Friday, 19 April 2024
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¿De qué está hecha tu entraña, Señor?
Cultura | Este País | Ana Stella Cuéllar Valcárcel | 01.04.2014 | 0 Comentarios

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Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y me

abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.

(Apocalipsis 3,20)

 

Elegí este hermoso verso de la Biblia para iniciar mi texto por su esencia misteriosa, por ser una joya de creación literario-teológica que, como diría Jacques-Bénigne Bossuet en 1690, nos indica que “solo un corazón que haya gustado esta dulce y mutua comunicación en el secreto de su corazón [puede entender] estas palabras”,2 y de manera humilde creo que he experimentado este contacto.

Les comparto que el 11 de junio de 2012 un automóvil, que no se detuvo frente al semáforo en rojo, me arrolló. Casi pierdo la vida debido a las terribles lesiones que sufrí. Basta decir que al día de hoy llevo once cirugías, y aún no sé si la cuenta ha terminado. El proceso ha sido lento, doloroso, complicado, y me ha exigido tenacidad, voluntad, buen ánimo y, sin duda alguna, fe.

Soy editora, no teóloga, historiadora, filósofa o escritora, aunque sí escribo para mí y para amigos personalísimos. Mi esfuerzo y atención se han centrado en la edición de libros de humanidades y, como el de cualquier editor, mi trabajo es profundo, intenso, comprometido, pero también silencioso, discreto, oculto.

El evento que viví me llevó, casi de manera obligada, a reflexionar sobre la fe, pero el impulso para escribir este texto lo detonó una charla con mi entrañable amigo fray Carlos Mendoza,3 quien me ha acompañado desde que nos conocimos, hace veinte años, en todas las circunstancias de mi vida. En esa charla que cito él me dijo: “Stella, el mundo se ha deshumanizado”. Yo no estuve de acuerdo. Le dije que más bien creía que se ha humanizado, a secas, y, en cambio, se ha desespiritualizado. Me preguntó entonces cómo era mi experiencia de fe, y resultó un reto interesante poner en papel las respuestas que hoy doy a preguntas como: ¿qué es la fe para mí?, ¿cómo la entiendo?, ¿cómo la vivo?, ¿cómo se manifiesta en mis actos, sentimientos, en mi manera de pensar? Y de eso trata este texto.

Una de las primeras citas que sobre la idea de fe existe nos la ofrece el Nuevo Testamento. Ahí, en Hebreos 11,1 se lee que la fe es “el fundamento de las cosas que se esperan y el convencimiento de las cosas que no se ven”. La Iglesia católica ha definido la fe como “la total aceptación de la doctrina y de la autoridad absoluta de Dios en lo que revela o promete revelar”, pero cierto es que no todos los cristianos han aceptado que las exigencias de la fe son compatibles con las de la razón. Incluso ya desde los primeros cristianos muchos han insistido en que la fe se percibe como un disparate, si no se tiene la gracia de que Dios te haya abierto los ojos. Y en general los teólogos protestantes modernos subrayan el aspecto subjetivo o individualista de la fe, y no pocos se han centrado en la dificultad que implica intentar llevar en el día a día una vida cristiana y aceptar los credos como expresiones de fe.

Durante muchos siglos, religión y cultura estuvieron unidas y caminaron de la mano pero ya no es así. El concepto de cultura hoy lo entendemos como el conjunto de rasgos que caracterizan a un grupo social: los espirituales y materiales; los intelectuales y afectivos; los modos de vida; los derechos fundamentales del ser humano; los sistemas de valores, las tradiciones y, claro está, las creencias. Entendida así, la cultura se ha independizado de la religión y ha adquirido enorme pluralidad, misma que además de una diversidad de costumbres, tradiciones y creencias, implica distintas maneras de ver y vivir la realidad.

