EL 2 DE JULIO del 2000 el México político cambió cual celaje, y nos adentramos a territorios desconocidos para nosotros. El verdadero cambio sin embargo, en caso de venir, sólo será resultado de un proceso de modificación de hábitos y conductas civiles en gobernantes y gobernados. En un estudio reciente, la mitad de los mexicanos encuestados no objetarían un gobierno corrupto con tal de que resolviera problemas (Demotecnia, junio de 1998). Ojalá también eso quede atrás. Si este proceso de cambio no ocurre, el 2 de julio quedará como una anécdota histórica y no como el avance que los mexicanos desearon y merecen.
El mandato que recibió el actual presidente es legítimo e incontestable, gracias al ahora asediado IFE -el verdadero regalo (lo caro salió barato) de la historia- que lo propició y garantizó. Es posible que la transición se haya ido gestando desde antes, con un presidente mermada-mente priísta rumbo a un presidente panista que no lo es tanto. Muchos, y no sólo el partido ahora en el poder, contribuyeron a ello. Quizás esta extraña fórmula híbrida fue necesaria e inevitable. Persiste el misterio de saber quién -si alguien- lo instrumentó precisamente así, y no de otra manera. Tres de cada cinco votantes se decidieron por otra opción y ningún gobierno debe perder de vista un dato de este orden. Los gobernados por otra parte no debemos engañarnos en que una cosa es el perfil de un candidato, que impuso acertadamente su imagen mediática mezclada con proposiciones claras, simples y accesibles a un amplio segmento de la población, agraviada y cansada ya de la corrupción acumulada (pero no generalizada) y de un discurso político crecientemente irrelevante, y otra cosa es el difícil oficio de gobernar, donde no todos son, ni pueden ser, aciertos. El beneplácito por el cambio rebasa el 42% de la población que votó por el candidato triunfante, lo que trae como regalo un merecido, pero no ilimitado, periodo de gracia y tolerancia para el nuevo presidente y su gabinete. Pero si los gobernados no entendemos que somos nosotros, el pueblo, el instrumento más importante del cambio en el desempeño cívico del país, el cambio no se dará. En el pasado fuimos más súbditos complacientes que ciudadanos (Letras Libres, febrero, 2001), y olvidamos que una democracia requiere de una constante y respetuosa vigilancia, y no la actitud de laissezfaire, laissez passé que nos caracterizó por tantos años, con el incrédulo beneplácito del partido entonces en el poder. El mejor servicio que una ciudadanía responsable puede -debe- hacerle a sus gobernantes es mantener una crítica sana y constructiva, resultado de esa incesante vigilancia. Dejar atrás las recíprocas conveniencias de la lisonja irrestricta debe ser tarea nacional. «¿Conoce usted el nombre y teléfono del diputado/senador de su distrito?» «¿Le ha hablado o escrito alguna vez?» En otra encuesta, más del 95% de los mexicanos contestamos con un patético no a estas dos preguntas (México, diccionario de opinión pública, 2000).
Cualquier gobierno, este mismo, puede caer en errores y despropósitos. Éstos deben generar respuestas ciudadanas, voces críticas, no en el plan de alegría por el mal ajeno sino para contribuir a los checks & balances esenciales en una democracia moderna, y así mejorar la base de información, para sobre ella generar mejores propuestas. Éste es el mejor antídoto contra pasiones políticas y radicalismos que pretenden monopolizar la verdad. La revista Este País -cuyo título ya dice con cierta sonrisa lo mucho que tuvo que ver, junto con otras publicaciones inteligentes, en este nuevo espíritu ciudadano para ir cambiando gradualmente la mentalidad de los lectores mexicanos respecto al desempeño del gobierno al timón del Estado- merece el crédito de la introducción de conceptos emanados de encuestas profesionales, que si bien no necesariamente ‘arrojan verdades, sí aciertan a dar ideas estadísticamente confiables de las creencias, actitudes, tendencias y opiniones de la ciudadanía en un momento dado. El impacto que esto tuvo en el discurso político fue notable.
