12 años, y su presidente durante cuatro, y tengo una convicción muy arraigada acerca del sistema interamericano y mundial de protección de los derechos humanos, que no han alcanzado plenitud pero que van caminando por el rumbo adecuado.

No es un sistema que se contraponga a la soberanía de los Estados, porque es un sistema construido por estos. El Estado que quiere participar, participa, y el que no quiere hacerlo no queda obligado por las convenciones y no queda sujeto a estos tribunales.

Entonces, no es por un acto de pérdida de soberanía sino por un acto de ejercicio de esta que el Estado mexicano ingresó al Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

La CIDH funciona desde 1979; México se incorporó como sujeto a juicio, potencialmente, en 1998, y de entonces para acá tuvimos la magnífica oportunidad de ver cuál era el rumbo de la jurisprudencia de la cidh en temas como el del caso Radilla y en muchos otros que vinieron a estallarnos en las manos.

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Ahora ya son varios (yo diría que demasiados) los casos mexicanos en los que ha intervenido la CIDH; ojalá que las cosas las resolviéramos aquí para no tener que resolverlas allá. Si hubiéramos estado muy atentos al rumbo de la jurisprudencia, hubiéramos sabido oportunamente qué era lo que iba a ocurrir y no hubiéramos estado enfadados por ello.

Nos llegó el caso Radilla que, esencialmente, dice lo mismo que lo que había venido diciendo la CIDH respecto al fuero militar durante más de 15 años. Esto me consta porque yo participé en muchas sentencias anteriores en casos idénticos, como en Perú. Se trata de casos de juzgamiento de delitos perpetrados por miembros de las fuerzas armadas por parte de tribunales militares y no civiles.

Ese gran tema lo había ventilado la CIDH sobradamente, y también muchas cortes constitucionales de países sudamericanos. Era un tema muy trillado, y era obvio que iba a haber una condena al Estado mexicano, que es lo mismo que ocurrió en casos como los de desaparición forzada y de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez.

Cuando se planteó el caso Radilla y se preguntó a la scjn cuál era el deber del Poder Judicial mexicano en el asunto, afirmó: “Sí, lo vamos a recibir; para nosotros es vinculante lo que dice la CIDH, hay que cumplirlo. Estas injerencias de órganos jurisdiccionales militares son procedentes a la luz de los tratados celebrados por México. Por lo tanto, estimamos que lo que manifiesta el caso Radilla en relación con nuestro país debe ser cumplido”.

Hasta allí me parece muy bien, pero hay algo en lo que sinceramente difiero: creo que las declaraciones de la cidh son vinculantes no solo en los casos de nuestro país; cuando se trata de interpretar la Convención Americana, lo son en cualquier caso, porque es una interpretación de una convención internacional que abarca a todos los países.

La SCJN caminó un poco más allá y habló de otro gran tema que ahora se nos ha vuelto cotidiano e inquietante, que es el de los controles de convencionalidad y de constitucionalidad a cargo de todos los jueces. Este es otro tema de la jurisdicción interamericana, y la scjn estableció un criterio en el sentido de que debe prevalecer un control difuso de convencionalidad. La CIDH nunca dispuso que hubiera un control difuso, pero es un tema sujeto a discusión, que nos permitirá arrojar un poco de luz para ver qué es lo más conveniente y haya armonía de soluciones, para que tengamos no un mundo de ocurrencias sino un verdadero sistema de ideas y conceptos que a todos nos den seguridad.

¿Qué se requiere para que exista esto? Que el Congreso legisle y diga cómo se van a distribuir las competencias para el control de convencionalidad, con qué efectos y de qué manera.

Ante la situación de delincuencia organizada, de violencia, de crímenes (se dice que en el sexenio pasado hubo más de 60 mil asesinatos y desapariciones), ¿cómo ha respondido nuestro sistema de justicia?

Nuestro sistema de seguridad y justicia, para deslindar bien. No podemos señalar a los jueces como responsables o actores principales en este escenario, sino que hay otros que son muy importantes como, por ejemplo, el Ministerio Público, corporaciones policiales bien dotadas y equipadas al mismo tiempo que seleccionadas y controladas, que no se coludan en el tráfico de drogas o en la entrega de personas inocentes a manos criminales, cosas de ese tipo. De esto no son responsables los jueces ni los magistrados.