Y aunque es innegable que este pluralismo cultural ha desplazado añejas y cerradas ideas, creencias y tradiciones, y plantea nuevas posibilidades de libertad, también lo es que ha propiciado que surjan diversas reacciones ante los asuntos de la fe. Entre ellas puedo citar la apatía que muestran quienes viven una fe débil o vacía, como un simple cumplimiento de ritos y costumbres; el fundamentalismo de aquellos que se rebelan contra toda posibilidad o certeza de cambio que afecte su manera tradicional de entender y expresar la fe; el sectarismo de quienes no valoran en forma positiva la realidad y deciden apartarse de la sociedad para evitar contaminarse; el esnobismo de quienes aceptan cualquier idea o moda que los libere de asumir algún criterio personal o de comprometerse en alguna acción seria, o la adaptación de quienes procuramos, porque me incluyo, hacer el ejercicio y esfuerzo de vivir nuestra fe adaptándonos a los cambios culturales, de manera crítica pero con confianza. Los que así actuamos aceptamos con apertura lo que la cultura aporta de positivo a nuestra fe, para vivirla con mayor autenticidad y valor testimonial, y a la vez impregnamos nuestro ejercicio cultural, es decir, nuestro vivir, con los valores del Evangelio.

Y aunque suene a lugar común es desde la fe que los cristianos debemos estimular, enriquecer, purificar y perfeccionar el ejercicio individual de nuestra cultura, a fin de colaborar en la construcción de una sociedad fraterna y solidaria, y tendría que ser la fe la base sobre la que nos comprometamos con las realidades sociales y la que nos orille a reclamar una constante atención a los problemas de este mundo.

Es claro que una cultura que se desentiende de los rasgos espirituales que la identifican queda mutilada en su propio ser, y una religión pierde legitimidad y credibilidad si no toma en cuenta las realidades culturales en las que está inmersa. Es por eso que la relación entre fe y cultura no debe ser de oposición, sino de diálogo y apertura mutuos.

Pero como yo soy editora, y lo mío es hacer libros, sobre todo libros de Humanidades —así, en altas—, será la literatura la herramienta que utilice para explicar mi experiencia en la fe. Sé que la fuerza de la palabra es contundente y creo que su expresión más digna está en la literatura. En ella sobran testimonios relacionados con la experiencia de la fe. Ya en Juan 1,1-3 se lee:

En el principio ya existía el Verbo,

y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.

Él estaba con Dios en el principio.

Por medio de él todas las cosas fueron creadas;

sin él, nada de lo creado llegó a existir.

Son incontables los autores de todas las lenguas que han expresado y dado cuenta de su fe en sus textos, sean ensayos, cuentos, relatos o poemas. Yo me valdré de estos últimos, en lengua castellana, para desentrañar el misterio de la fe, de mi fe.

Entre los muchos autores que podría citar están Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Del primero traigo aquí: “Lo que vos queráis, Señor”:4

Lo que Vos queráis, Señor;

sea lo que Vos queráis.

Si queréis que entre las rosas

ría hacia los matinales

resplandores de la vida,

sea lo que Vos queráis.

Si queréis que, entre los cardos,

sangre hacia las insondables

sombras de una noche eterna,

sea lo que Vos queráis.

Gracias si queréis que mire,

gracias si queréis cegarme;

gracias por todo y por nada;

sea lo que Vos queráis.

Lo que Vos queráis, Señor;

sea lo que Vos queráis.

 

Juan Ramón Jiménez se abandona absolutamente en el Señor. No muestra límite ni mesura. De alguna manera le dice: “Dispón de mí, Señor”. Yo no he experimentado nunca ese nivel de abandono en el Señor, ni siquiera cuando estuve tan cerca de la muerte. Por su parte, Antonio Machado escribe lo siguiente, en un fragmento que tomo del libro Proverbios y cantares:5

Yo amo a Jesús que nos dijo:

cielo y Tierra pasarán.

Cuando cielo y Tierra pasen

mi palabra quedará.

¿Cuál fue, Jesús, tu palabra?

¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?

Todas tus palabras fueron

una palabra: ¡velad!

 

La fe para Machado no es la del abandono en el Señor sino la de la alerta, la del verbo hecho acción, y yo voy más por esta línea.