Hay que reconocer que la curiosa manera de gobernar, ese cesarismo secuencial y a veces espasmódico que dejamos atrás, también trajo una larga y amplia, si no total estabilidad y paz social, lo que permitió que funcionaran razonablemente bien algunos proyectos sociales: diversos aspectos de la seguridad social, la salud pública, la cultura, la naciente investigación científica, la red de comunicaciones, la educación superior, etcétera, etcétera. Quedan como testimonios históricos de que no todo fue despreciablemente malo. No vaya a ser que por desmemoriados nos vaya a tomar por… un país de idiotas (Federico Reyes Heroles, Reforma, 2000), aunque sí por uno de enormes e inexcusables desigualdades. La euforia y la sorpresa que trajo consigo el cambio no deben cegarnos ante el hecho de que el gran esquema socioeconómico que seguirá operando en el país posiblemente no cambiará mucho. Lo que ocurrió fue una saludable alternancia en el poder, con la cual la ciudadanía reprueba a quien ya no la gobierna bien, signo de madurez en toda democracia que pretenda -no simule- serlo. Ahora debe también aprender a pedir respetuosamente cuentas a sus gobernantes… mientras gobiernan… A lo mejor así nos gobernarían mejor.
Quizás por eso -y no obstante marchas- estamos en paz. La moneda no se sacude y México se encarama en un sorprendente quinto lugar mundial en cuanto a índice de confiabilidad para inversionistas extranjeros a pesar de la recesión norteamericana {The Economist, 17 de febrero de 2001), sólo por debajo de Estados Unidos, China, Brasil e Inglaterra. Ojalá que no sea sólo por las maquiladoras. No soy economista para juzgar si el proyecto socioeconómico del actual gobierno es sano. El tiempo lo dirá. Ciertamente algunos de sus esquemas ya los venían ejerciendo gobiernos anteriores. Se dice que estos proyectos generarán más empleos y más riqueza, pero ojalá ésta no siga siendo menos que idealmente distribuida. Las fuerzas del mercado, que el actual gobierno quiere utilizar como directriz fundamental en su estrategia, no son tan despreciables como lo quiere ver el discurso de la izquierda. Han sido vigorosos motores del progreso y de la civilización a lo largo de la historia. ¿Se imaginan a la magna Grecia sin comercio, a una Florencia sin banqueros o a una Venecia sin mercaderes? Seguramente el mercado como conductor es lo mejor para producir, vender y exportar más y mejores productos manufacturados, alimentos, energía… Pero el mercado no lo es todo.
Hay tres elementos del tejido social que no conviene dejar totalmente a la deriva de las turbulencias del mercado. Entrañan aspectos que no tienen que ver con satisfactores materiales inmediatos o a corto plazo, sino que son conceptos mucho, mucho más complejos y esenciales en una sociedad que quiere mantener su identidad: la salud, la educación y la cultura (incluyendo la ciencia). El Estado, sin ignorar que las leyes del mercado también inciden en estas áreas, debe protegerlas contra la aparentemente irresistible injerencia de sus reglas, y no entregarlas al mejor postor, so riesgo de trivializarlas.
