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Educar ¿para qué?
Este País | Antonio Alonso Concheiro | 17.05.1999 | 2 Comentarios

Educar ¿para qué? Pregunta sencilla, aunque de respues­ta complicada, que sin duda se refiere a los fines o propósitos de la educación. Como suele ser cierto con desproporcionada frecuencia, las apariencias engañan y detrás de una pregunta tan inocente y directa se descorre todo un mundo de complejidad inusitada; en este caso uno en el que participan obligadamente, entre otros, la filosofía, la políti­ca, la economía y la sociología.

Para empezar, y como siempre que se trata de propósitos, es obligado especificar los de quién. Los diferentes agentes que participan en los procesos de educación no necesariamente tienen los mismos fines. La respuesta a la pregunta de para qué educar no puede ignorar este hecho. La educación de diferentes grupos de educandos puede tener, y de hecho tiene, fines distintos. Algunos se educan para ingresar al mer­cado laboral; otros, los muy pequeños de edad, para aprender reglas mínimas de convivencia; otros más, para adiestrar la voz. De igual manera, los fines específicos de diversos edu­cadores pueden diferir y difieren entre sí. Una empresa capacita para que sus empleados rindan más, sean más eficaces y efectivos; un sindicato educa a sus agremiados para que aprendan sus derechos laborales; una escuela católica para predicar la palabra de Dios. No es éste el lugar donde podre­mos explorar con detalle las diferencias. Daremos por descontado que en cada caso se podrá sobrentender a qué edu­cadores y educandos se refiere lo dicho.

La educación busca modificar el estado cultural de las personas. Dicho estado cultural está conformado por un conjunto específico de conocimientos, habilidades, valores, actitudes, hábitos, costumbres, etcétera. Por otra parte, el estado cultural de los individuos refleja obligadamente la cultura de la sociedad en la que viven; esto es, el estilo so­cial. Son la sociedad, los grupos de profesionales, la familia y la escuela quienes definen qué es un hombre educado y, por ende, el estado cultural ideal que deben procurar los individuos. Educar es pues crear y transmitir cultura. Me­diante la educación, toda sociedad, con base en los valores que profesa, intenta orientar a los individuos hacia ciertos ideales de conducta. Les ofrece un paradigma de comportamiento y convivencia o una conciencia del nosotros; les proporciona una visión o saber del mundo; los capacita (fí­sica e intelectualmente) para ocupar una posición producti­va, haciéndolos más eficaces y eficientes; los ayuda a elegir entre cursos alternativos de acción social (los politiza). Por otra parte, ningún individuo puede adquirir toda la cultura de su tiempo; todos nos vemos obligados a escoger un estado cultural preferido. Este lo seleccionamos por razones de vocación, de retribución material (económicas), de ideolo­gía, de presiones sociales o familiares, etcétera. Escogemos así sólo alguna de las posibles opciones ofertadas y nos educamos para conseguir el estado cultural corres­pondiente.

Algunas de las definiciones de educar incluidas en dic­cionarios comunes tienen el para qué explícitamente asociado al concepto de educar. Por ejemplo, educar como «preparar la inteligencia y el carácter de los niños para que vivan en sociedad»; o bien, educar corno «preparar a al­guien para cierta función o para vivir en cierto ambiente o de cierta manera». Educar está asociado, en dichos diccio­narios, con «dirigir, encaminar, doctrinar, enseñar, instruir». Se trata así, en otras palabras, fundamentalmente de una acción que el educador ejerce sobre el educando. El acento está en el que educa y no en quien es educado, visión que por cierto prevalece hoy en la práctica en la mayoría de los sistemas educativos del mundo. Educar es casi sinónimo de enseñar y poco tiene que ver con aprender.

Para reflexionar sobre los propósitos de la educación conviene distinguir al menos tres tiempos: los propósitos ideales los propósitos actuales y los propósitos futuros posibles.