De la misma generación que estos dos grandes hay otro autor con quien me identifico en cuestiones de fe. Me refiero al gigante Miguel de Unamuno, hombre con ansia de libertad, pero también de verdad, de certeza. En Unamuno la creencia en Dios responde a una necesidad intrínseca al hombre. Para él, y coincido, hay un imperativo vital que lo empuja a creer en Dios:

¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande

que no eres sino Idea; es muy angosta la realidad

por mucho que se expande para abarcarte. Sufro yo a tu costa,

Dios no existente, pues si Tú existieras

existiría yo también de veras.6

 

Unamuno necesita creer, necesita sentir, necesita saberse en Dios y a Dios en él, aunque esta necesidad no logre sostenerse en la razón, sino en el corazón. Agrega en otro texto: “Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por el camino de la razón, sino por el del amor […]. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle; hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él, antes de conocerle”.7 Así me siento yo… pero no solo así.

De nuestras tierras y tiempos traigo a colación a Jaime Sabines, quien escribe lo siguiente en un texto de Otro recuento de poemas 1950-1991:8

Para tu amor, Señor, no tengo apenas

otra cosa que dar que mi tristeza,

mis dos hijos, mi cama y mis penas,

mis esperanzas y mis noches buenas.

Para tu amor, Señor, no tengo nada,

nada más que mis huesos y mis prisas,

mis ojos, mis cabellos y mi almohada

y mi boca, repleta de cenizas.

Para tu amor, Señor, de mano abierta

y corazón arrodillado y manso,

aquí estoy al pie de tu puerta

y me regocijo y me canso.

 

Una fe sencilla, generosa y humilde es la de Sabines. ¿Cómo no sentir estos versos nuestros? Y sigo: contemporáneo, amigo entrañable, cómplice en la edición de libros, en la comunión de sentires y creencias, convoco a Alberto Vital, con su poema “Hoy sé…”:9

Y a mí también me tentará la nada.

Yo no soy quién para juzgar.

Yo tengo las manos llenas de piedras.

Yo vengo de mentir, de insultar,

de odiar a cada persona de las muchas que me ignoran,

de sentirme a la vez casa y camino.

Pero aún así juzgo: dictamino.

Veo a los que oran, piden, peroran.

Veo a tu Iglesia y me tienta el vacío.

La quiero más cerca de ti y del pobre joven sabio

que, enemigo del cobre,

corrió a los mercaderes, tuvo frío,

conoció el desierto, lloró en la cruz,

y fue luz al decir “Yo soy la luz”.

Alberto honesto, Alberto contundente, Alberto sin máscaras, que se atreve a mirarse en el espejo y no mentirse.

Sigo este recorrido, en el que trato de descifrar mi propia experiencia en la fe, así, en primera persona, porque estoy convencida de que para vivir la fe en plenitud se requiere apoyarla en convicciones personales. No basta con sentir cierta simpatía por Jesucristo, tampoco es suficiente una fe que solo se identifique con tradiciones religiosas o que se deje contagiar por el desencanto y la rutina. Si bien la fe no enseña, sí instrumenta, suscita, alienta, habilita, provoca, alimenta, despeja nubarrones, aclara sentimientos.

Tomo de Carlos Pellicer un fragmento de un poema que dedica a López Velarde,10 en el que percibimos esa fuerza de la fe:

Ser bueno como el agua del camino

que la herida refleja y que la alivia.

Ser dichoso, Señor, no es ser divino

pero ser bueno, sí. Por eso, entibia

la nieve, y que sea lago. La infinita

palabra del amor, arda y conviva

en mi ser, y se dé la estalactita

de la obediencia a ti. Toma mi frente,

y cíñela, Señor, con la infinita

corona del amor.

 

En el hospital, cuando mi estado y situación eran críticos, alguien trajo a una tanatóloga para ayudarme. Apenas tenía un hilo de voz y de vida. Ella era la que hablaba, yo escuchaba, sentía. Me pidió que me concentrara e intentara ver cómo la luz y la fuerza del Cosmos entraban en mi cuerpo para sanarlo. Insistió en que esa luz recorrería mi ser, hasta la última célula, y lo curaría, porque el Cosmos es la fuerza de la vida, dijo, pero no lo logré. Otra persona trajo a un sacerdote para que me ungiera con los santos óleos. Él lo hizo y me invitó a comulgar. No podía pasar una ostia completa, ya que apenas lograba abrir un poco la boca, pero él colocó en ella un pequeño pedazo de ostia e ingirió el resto en mi nombre. Dijo: “Siente a Jesús en ti, porque está contigo”, y permaneció en silencio. Lo escuché, estaba asustada. Justo cuando tragué el minúsculo pedazo, una descarga eléctrica recorrió todo mi cuerpo. Viajó por mis venas y sentí calor. Hervía. Sudé. Brotaron mis lágrimas, pero me sentí reconfortada. Entonces supe que no moriría. Experimenté lo mismo en dos ocasiones más. La mejoría comenzó a presentarse como milagrosa. En “La escritura de Dios”,11 Borges relata una experiencia similar. Cito un fragmento:

Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. […] Vi infinitos procesos que forman una sola felicidad.

