I
HACE DIEZ AÑOS, en 1991, el primer número de Este país publicó los desconcertantes resultados de una encuesta de opinión: la mayoría de los mexicanos dejaba atrás los mitos nacionalistas y aceptaba una nueva integración de México en el mundo. En ese número de la revista Josué Sáenz comentó que en las nuevas condiciones el «nuevo nacionalismo mexicano debía ser a la vez internacional y microecnómico», y permitir que los sectores modernizantes marginados (servicios, finanzas, empresarios) se integrasen de nuevo al poder («Réquiem para Marx y Lenin»). Carlos Fuentes se refirió críticamente a esa mayoría de encuestados que manifestó su disposición favorable a una integración de México y Estados Unidos para formar un solo país: «Siempre ha habido polkos en los momentos de crisis en México… Esta disponibilidad pasiva no merece respeto»; sólo la democracia podía salvar a la cultura nacional. Yo, por mi parte, consideré que la cultura nacional estaba herida de muerte y que debíamos aceptar el tránsito a una cultura posnacional fundada en una nueva base democrática.
Diez años después podemos temer que el marxismo se expanda de nuevo bajo máscaras indigenistas, que no surgió un nuevo nacionalismo y que los polkos -según muchos- han llegado al gobierno. Una verdadera pesadilla posnacional…
Diez años después podemos ver que, ciertamente, los sectores modernizantes están de nuevo inscritos dentro del círculo del poder, que la democracia se ha instalado como sistema político y que estamos inmersos en una condición posmexicana. Llegamos a esta nueva situación después de una terrible crisis política en 1994, año en que surgió el movimiento neozapatista, que desembocó en un proceso de transición democrática; este proceso culminó con el triunfo del PAN y de Vicente Fox en las elecciones del 2000. Ahora quiero preguntarme: ¿cómo puede funcionar este nuevo sistema?
Intentemos imaginar si el nuevo y democrático sistema político mexicano podría funcionar y reproducirse sin derivar su legitimidad de la sociedad que lo rodea, salvo por el funcionamiento de sus propios mecanismos electorales, y cimentar su cohesión sin acudir a estructuras normativas externas. Se trataría de un sistema autolegitimado, autónomo y basado en la racionalidad y la formalidad de la administración y en su capacidad de generar las condiciones políticas del bienestar. Bajo estos supuestos, el sistema político ya no requeriría de mediaciones ni, por lo tanto, de fuentes extrasistémicas de legitimidad. Para continuar en el ámbito de la termodinámica de los sistemas abiertos, tendríamos una actividad gubernamental estructurada de tal forma que lograría no sólo dominar sino además reducir la complejidad del medio ambiente social circundante, en la medida en que aumentase la complejidad de la acción política. Es decir: uniformidad caótica -entropía- en la sociedad y orden sistémico en el gobierno.
Este es, sin duda, el sueño de muchos administradores y tecnócratas, que desearían tener la libertad de gestión suficiente para intentar, sobre la base de la calidad y la racionalidad, que la gestión política vuele por su propio impulso sin necesidad de recurrir a estructuras ideológicas o mediaciones sociales. En este sueño, en caso de existir déficits de racionalidad y eficiencia, el propio sistema lograría curar las heridas con medidas de carácter administrativo.
Esta utopía sistémica nos permite determinar rápidamente varios puntos estratégicos. Para comenzar, la gestión gubernamental debe operar sobre la base de una nueva cultura que sustituya al nacionalismo revolucionario del PRI. Se ha hablado de una cultura gerencial, cuya estructura simbólica debería tener la capacidad de articular la identidad del sistema político. No cabe duda de que, a escala mundial, se han acumulado muchas experiencias que alimentan la cultura gubernamental, enriquecida además por la transferencia de hábitos y prácticas procedentes del mundo empresarial. Desde luego, no quiero detenerme en detalles técnicos, sino preguntar: ¿es suficiente una cultura gerencial para dotar de legitimidad a un sistema político democrático? No lo creo, ni siquiera en el dudoso caso de que una cultura semejante trajese el bienestar económico para las amplias capas de la población más desposeída. La economía, por sí sola, no produce legitimidad.