En términos ideales, la pregunta para qué educar admite muchas respuestas. Por ejemplo, son frecuentes respuestas del estilo: a) para que las personas alcancen su felicidad (individual y colectiva); b) para que cada quien mejore, por sí mismo, su calidad de vida en lo individual y lo colectivo; c) para desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano; d) para que el ser humano viva en plenitud. Cualquiera de estas respuestas suena atractiva. Ninguna de ellas resuelve el problema. Después de todo, ¿qué es la feli­cidad? ¿qué es mejor calidad de vida? ¿en qué consiste el desarrollo armónico de todas las facultades del ser humano? ¿cuándo se vive en plenitud? Cualquier respuesta a estas preguntas tendrá un claro contenido moral y político; o, puesto de otra manera, existen tantas respuestas posibles como ideologías existentes. La ideología preponderante en una sociedad dada –ese saber doctrinario, suma de prejui­cios y teorías de saber especializado, adoptado por quienes detentan el poder– es la que proporciona la interpretación válida de felicidad, calidad de vida, desarrollo armónico, plenitud de vida, para esa sociedad (ese lugar, ese tiempo, esos grupos, etcétera). En todo caso, las respuestas ideales del nivel señalado requieren ser atenizadas en asuntos más concretos, deben traducirse en planteamientos más específi­cos que permitan orientar las acciones educativas, so pena de quedar como meras declaratorias inútiles.

Hoy existen en México varias tendencias en el para qué de la educación que, por decir lo menos, preocupan. Evi­dentemente no podré mencionarlas todas, ni podré entrar en el detalle deseable para las incluidas. Aspiro apenas a sembrar alguna de mis preocupaciones en otras visiones de nuestra realidad, las suyas.

Si los valores de la sociedad son los que orientan el para qué de la educación, los cambios en ellos serán decisivos para los fines de ésta. En los últimos años, como he señalado en más de una ocasión, México, tradicionalmente domi­nado por la cultura del «saber quién» (know who), del com­padrazgo, del conecte, adoptó con rapidez una cultura que pretende estar dominada por el «saber cómo» (know how). La eficiencia, la productividad y la competitividad como valores económicos preponderantes y casi únicos, son parte del cambio. Con la velocidad del tránsito, a nuestro país se le olvidó preguntarse el porqué, el para qué. La educación no es isla en el mar nacional. Y la respuesta al para qué de la educación parece estar dejándose, como muchas otras, en manos de las fuerzas del mercado, cuando no es a estas en­telequias modernas a quienes les toca responder. Queremos ser modernos, pero no sabemos porqué o para qué. En nues­tra sociedad actual el «saber cómo» no parece ser algo ins­trumental, sino el fin en sí mismo.

La educación es hoy un negocio importante y creciente. A él se dedica una parte no despreciable del producto interno bruto nacional, aunque una parte menor de lo que mu­chos quisiéramos. La participación del sector privado en la atención a la demanda de educación formal ha crecido de manera importante, en particular en los dos extremos del sistema educativo, la educación preescolar y primaria y la edu­cación superior. De manera natural, el para qué de la educación como negocio tiene que ser hacer dinero, tener ganancias. Ello nada tiene que ver con los fines ideales señalados arri­ba. Se puede plantear que esta última afirmación es falsa, pues a final de cuentas la demanda de los servicios educati­vos será directamente proporcional al grado de felicidad o calidad de vida que alcanzan sus egresados. El mercado termina por aprender y discriminar la buena de la mala educa­ción y por supuesto demanda la primera. Pero la calidad generalmente se traduce en precio y sólo los que más tienen pueden pagarla. Así, en el negocio de la educación los más ricos obtienen mayor y mejor educación, mayor acceso a la felicidad y mejores calidades de vida. La educación, que en algún momento se pensó sería factor igualador de oportuni­dades sociales, terminará por convertirse así en gran dife­renciador social.

Hoy una parte creciente de la población nacional dedica la casi totalidad de sus esfuerzos a sobrevivir. Para ella la búsqueda de la felicidad y el disfrute de mayor calidad de vida han quedado postergados. Lo importante, lo urgente, es cómo sobrevivir. Para estos mexicanos sólo cabe que el fin de la educación sea dotarlos de mejores herramientas para mantenerse vivos. No caben grandes florituras; no tienen cabida los grandes ideales educativos. Se trata simplemente de llegar a mañana. No es vivir en plenitud ni desarrollar sus capacidades de manera armónica lo que buscan; es sim­plemente vivir.