 

La fe no es una creencia, no lo es. Más bien es una experiencia de relación que, como deberían ser todas las relaciones humanas, se establece y vive de manera libre y voluntaria. Consiste, creo yo, en reconocer primero en nuestro profundo interior ese “algo” que no tiene un solo nombre para todos los habitantes de la Tierra, pero que es lo que nos define a cada uno de cierto; es nuestra esencia más pura; el diseño original, perfecto, amoroso, generoso, tenaz y fuerte; inquebrantable, incorruptible y, por supuesto, indestructible. Hay quienes lo llaman “fuerza vital”, “poder del Universo o del Cosmos”, o con otros nombres, no importa… es eso que nos hace sentir parte de ese algo más grande, del Todo, de Dios, del orden universal, o cósmico, del ciclo vital que no termina, y del que somos parte, ya que, como Borges, no sé si los conceptos difieren. Eso que nos hace estar en Él al tiempo que Él está en nosotros, y ninguno estaría completo sin el otro. Y ese algo es lo que nos iguala o hermana con los otros y con Jesús.

Tener fe es aceptar esa divinidad perfecta en nosotros, y convivir con ella en alegría; saberla escuchar para, si así lo decidimos, dejar que guíe nuestro actuar, sentir, pensar; permitirnos que influya y determine nuestro modo de vivir. Es una relación amorosa y de amistad con Jesús. Lope de Vega lo dice en términos perfectos, y pone énfasis en lo voluntario de esta relación:12

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta, cubierto de rocío,

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

“Alma, asómate ahora a la ventana,

verás con cuánto amor llama porfía”!

¡Y cuántas, hermosura soberana,

“Mañana le abriremos”, respondía,

para lo mismo responder mañana!

El ejercicio de la fe tiene, entonces, varios niveles: con uno mismo; con ese “algo” muy íntimo al que yo nombro Jesús en mí; y después con los otros, sean católicos o no lo sean. Es decir, aceptando la pluralidad.

Estoy convencida de que estamos conectados con esa esencia pura, y que lo que nos sucede, a quien sea, afecta de alguna u otra forma a todos y a todo lo que tiene vida. Sabines coincide conmigo en “Mi Dios es sordo y ciego y armonioso”. Leamos un fragmento:13

Nadie se duela de la muerte de su hermano

más que de la del extraño.

Ni se goce en el nacimiento de su hijo

si no se alegra al parto de la desconocida.

Lo mismo es una flor que una hormiga

y la estrella es una flor elevada

y la piedra una flor resistente

—flor de grano de arena,

viento quieto, florecido.

Todo está sumergido y permanece

en el oscuro sol radiante,

en la líquida luz cuya forma enigmática

palpamos con los dedos

mientras el corazón pregunta: ¿qué es?

 

Y en estos términos es que establezco mi relación con Dios. Desde esta base es que practico la oración. La vivo como una experiencia privilegiada de encuentro y relación con lo divino. En ese silencio y paz hablo con Dios que habita en mí; me acerco a él y lo escucho; le agradezco o pido lo que me sea benéfico y conveniente; o bueno y útil para los demás. También me quejo de los otros y de él. Y creo que la oración adquiere mayor relevancia cuando es comunitaria. En Mateo 18, 20 Jesús dijo: “Donde estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos”.

La oración no solo alimenta la fe, también la fortalece, alienta el amor y la confianza, es un espacio en el que podemos mostrarnos tal cual somos: agradecidos y humildes, con fortalezas y miserias; es el espacio de la esperanza. La oración nos regala paz, y esta, sin duda alguna, genera alegría.