No cabe duda que es necesario e impostergable un saneamiento económico en el campo de la salud en todo el mundo. La atención médica se ha vuelto muy cara (tecnología avasallante, medicina innecesaria, demandas de mala práctica, etcétera). Algunas reglas del mercado siempre han operado en esta obligada área del quehacer humano, pero es urgente depurarlas y controlarlas, antes de que el deterioro se vuelva irreversible. Pero no sería deseable que esto se hiciera sólo para beneficio de inversionistas (Le. compañías de seguros…) con miras a convertirlo en un jugoso negocio. La milenaria e inescapable relación médico-paciente, basada en un contrato no escrito de confianza y conciencia no debe inmolarse en aras de atractivos proyectos de saneamiento económico que burocratizan y proletarizan a los médicos (ahora ya rebautizados como prestadores de servicios y supuestamente a veces sustituibles por una página de Internet) y destierran a la investigación biomédica sólo para dejar jugosas ganancias a las empresas aseguradoras que los pretenden controlar. Las estrategias para lograr esto no son ilegales, pero tienen algo de perverso al permitir que los administradores le dicten a los médicos -so pena de castigos económicos- los límites de sus esfuerzos por ayudar a los pacientes, al extremo de no proponer procedimientos legítimos y necesarios, simplemente por ser desafortunadamente caros (regla mordaza). Detrás de una simulada excelencia en la atención médica, resultado más bien de ingeniosas maniobras publicitarias, desaparecen la calidad científica y la calidez humanística y aflora sólo el espíritu de ganancia comercial. Médicos mal preparados, proletarizados, burocratizados, frustrados, desmotivados o indiferentes, así como estudiantes de medicina que para allá van, son de lo que se nutren estos nuevos sistemas de atención de la salud orientados por el mercado. Es curioso, pero los que diseñan estos nuevos modelos piensan en los enfermos como… los distantes y numerosos otros; pero cuando ellos mismos se enferman y se angustian, ya no piensan así. Todo esto ya ocurrió en los Estados Unidos, donde las llamadas HMO (en México ASÍS), ya erosionan en forma impresionante -y hay quien cree que irreversible-esa perla de la cultura norteamericana que fue su medicina científica, la mejor del mundo. Ciertamente nunca fue muy rica en espíritu social, pero fue científicamente espléndida y humanamente encomiable. Elevar a la categoría de derecho del paciente la libre elección de su médico primario -tal como lo sugirieron tanto el presidente de la República como el secretario de Salud-podría ser un primer paso para detener este deteriorante proceso. Esta fórmula simple no garantiza la salud, pero sí afianza el ingrediente esencial de confianza y conciencia para curar a veces, mejorar frecuentemente, pero -eso sí- consolar siempre. Las compañías de seguros no están en el negocio de consolar, pero alguien bien preparado, motivado y decorosamente remunerado debe hacerlo. Veremos.
El segundo rubro que proteger es la educación, ahora peligrosamente orientada en todo el mundo hacia el utilitarismo. Hacia algo que sirva económicamente y de ser posible pronto. Esto también puede a mediano y largo plazo traducirse en una verdadera catástrofe educativa. Como el estudiante de Euclides hace más de 2000 años, el de hoy parece preguntar solamente «¿…qué ganaré aprendiendo estas cosas?» A lo que Euclides despectivamente ordenó a su esclavo que le diera unas monedas con tal de que creyera que estaba ganando algo. Educar es ampliar el espíritu, es liberarlo. El verdadero acto de educar no es enseñar… lo que se debe pensar, sino… el pensar mismo. ¡Gran diferencia! Quien tiene pocas ideas, tanto más prisionero se vuelve de ellas (Unamuno), e invita a un incremento gradual del poder irracional de las creencias (Haberman). Una educación utilitarista -ya no se diga hedonista- comienza a erosionar ese impulso saludable y único del ser humano de preguntar por el sentido de la vida. La confusión existencial que resulta de una educación utilitarista-hedonista puede ser muy grande e inclusive invadir ámbitos psicológicos y psiquiátricos. ¿No tendrá que ver con esto el desasosiego y la creciente tendencia a la depresión de las sociedades contemporáneas? Epistemológicamente, la separación del conocimiento respecto del puro interés, o de las redes de intereses de la sociedad, son el honor del esfuerzo educativo, sin que ello excluya una suficiente reconciliación posterior de ambas vertientes para lograr lo que se necesita para salir adelante en lo cotidiano de la vida. La creciente proliferación de carreras conocidas como blandas en la educación superior, con visible disminución en el interés de las carreras duras o básicas, podría ser ya la traducción práctica de esta lamentable tendencia: ¿Dónde están los futuros químicos, filósofos, matemáticos, astrónomos, físicos, biólogos… que el país tanto necesita? Ciertamente todas estas carreras, blandas y duras, son respetables y de todas requiere la sociedad. Es la proporción, o más bien ahora la desproporción entre ellas, lo que preocupa. ¿Será lo que ya nos está dictando esa devoción irrestricta al mercado? ¿Estamos educando meros consumidores, que no generadores de conocimiento?