La educación tiene sin duda un valor económico. Y como parte de sus propósitos está capacitar a las personas, física o intelectualmente, para que ocupen una posición en el aparato productivo. Hoy, cuando nos hemos ido dejando dominar por el paradigma financiero, éste es el atributo de la educación que quizá recibe más atención. La educación para el mercado de trabajo, la capacitación por competencias labo­rales, etcétera. Una de las grandes preocupaciones del siste­ma educativo de nuestro país está en vincular a las institu­ciones educativas con los mercados laborales, con el míni­mo desperdicio. Se trata de adecuar a las primeras para que respondan mejor a las necesidades de los segundos. El siste­ma educativo es visto como el gran proveedor de recursos humanos para el aparato productivo. El problema no es que así sea, sino que lo sea a costa de todo lo demás; que lo sea para una estructura productiva cada vez más maquiladora y más comercializadora de los productos de otras economías. El sistema educativo ha sido tradicionalmente en México, aun en su nivel superior, una gran productor de buscadores de empleo. Nunca ha sido visto como productor de generadores de empleo. Quizá porque nunca se ha distinguido por premiar la iniciativa, por estimular la creatividad, por darle juego al riesgo calculado e inteligente. Con frecuencia, qui­zá por deformaciones ideológicas miopes, hemos rechazado la importancia de producir hombres de empresa, aquellos que emprenden caminos nuevos, confundiendo el término como sinónimo de explotadores de sus semejantes. Cuando la economía nacional crecía al 6 o 7 % anual medio sosteni­do, la oferta de empleos era un reto salvable. Hoy no se ve fácil crear el millón de empleos anuales que demandará el crecimiento demográfico. Pero seguimos produciendo bus­cadores de empleo.

La influencia de los valores del nuevo paradigma econó¬mico se dejan sentir en otras direcciones. Cuando el valor supremo es la competencia, en particular la económica, y ésta es la que nos asegura nuestro lugar en el mundo, o la ausen¬cia de éste y nuestra marginación, no hay cabida para la coo¬peración, para la solidaridad. Educar para competir quiere de¬cir educar para tratar de ganar. Y ganar, ser mejor que los demás, es la medida del éxito. Ayudar a los demás es dificul¬tar el proceso para superarlos y es por ende inconveniente. Hoy el acento social, y con él el educativo, está en la libertad individual, en el logro personal. La justicia social es asunto del pasado, pero también muy posiblemente del futuro.

En parte por su valor económico, la educación en Mé¬xico, como en otros países, se ha ido convirtiendo en buena medida en certificadora de credenciales y títulos. El propó¬sito no es tanto aprender, como obtener un título (de prima¬ria, secundaria, bachillerato, licenciatura, etcétera) que supuestamente indica que se aprendió. Se educa para obte¬ner y otorgar certificados. Nos educamos para ganar el de¬recho a emplear «licenciado» como sobrenombre o apodo permanente. Por supuesto este «credencialismo» no conduce a un estadio cultural superior, ni acerca a nadie a la felici¬dad o a la vida plena. Refuerza, sí, los valores de la simula¬ción y no es nada deseable; pero es.

Hasta hace algunos años el nacionalismo era un rasgo importante de la educación de nuestro país. Preocupaba que los mexicanos supiésemos cuál es nuestro origen, quiénes somos, cuáles nuestras costumbres, etcétera. Educábamos para afirmar nuestra identidad. Hoy no estoy seguro de que sea así. En la práctica los condicionantes sociales han cam-biado. El nacionalismo no tiene ya el valor de antaño. Hoy se habla más de globalización que de nación. La pérdida de soberanía trata de disfrazarse denominándola soberanía compartida. Se ha relajado hasta la defensa de nuestra lengua común y hoy se permite incluso la publicidad en inglés. El sistema mexicano educa cada vez menos para construir, reforzar o ampliar nuestra cultura nacional. México no pue¬de cerrar sus fronteras a un mundo cada vez más interde¬pendiente; pero tampoco está obligado a dejar de ser mexi¬cano al abrirlas.