Es en estos términos que celebro mi fe no solo con quienes coinciden conmigo en mi manera de sentir y creer, sino sobre todo con quienes comparto el día a día, sin importarme su credo ni su fe. La celebro cada día procurando dar cuenta en mis actos del estilo de vida que elegí: el de entablar una relación con Dios a la manera en que lo hace un hijo con su padre; es decir, con sus días buenos y plenos, y sus días malos o indiferentes, y con Jesús y los demás seres humanos, una relación fraternal, también desigual, no siempre blanca, no siempre negra, pero siempre enriquecedora.

Dice el Evangelio que somos hijos de Dios, y por lo mismo hermanos unos de otros; por eso el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo. Y el mensaje de Jesús en este sentido es claro en varias citas: en Mateo 25, 40-45 se lee: “El prójimo es una imagen visible de Dios”. En Juan, 4,8: “El que no ama al prójimo no sabe lo que es amar, por tanto, no puede amar a Dios”; y en el mismo Juan, pero en 15, 12-13: “El amor más grande es dar la vida por los amigos”. Por eso la oración, al tiempo que nos acerca a Dios, nos enlaza con los otros, y es también el camino a nuestro propio corazón.

Recordemos el Salmo15 (w. 1-3.5) contundente y claro en este sentido:

Señor, ¿quién será huésped en tu tienda?

¿Quién habitará en tu monte santo?

El que procede con rectitud

y se comporta honradamente;

el que es sincero en su interior

y no calumnia por su boca.

El que no hace daño a su prójimo

ni agravia a su vecino;

el que no presta a usura su dinero

ni acepta soborno contra el inocente.

Quien así procede vivirá siempre seguro.

 

Así las cosas, entiendo la fe como el lazo amoroso y de respeto hacia los otros, no solo porque en ellos está el Señor, sino sobre todo porque en ellos estamos nosotros mismos. En “Soñar, Señor, soñar”14 León Felipe siente lo mismo:

Hazme soñar… ¡Soñar, Señor, soñar!…

¡Hace tiempo que no sueño!

Soñé que iba una vez —cuando era niño todavía,

al comienzo del mundo—

en un caballo desbocado por el viento,

soñé que cabalgaba, desbocado, en el viento…

que era yo mismo el viento…

Señor, hazme otra vez soñar que soy el viento,

el viento bajo la Luz, el viento traspasado por la Luz,

el viento deshecho por la luz,

el viento fundido por la luz,

el viento.., hecho Luz…

Señor, hazme soñar que soy la Luz…

que soy Tú mismo, parte de mí mismo…

y guárdame, guárdame dormido,

soñando, eternamente soñando

que soy un rayito de Luz de tu costado.

Y coincido con Unamuno en que la fe implica hacer el esfuerzo de que nuestra inteligencia y voluntad colaboren para entender y aceptar la revelación que Dios hace de sí mismo en nuestras vidas y en nuestros aconteceres.

La fe o, más puntualmente, mi fe no es religiosidad, aunque tome de ella ciertas herramientas y costumbres; tampoco es el conjunto de mis saberes. Mi fe se manifiesta en mi sentir, en mi voluntad, en mi capacidad de decidir; se traduce en cómo vivo.

Desde siempre he estado convencida de que somos perfección, evolución, alegría; que nuestro diseño es perfecto y tiende al gozo y a la vida. Con firmeza creo que estamos hechos para ser felices, porque esa es nuestra esencia, la esencia de Dios en nosotros, y creo que tenemos la capacidad de recomponernos para ese fin, sin importar lo que nos pase, aunque eso sea algo terrible.

La vida puso a prueba mis creencias al colocarme en una situación límite. Hoy, después de vivir lo que he vivido, sorprendida y agradecida por el cobijo recibido por los que me aman, y más aún por el que me han dado aquellos que no conozco, refrendo mis creencias y mi fe. Sé con certeza lo que antes intuía: que somos un producto colectivo, que nos pertenecemos unos a otros, que después de los duelos —de aceptar las pérdidas o asumir nuevas condiciones— tenemos la capacidad de recomponernos con lo que nos queda, y sentir dicha y gozo a pesar de lo que sea, o aún en las condiciones más duras. Confirmo que estamos hechos para la vida en la alegría, para estar en plenitud, aún con nuestras heridas o miserias a cuestas, y muy a pesar de ellas, y muy a pesar de todo… Dios, la vida, la fuerza de la naturaleza, o como cada quien quiera llamarle, nos dotó de un diseño que nos impulsa en forma recurrente a la vida en plenitud. Amado Nervo, en “Tú”,15 comprende a qué me refiero:

Señor, Señor, Tú antes, Tú después, Tú en la inmensa

hondura del vacío y en la hondura interior.