La hegemonía de una cultura gerencial presupone que el sistema político mexicano, desde las elecciones del año 2000 en que pierde el PRI, ya no requeriría -como he dicho- de fuentes externas de legitimidad: la misma eficiencia de los aparatos de gobierno debería ser una base suficiente para garantizar su continuidad. Pero como todos sabemos, y como es obvio, los aparatos gubernamentales en México están muy lejos de esa eficiencia gerencial y están demasiado contaminados por formas corruptas, paternalistas o corporativas de gestión como para funcionar alimentados únicamente por una nueva cultura gerencial y mercadotécnica. Es curioso que haya sido la oposición de izquierda quien transmitió primero la imagen de un grupo de políticos, encabezados por Vicente Fox, que habría ganado las elecciones del 2000 gracias a sus habilidades mercadotécnicas y gerenciales en el manejo de la publicidad política, con las que habría logrado engañar a millones de electores. El nuevo gobierno estaría ahora intentando trasladar su destreza gerencial a la administración pública.
Esta es una explicación simplista que no permite comprender que la derrota del PRI está inscrita en un complejo proceso de transición democrática. Yo distingo dos ciclos de la transición: el ciclo corto y el ciclo largo.1 El ciclo corto se inició con la crisis política de 1988, se extendió hasta las grandes tensiones de 1994, y finalizó con las elecciones del año 2000. Durante este periodo se produjo la transición política a un sistema democrático. Pero las causas profundas de la transición, que implican una gran crisis cultural, se inscriben en un ciclo largo que se inició en 1968 y que todavía no termina. Este ciclo largo contempla la crisis de las mediaciones políticas nacionalistas y el lento crecimiento de una nueva cultura política. Es precisamente en este ciclo de largo alcance en donde podemos encontrar las señales de las nuevas formas de legitimidad. En los cambios y ajustes que el propio sistema en crisis propició podemos reconocer algunas indicaciones. Por ejemplo, ante la crisis del nacionalismo el gobierno priísta optó por impulsar el Tratado de Libre Comercio y la globalización, y después, ante los problemas de credibilidad, impulsó una reforma política que instauró un mecanismo electoral autónomo y confiable. Con estas medidas el gobierno priísta aceleró su fin, aunque su objetivo fuera todo lo contrario: alargar su permanencia en el poder. La oposición de izquierda hizo una mala lectura de estas situaciones: creyó necesario volver al nacionalismo revolucionario original (cardenista e incluso zapatista) y desarrolló una actitud populista de desconfianza ante la democracia electoral. El sector modernizante del PRI también hizo una lectura equívoca: creyó que los sectores tecnocráticos del gobierno, empapados de una nueva cultura eficientista y gerencial, habían logrado una legitimidad suficiente para ganar las elecciones del 2000. Se equivocaron, y su candidato perdió la contienda. Este desenlace es también una señal de advertencia a los nuevos gobernantes foxistas: sus habilidades empresariales, su talante tecnocrático y su inspiración gerencial -útiles sin duda en las tareas cotidianas de la administración- no serán suficientes para garantizar una nueva legitimidad. El nuevo régimen democrático necesitará echar raíces en los mismos procesos de largo plazo que impulsaron la caída del sistema autoritario. Lo que no sabemos es si el gobierno de Vicente Fox será capaz de auspiciar este profundo proceso de cambio, o se contentará con una gestión hábil y decorosa que, en el mejor de los casos, impida la quiebra del país. La historia reciente de otros países latinoamericanos (Argentina, Bolivia, Ecuador, Perú, Venezuela) nos indica que no estamos a salvo del peligro de naufragio. Así, el ángel de la historia le agradecería al gobierno de Fox haberse convertido en una eficiente agencia de pompas fúnebres encargada de enterrar el sistema autoritario, pero no lo contemplaría como un gran reformador que hubiese abierto las puertas de una nueva civilidad política y de una cultura política avanzada. Hay algunas señales inquietantes que indican que el gobierno de Fox podría contraponerse al curso profundo de la transición, contribuyendo con ello a frenar un ciclo que de por sí es lento. En todo caso, creo que no será posible -ni sería benéfica- una amalgama entre los mecanismos que el gobierno de Fox pueda usar para mantener e incluso ampliar el apoyo popular y los procesos de gestación de una nueva cultura civil y democrática. Pero una contraposición entre el gobierno y la nueva cultura cívica emergente sería dramática y desastrosa.