Finalmente, la cultura (incluyendo desde luego en ella a la ciencia): someterla también a ella en forma irrestricta a las de suyo obsesivas y compulsivas fuerzas del mercado, por cuanto a la orientación que le imprima el Estado, es igualmente riesgoso. Reverenciar sólo lo que se vende más, lo que complace a la mayoría y aceptar la curiosa tiranía del rating entraña el peligro de hacer de la cultura un sinónimo de diversión y entretenimiento de superficialidad complaciente, abandonando el espíritu a una grosera desorientación (Schiller). La afirmación de la sociedad, su identidad, así como su coherencia espiritual y cultural, no son favorecidas por el consumo homogéneo de cosas útiles, convenientes, baratas, divertidas y universalmente accesibles, sino por el delicado cultivo del idioma, la música, el teatro, la danza, las expresiones estéticas visuales… en fin, del arte, ese curioso apetito humano presente y necesario en mayor o menor grado en todos los integrantes de una comunidad, que así afirma -tolerante y complementariamente- su otre-dad con respecto a las demás. Bach, Bellini, Gaudí, Rulfo… son universales precisamente en la medida en que son genuinamente sajones, venecianos, catalanes y tapatíos. También a la cultura la tiene que proteger el Estado contra la dañina relativización que trae consigo la tiranía del mercado irrestricto. Por eso, para eso «…necesitamos poetas» (Hólderlin), esa expresión de salud de los pueblos, pues un país sin poetas, no es nada (Octavio Paz). Ex ore parvulorum, in vino et in poetas… ventas. En este orden… para que nadie se ofenda. Los poetas no dan órdenes; llaman a la reflexión.
Podría sonar un tanto anticlimático, pero la ciencia, la investigación científica, esa búsqueda sistemática de un mejor conocimiento del mundo que nos rodea, para usarlo respetándolo mejor, también se desvirtúa y confunde si, sometida a las fuerzas del mercado, se orienta sólo o privilegiadamente hacia lo útil, lo meramente tecnológico. Sin ciencia básica, sin aquella que es pensada no en función de si sirve o no inmediatamente para algo, sino que quiere satisfacer la curiosa obsesión del hombre por conocer el misterioso cómo de las cosas, simplemente no se puede llegar -que no fuera por mera serendipia- eventualmente a una ciencia sanamente aplicada. El caso del premio Nobel mexicano-norteamericano Mario Molina es un excelente ejemplo de esto. Sólo sobre una libre y sólida base teórica es que luego prosperará generosamente la ciencia aplicada. El ostensible abandono de lo teórico, por lo meramente práctico, útil y aplicativo, produce necesariamente en el obrar la misma banalidad que en el saber (Schelling). Imponerle ahora a la naciente pero ya intelectualmente próspera ciencia que hay en México finalidades meramente apli-cativas sería suicida, sería convertirla en una mina de hombres unidimensionales (Marcuse). A diferencia de la cultura, no hay una ciencia mexicana. El conocimiento racional es universal y compartible. Las aberraciones politizantes de las pretendidas ciencias nazi y soviéticas (Lysenko) ya nos enseñaron eso. El Estado, que a nombre de la sociedad civil financia mayoritariamente la investigación científica, no debe perder de vista este importante concepto, y debe protegerla inteligentemente contra el envolvente espíritu empresarial y utilitarista.
El innegable talento reunido en el nuevo gobierno mexicano, y la prudencia de la que ha hecho gala en el manejo de la política interna hacen tener confianza en que atenderá con sensibilidad estos problemas, que de hecho no son mexicanos sino universales, y logrará poner un saludable coto a la ilimitada injerencia de la mercadotecnia en estos santuarios sociales.
El autor trabaja en el IMSS, en la UNAM y en la Academia Nacional de Medicina.