Uno de los para qué de la educación debiera ser, sin duda, procurarnos una visión para comprender el mundo, para situarnos dentro de él, para comprendernos mejor a nosotros mismos. Ello requiere un esfuerzo de construcción de un todo en el tiempo, en la geografía, en las relaciones entre asuntos. Requiere de un tejido en el que unos conceptos se apoyan en otros, se relacionan entre sí. La visión puede ser más o menos detallada, más o menos incluyente, pero no puede estar compuesta por mensajes desarticulados. Hoy, quizá bajo la gran influencia de los medios de comunicación masiva, los mensajes educativos tienden a parecerse cada vez más a cápsulas de radio o televisión, a párrafos compac¬tos autocontenidos de no más de un minuto de duración. Lo que no puede explicarse todo en poco tiempo, lo que no tie¬ne utilidad inmediata, deja de ser valioso. Nada se explica, pero casi todo se ilustra con lujo de imágenes. Si el educado tiene que hacer algún esfuerzo, cambia de canal educador. Estamos cayendo en una educación fragmentada, centrada más en la facilidad de contar con información visible que en la tarea de comprensión del significado de la misma; en una educación de mensajes recortados. Hemos ido sustituyendo gradualmente la educación por una especie de entreteni¬miento vacío de contenido.

En la tarea de permitirnos comprender el mundo, de darnos una visión coherente del mismo, hasta no hace mucho la educación nos obligaba a acumular datos, información, que más tarde las teorías nos permitían relacionar y dar cuerpo, asimilarlos para crear conocimiento. Parcialmente, educarnos era almacenar información. En el extremo, aprender era memorizar. Ello, al menos en el papel, tendría que ser cosa del pasado. Hoy más que nunca la educación debiera enseñarnos principalmente sólo estrategias para encontrar la información y, sobre todo, para procesarla, para convertirla en conocimiento. Pero estamos lejos de que la educación intelectual a la que se someten los mexicanos se centre en el desarrollo del pensamiento, en la capacidad de asociación de ideas, en el ejercicio de la crítica. Pensar cuesta trabajo, suele ser incómodo y no siempre es econó-micamente rentable. El mundo entró, dicen, a una nueva era, la del conocimiento. Este será en el futuro el factor cla¬ve de dominio y poder. Para montarnos en la cresta de la nueva ola tendremos que inventar un nuevo paradigma edu¬cativo que nos enseñe a identificar, analizar y resolver pro¬blemas. Sobre la balsa de la complacencia en nuestro actual para qué educativo, sólo podremos esperar que el nuevo ciclo de crecimiento económico termine revolcándonos sobre la playa de la obsolescencia. En el mundo de hoy y de mañana la ciencia y la tecnología jugarán un papel crucial. Estas sólo podrán florecer en sociedades donde prevalezcan ciertos valores: la verdad, la crítica, la tolerancia. De la educación dependerá en esencia que la mexicana sea o no una de dichas sociedades; y para que lo sea habrá de remar contra corriente. El aprecio y apego nacional a éstos valores favorecería también, por cierto, el desarrollo de otros rasgos que hoy nos parecen atractivos, como la democracia.

Idealmente, entre los propósitos de la educación debiera estar politizar. No se trata de proponer el adoctrinamiento partidista. Se trata de politizar en el sentido de permitir el desarrollo de un sentido crítico o conciencia acerca de las ideas del mundo, para permitir al individuo elegir razonadamente entre opciones de acción social. Hoy, por una parte se nos trata de hacer creer que una conciencia tal no es más que un contaminante que debe ser evitado. Por ejemplo, hacer intervenir a dicho sentido crítico en la toma de deci¬siones sobre el rumbo económico es planteado como impu¬reza insensata, como obstáculo indeseable. Por otra, el ejer¬cicio de una conciencia tal se ve incluso como contraria a los propósitos de la educación: el estudiante a estudiar, no a reflexionar sobre los cursos de acción social. La educación tiene un papel importante que jugar para que los individuos aprendan a convivir y adopten ciertas reglas de comportamiento socialmente aceptables. Pero igualmente cierto es que la educación debe jugar un papel importante para poder cuestionar dichas reglas y hacerlas evolucionar. La educa¬ción debe permitir crear diversidad, experimentar perma-nentemente sobre la evolución.