Independientemente de los recursos publicitarios del nuevo gobierno, se espera que el grupo gobernante comprenda que es necesaria una reforma del Estado mexicano. Tanto la llamada globalización como la reforma electoral democrática (y sus consecuencias, el TLC y la derrota del PRI) han mostrado que México avanza por un camino que se dirige hacia la descentralización, la federalización y la parlamentarización. Este proceso nos enfrenta a un problema: las tendencias políticas actuales han roto los esquemas. Las fronteras y los ejes que definían y clasificaban la actividad estatal se han quebrado o trastocado.2 Una de sus manifestaciones más espectaculares puede verse en el hecho de que las funciones de los tres poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) se ven ampliamente trastornadas y rebasadas por las funciones de un cuarto poder que no respeta fronteras: el poder legitimador que garantiza la gobernabilidad.
El poder estatal no sólo se legitima por un Ejecutivo eficiente, un parlamento representativo y una vigilancia justa. Se legitima principalmente por procesos culturales, educativos, morales e informativos que constituyen redes de vasos comunicantes que no respetan las fronteras tradicionales, ni las que dividen a los tres poderes, ni las de carácter territorial (sean electorales, estatales, nacionales, etcétera) ni las que separan los órdenes jerárquicos. Estas redes tienden a establecer nuevas y diversas formas relativamente autónomas de poder ciudadano.3
Se trata de redes extraterritoriales, metademocráticas, transnacionales, globales o incluso posnacionales. A primera vista estas redes culturales abarcan un conjunto extremadamente heterogéneo: medios masivos de comunicación (prensa, radio, televisión, Internet); escuelas y universidades; grupos étnicos, religiosos, sexuales; editoriales y hospitales; organizaciones no gubernamentales, iglesias, sectas y grupos marginales con vocaciones diversas (desde actividades paranormales hasta acciones paramilitares, desde pacifistas vegetarianos hasta dogmáticos terroristas).
Se trata de un nuevo espacio de poder más atravesado por los flujos culturales y simbólicos que por el intercambio de bienes materiales: un espacio legítimo, generador de legitimidad, pero poco y mal legislado, impulsado por una economía emergente que se basa más en la producción y circulación de ideas y menos en la de objetos, más en el software que en el hardware.
Así pues, y puesto que la descentralización, la federalización o la parlamentarización del Estado mexicano, en el marco de la división de poderes, dejan sin solución importantes problemas de carácter general y nacional, estrechamente ligados a la gobernabilidad, será cada vez más necesario legislar en el ámbito constitucional la existencia de áreas de gestión con un alto grado de autonomía con respecto a los tres poderes, así como en su relación con los espacios municipal, estatal y federal.
Estas áreas autónomas de gestión podrían constituirse como consejos, comisiones o institutos encargados de regir a escala nacional espacios tales como: la cultura, la educación superior, las autonomías indígenas, las iglesias, los medios de comunicación, los procesos electorales, e incluso ciertas instancias de la recaudación fiscal. Su constitución implica un acercamiento de algunas instancias del poder estatal a la sociedad civil: es en cierta forma, una «estatización» de la sociedad civil, pero también una «civilización» de la gestión estatal.
Como quiera que estas reformas en los aparatos estatales ocurran, se irán acumulando a lo largo de un proceso de cambios que insertará paulatinamente a México en una red global de países democráticos dotados de economías en expansión. Como puede verse, establezco un vínculo entre, por una parte, la gestación regulada de áreas de autonomía y, por otra parte, la inserción profunda de México en la llamada globalización, esa economía neocapitalista -impulsada por una gran revolución tecnológica- que se está expandiendo a escala mundial desde el norte de América y desde la Unión Europea. Soy perfectamente consciente de que la inserción en este proceso de países atrasados y con resabios autoritarios es sumamente difícil. Pero no es imposible. La experiencia de países como España, Grecia o Portugal puede ser iluminadora tanto de las dificultades como de las ventajas de esta entrada en la globalidad neocapitalista. Si agregamos a nuestra reflexión las experiencias de algunos países asiáticos (como Corea o Indonesia) no cabe duda que nuestro optimismo se enfriará. Y aún así, dadas las coordenadas geopolíticas que definen a México, no veo ninguna otra opción mejor en este momento. Además, me parece que se trata de un proceso previsible que se encuentra inscrito en el ciclo largo de transición al que hice referencia. El problema, para los sectores más avanzados, es lograr que la acumulación y circulación de riqueza pague un tributo elevado, en dinero y en reformas, para contribuir a la generalización del bienestar. Pero no me detendré ahora en la consideración de este problema.