Tú en la aurora que canta y en la noche que piensa;

Tú en la flor de los cardos y en los cardos sin flor.

Tú en el cénit a un tiempo y en el nadir;

Tú en todas las transfiguraciones y en todo el padecer;

Tú en la capilla fúnebre, Tú en la noche de bodas;

¡Tú en el beso primero, Tú en el beso postrero!

Tú en los ojos azules y en los ojos oscuros;

Tú en la frivolidad quinceañera y también

en las grandes ternezas de los años maduros;

Tú en la más negra sima, Tú en el más alto edén.

Si la ciencia engreída no te ve, yo te veo;

si sus labios te niegan, yo te proclamaré.

Por cada hombre que duda, mi alma grita: “Yo creo”.

¡Y con cada fe muerta, se agiganta mi fe!

 

Y termino este texto con un breve poema mío, segura de que descifré lo que al día de hoy ha sido mi experiencia de fe:

Cómo se compone, Señor,

la entraña oscura y luminosa de tu abrazo,

que el hombre no requiere más la ira,

ni el caracol la concha,

el cardo espinas

ni la fiera garras. ~

1 Versión editada del texto que la autora leyó el 3 de agosto de 2013, durante el “Coloquio 25 Soles: de la palabra al símbolo”.

2 Destacado clérigo, predicador e intelectual francés que a finales  de la década de 1690 dijo esa frase. Citado en: Francisco Contreras Molina, Estoy a la puerta y llamo, Sígueme, Salamanca, 1995.

3 Fray Carlos Mendoza es dominico, y organizó el Coloquio para celebrar el vigésimo quinto aniversario de su ordenación sacerdotal.

4 Juan Ramón Jiménez, “Lo que vos queráis Señor”, en Manuel Casado, Cantaré tus alabanzas. Selección de poesías para orar, Rialp, México, 2006, p. 67.

5 Antonio Machado, “Yo amo a Jesús que nos dijo”, en Proverbios y cantares, Movimiento Cultural Cristiano, Madrid, 2006.

6 Ídem, “La oración del ateo”, p. 149.

7 Ídem, “Del sentimiento trágico de la vida”, p. 208.

8 Jaime Sabines, “Para tu amor Señor”, en Otro recuento de poemas, 1950-1991, Joaquín Mortiz, México, 1995, p. 287.

9 Alberto Vital, Regalos de tierra, Samsara, México, 2013, p. 52.

10 Carlos Pellicer, Colores en el mar y otros poemas, 1915-1920, Ediciones del Equilibrista, Nueva Inglaterra, 1993, pp. 10 y 11.

11 Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, 4ª ed., Siglo XXI Editores, México, 1973, pp. 211 y 212.

12 Félix Lope de Vega, “¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?”, en El caballero de Olmedo, Planeta, Barcelona,1990, p. 170.

13 Jaime Sabines, fragmento del poema “Mi Dios es sordo, ciego y armonioso”, en Otro recuento de poemas, 1950-1991, Joaquín Mortiz, México, 1995, p. 288.

14 León Felipe, “Soñar, Señor, soñar”, en Obras completas, Losada, Madrid, 1963, p. 374.

15 Amado Nervo, “Tú”, en Obras completas, t. II [Poesía], Aguilar, Madrid, 1973.

________

ANA STELLA CUÉLLAR VALCÁRCEL (Ciudad de México, 1963) es licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM y editora especialista en textos académicos, de literatura y arte desde hace más de veinticinco años. Ha colaborado como coordinadora editorial y como editora para importantes instituciones públicas y privadas, entre las que destacan: la UNAM, el INAH, el INBA, el Conaculta; el Colegio de Postgraduados de Puebla; el Grupo Editorial Planeta; Artes de México; el Mundo, Gráfica Creatividad y Diseño, Diseño Dos Asociados, Textonautas, entre muchas más.

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