Todo parece apuntar a que en el futuro el tiempo para el ocio aumentará. La educación para el ocio será así cada vez más importante. Tenemos la posibilidad de escoger si el tiempo adicional será de ocio creativo, o de ocio embrutece¬dor; si será madre de virtudes o padre de desajustes sociales mayores. Lo que es cierto es que hoy no tenemos la costum¬bre de cuidar nuestro tiempo de ocio. Casi por serlo senti¬mos tener derecho a desperdiciarlo.

Hemos también empezado a darnos cuenta del grave daño que nuestras acciones pueden causar y causan al entor¬no natural en que vivimos. Estamos aprendiendo que no basta con ser capaces de producir los bienes materiales que requerimos; debemos ser capaces de hacerlo en condiciones permanentes. El crecimiento demográfico y los patrones de consumo de nuestras sociedades de desperdicio nos han colocado cerca de causar daños irreversibles a nuestro entor¬no, poniendo en grave peligro de subsistencia a nuestro hábi¬tat. La dimensión del necesario equilibrio del hombre con la naturaleza se suma con cada vez mayor intensidad a las del equilibrio del hombre consigo mismo y con los demás. Hoy debemos educar para tomar en cuenta explícitamente dicha dimensión. Educar para terminar siendo pilotos responsables de nuestra pequeña nave espacial llamada Tierra.

México nunca se ha distinguido por su orientación hacia el porvenir. Hay quien nos ha visto como un pueblo que camina hacia el futuro de espaldas, con la mirada en el pasado. Nuestra definición de identidad ha visto sobre todo hacia nuestros orígenes; pocas veces ha recogido nuestros proyectos, a dónde queremos ir, cómo llegar. Quizá así se explique que nunca hemos educado para el futuro. Hasta no hace mucho México parecía ser un país de certidumbres, de invariantes. Mañana todo sería como ayer. Educar para el pasado o para el presente no tenía entonces porque ser dife¬rente que educar para el futuro. Se preparaba, y se sigue preparando, a niños y jóvenes para desempeñar funciones, y vivir en ambientes y de maneras conocidas: las de ayer o a lo sumo las de hoy. Pero todo cambia. Nuestro porvenir se ha vuelto incierto (siempre lo fue, pero no lo reconocíamos así). Estamos aprendiendo que ya no sabemos cómo será el mañana (nunca lo supimos, pero creímos saberlo). Más gra¬ve, hemos descubierto que no sabemos cómo imaginar el futuro. No tenemos visiones alternativas sobre los atributos que serán deseables para los mexicanos de dentro de 20 o 30 años, ni sobre el mundo en que probablemente vivirán. No hemos construido aún proyectos alternativos de país. Nos faltan los sueños conductores de la acción. Y hoy, como nunca, debiéramos educar para el futuro.

Nuestro porvenir seguramente estará caracterizado por una gran intensidad de cambio, alta incertidumbre y una creciente complejidad. Hoy no tenemos herramientas sufi¬cientes para comprender y evaluar adecuadamente estos ras¬gos. Nuestros modelos del mundo resultan inadecuados para su tratamiento. No tenemos siquiera categorías adecuadas para clasificar a la complejidad. Mientras este sea el caso, la educación deberá enseñarnos no ha resistir los cam¬bios sino a montarnos sobre ellos para saber sacarles el mayor provecho posible, no a reducir la incertidumbre sino a vivir con ella, no a sobresaltarnos por los resultados ines-perados que suele producir la complejidad sino a observarla para aprender de ella. Sobre todo, entre los propósitos de la educación haríamos bien en incluir prepararnos para apre-hender y aprender de manera permanente.

El autor es socio consultor de Analítica Consultores.
Ponencia presentada en el Segundo Coloquio Internacional Educación en el Siglo xxI, celebrado por el Fondo Mexicano para la Educación y el Desarrollo en el auditorio del Fondo de Cultura Económica en México, DF, del 9 al 10 de noviembre de 1998

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2 Respuestas para “Educar ¿para qué?”
  1. Andrés dice:

    Deseo leer el artículo con fines académicos. Es parte de la bibliografía que necesitamos en la Maestría en Derecho de la U.A.Q., mucho agraderé su respuesta favorable para poder conseguir este documento.

  2. Consuelo dice:

    Estoy interesada en el artículo de José Alonso Concheiro y no puede descargarse.

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