La expansión de áreas de gestión autónoma y democrática tiende a ligarse a otro fenómeno: el paulatino surgimiento de una condición posnacional. La erosión del nacionalismo y su crisis como mecanismo legitimador no es una invitación a impulsar, como reemplazo, a un nuevo nacionalismo: es más bien una señal de que iniciamos una época en que los resortes de la gobernabilidad no se encuentran en la exaltación ideológica de valores nacionales. Es comprensible que esta situación haya alarmado a la izquierda democrática: en cierta medida estamos presenciando el derrumbe de los viejos paradigmas progresistas y el surgimiento de amenazas renovadas. Pero la izquierda ha enfrentado los nuevos procesos con una actitud conservadora y estrecha: sólo ve las amenazas de la privatización y de la dependencia con respecto a las redes globales, pero no comprende que es importante impulsar otros aspectos del proceso, como la ampliación de las autonomías democráticas y el combate de la corrupción (empresarial, burocrática o la ligada al narcotráfico y al crimen organizado).
La vieja izquierda aún tiene reacciones conservadoras ante estos cambios y adopta actitudes llamadas globalifóbicas, en lugar de analizar críticamente el proceso para descubrir aquellas facetas cuyo impulso puede auspiciar una elevación general del nivel y la calidad de la vida. Nos enfrentamos a una situación compleja y dramática: comprobamos que el desarrollo capitalista no conlleva necesariamente -como se creía y como todavía algunos creen- una pauperización material de la población, pero en cambio sí abre nuevos espacios que contribuyen al empobrecimiento cultural y espiritual de la sociedad.
Éste es un problema espinoso y complicado. La pauperización cultural no es, como se creía en los sesenta, una uniformización mundial para adaptar a la población a un mercado único, de acuerdo con modelos gestados por las sociedades de consumo altamente industrializadas. Las grandes amenazas no provienen de la circulación global de mercancías, ideas, valores y símbolos culturales, sino de otro proceso que acompaña a la globalización, como su sombra: el fortalecimiento de poderes locales que, en muchos casos, recuperan tradiciones culturales parroquiales empapadas de costumbres religiosas y fanatismos étnicos, intereses caciquiles o corporativos. No me refiero solamente a los poderes regionales que surgen gracias a la descentralización o a la federalización, sino también a aquellas fuerzas que se aprovechan de la desregulación y autonomía de lo que he llamado el cuarto poder (o los poderes culturales, sobre todo en los medios masivos de comunicación, en la educación y en las instituciones religiosas), para impulsar, no los símbolos globalizadores del neoliberalismo y del mercado mundial, sino una extraña mezcla de rancios valores conservadores con la agresividad soez de los nuevos ricos. Un cóctel de globalización y parroquialismo nos lo ofrecen cotidianamente muchas declaraciones de los jerarcas de la Iglesia lo mismo que numerosos programas radiofónicos y televisivos. Un ejemplo extremo, pero revelador, es la cultura del narcotráfico, combinación de catolicismo parroquial con crueles y desenfrenados apetitos de riqueza, de cursilería ranchera con negocios transnacionales. Otro ejemplo: cuando ciertas costumbres parroquiales se transforman en reglas sancionadas legalmente en municipios o estados, se corre el riesgo de consagrar formas de gobierno integristas, sexistas, discriminatorias, religiosas, corporativas o autoritarias; el ejemplo de Guanajuato, el año pasado, fue dramático: los usos y costumbres referidos al tabú del aborto, fundado en creencias religiosas, al ser transformados en ordenamientos legales en un pequeño estado crearon una espectacular confrontación a escala nacional. Los problemas locales se convirtieron en nacionales, y por ello el gobernador tuvo que vetar los preceptos legales votados por los diputados de Guanajuato.