Como usted menciona, allí están esas decenas de miles de muertos: ¿quiénes son?, ¿quién los mató?, ¿por qué los mataron?, ¿de dónde provenían las balas?, ¿qué investigaciones se han abierto?, ¿qué procesos se han seguido?, ¿qué condenas se han dictado? En unos casos sí se sabe, pero no en los 60 mil. Hay una oscuridad gigantesca en relación con estas enormes cifras.

Más allá de esa oscuridad, lo que pareció siempre claro es que se había seguido una estrategia que no estaba dando los resultados apetecidos; los únicos que estaba dando, supongo, eran de cierta contención y control de la criminalidad, pero no mucho porque esta seguía ganando terreno, incluso invadiendo funciones del Estado mexicano.

La estrategia no era la adecuada y muchos dijimos que había que cambiarla; pero hubo una perseverancia enérgica en que no había más camino que ese.
Hay una inercia pavorosa que viene empujando; pero también se ha ofrecido una política de prevención de la delincuencia. Me dio mucho gusto escuchar la primera medida anunciada por el titular del Ejecutivo: una política de prevención de la delincuencia que involucra acciones en las áreas educativa, sanitaria y de desarrollo, no solo en las áreas de persecución, lo que me pareció muy positivo.

Segundo: un respeto escrupuloso a los derechos humanos. Si estos padecen, no se resuelve el problema de la criminalidad y, al contrario, se agravan los problemas de seguridad y de justicia.

Tercero: un giro importante en la legislación, una unificación de la ley penal para evitar este caos que tenemos con tantos códigos penales y de procedimientos penales. Espero que esto tenga resultados y que las cosas puedan cambiar no solamente en las leyes, sino en las instituciones y en las personas. Va a costar mucho trabajo.

A principios del nuevo Gobierno se firmó el Pacto por México. En él hay cinco puntos dedicados al tema de la justicia, los compromisos 77 al 81, que son: la implementación de la reforma penal de 2008, la instauración de un Código Penal Único y un Código de Procedimientos Penales Único, y las reformas a la Ley de Amparo y al sistema penitenciario. ¿Con estos compromisos se están abordando los puntos fundamentales de nuestros problemas de procuración de justicia?

Todas estas propuestas que usted acaba de mencionar y que están efectivamente en el Pacto son, me parece, satisfactorias. Es atendible todo, a mi modo de ver. Pero si se habla de un nuevo Código Penal o un nuevo Código de Procedimientos Penales, pues habrá que saber qué es lo que incluyen. Si yo veo que en el último hay un título que se llama “Del arraigo”, diré “pues qué mal”.

El Código Penal para el Distrito Federal, que es un código más avanzado que el federal sustantivo, en la parte de definiciones de tipos delictuosos ha sufrido una serie de reformas en los últimos años que son francamente desconcertantes y lamentables. Por ejemplo, se convierte en delito el abandono de cascajo en la vía pública y otras conductas que son, desde luego, reprochables y que ameritarían sanciones administrativas pero no nueve años de cárcel.

La idea de tener nuevos códigos no solamente es positiva sino que es absolutamente necesaria, urgente.

¿Qué otros cambios constitucionales, legales, serían importantes?

Yo creo que habría que darle una mirada de nueva cuenta a la Constitución, a la reforma de 2008, para hacerla rigurosamente compatible con la reforma de 2011 en materia de derechos humanos. Volveríamos otra vez a ver si es pertinente este desdoblamiento del sistema penal mexicano en un sistema con garantías, derechos y avances, y otro con garantías reducidas y recortadas.

Habría que revisar esto, volver otra vez sobre ejemplos dolorosos, como el caso del arraigo y el sistema de prisión preventiva (que es francamente irregular, diría yo, desde el punto de vista de los compromisos internacionales), pero hacerlo con buena voluntad, con buena disposición, con franqueza; no casarnos con una reforma que en esos aspectos ha sido cuestionada.

En principio, no puedo cuestionar el buen deseo de la reforma al artículo 18 en materia de sistema penitenciario, que debe estar basado en los derechos humanos. Me parece un poco extraño que tengan que decir en la Constitución que el sistema esté basado en la salud, en la educación, en el trabajo, en el deporte, pero hay que aplicarlo.

Esos son algunos de los cambios normativos que también hay que hacer. Nos pueden dar una buena esperanza, pero no para mañana.

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ARIEL RUIZ MONDRAGÓN es editor. Estudió Historia en la UNAM. Ha colaborado en revistas como M Semanal, Metapolítica y Replicante.

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