II
He enfatizado los problemas culturales no sólo porque mi oficio de antropólogo me lleva a ello, sino además porque estoy convencido de que el futuro de la democracia en México está estrechamente vinculado con las maneras en que la cultura política generalizará nuevas legitimidades. He señalado también algunas reformas que podrían regular los nuevos procesos culturales. Pero, para terminar, quisiera enfrentar otra pregunta: ¿qué procesos culturales se implementarán realmente en los próximos años? Como no soy tan optimista como para creer que el nuevo gobierno impulsará decididamente un amplio proceso de reformas, ni como para pensar que en la sociedad mexicana no hay fuerzas poderosas que intentarán bloquear los cambios aun antes de que puedan siquiera proponerse formalmente, me veo en la necesidad de suponer que nos enfrentaremos a un periodo de turbulencia política. Aunque puede haber sorpresas, hay indicios de que la misma turbulencia proporcionará elementos estabilizadores que podrían fortalecer la cohesión de las fuerzas democráticas e incrementar la eficacia del sistema democrático. Sintomáticamente, se trata de elementos extrasistémicos generados por las tensiones a que se encuentran sometidas las viejas estructuras y las antiguas ideologías, así como por las tendencias a la acumulación salvaje de capital. Estos elementos extrasistémicos configuran lo que se podría llamar una franja de marginalidad hiperactiva, compuesta por segmentos del PRI en descomposición, guerrillas virtuales y guerrillas reales, crimen organizado y cárteles de narcotraficantes, movimientos de protesta urbana y suburbana, y diversos grupos paramilitares o terroristas. No se trata de un fenómeno desconocido: en realidad desde 1994 -con el alzamiento zapatista y los espectaculares asesinatos políticos- la sociedad mexicana comenzó a experimentar los típicos procesos de cohesión y contracción que, si no rebasan umbrales críticos, proporcionan cierta legitimidad a la actividad gubernamental.
En mi opinión podemos observar cierta fragilidad en esta peculiar dialéctica espectacular entre marginalidad hiperactiva y la correspondiente cohesión de las fuerzas que intentan estabilizar una normatividad democrática en torno del nuevo gobierno. Es cierto que este proceso implica la legalización (o, al menos, la legitimación) de una gran pluralidad de expresiones políticas, étnicas, sexuales o religiosas, lo cual es un fenómeno enriquecedor. Sin embargo, también entroniza costumbres asociadas a la violencia, a la corrupción y a las formas ilegales de protesta que más vale evitar que se generalicen. Estas costumbres son como las drogas: su uso puede llegar a generar dependencia. Ello fortalece sólo la estabilidad de formas de consenso aglutinador logradas más por el miedo que por el convencimiento cívico. Al mismo tiempo estos procesos frenan la consolidación de un sistema democrático y republicano de partidos políticos modernos, un sistema sin el cual es casi imposible pensar en una nueva legitimidad democrática, cuya pluralidad abra las puertas de la imaginación social y de la creatividad política.
Durante este año 2001, el primero del milenio, estaremos inmersos en este proceso. Espero que predomine su faceta más noble e imaginativa, aquella que envuelve y confronta al nuevo gobierno con el EZLN. La manera en que se desarrolle este primer acto del gran teatro político nos dará indicios sobre qué camino seguirá la democracia en México. Tengo la esperanza de que este primer acto disipe tanto las tentaciones guerrilleras y provincianas de la izquierda como la influencia de hábitos gerenciales y parroquiales en el gobierno foxista, y permita a los actores políticos mirar más allá de la conservación de sus intereses y del aprovechamiento oportunista de las ventajas coyunturales. Espero que las conspiraciones marginales y sectarias confluyan en la gran conjura democrática en la que muchísimos ciudadanos estamos comprometidos.
Notas
1 Expresé por primera vez esta idea en una discusión con Jorge G. Castañeda (hoy canciller del gobierno de Fox) y Claudio Lomnitz (profesor de la Universidad de Chicago), organizada por la revista Fractal y publicada en su número 12 de 1999 bajo el extraño título de «La transición, esa metáfora calva».
2 A continuación resumo los argumentos y las propuestas que presenté en la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado, encabezada por Porfirio Muñoz Ledo, y cuyas conclusiones aparentemente fueron aceptadas por Vicente Fox en noviembre de 2000, cuando estaba a punto de tomar posesión del cargo de Presidente de la República.
3 Véase al respecto la edición corregida revisada y aumentada de mi libro Las redes imaginarias del poder político, Océano, México, 1996.