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Adiós, homo economicus
Este País | Anatole Kaletsky | 26.08.2009 | 1 Comentario

¿Adam Smith era economista? ¿Lo eran Keynes, Ricardo o Schumpeter? De acuerdo con los parámetros de los economistas académicos de hoy, la respuesta es no. Smith, Ricardo y Keynes no produjeron modelos matemáticos. Su trabajo carecía del “rigor analítico” y la lógica deductiva precisa exigida por la economía moderna. Y ninguno de ellos formuló nunca un pronóstico econométrico (aunque Keynes y Schumpeter eran diestros matemáticos). Si cualquiera de estos gigantes de la economía solicitara hoy un empleo en una universidad, lo rechazarían.

En cuanto a su obra escrita, no tendría posibilidades de ser aceptada en el Economic Journal o el American Economic Review. Los editores, si fueran benévolos, tal vez recomendarían a Smith y Keynes que intentaran publicar en una revista de historia o sociología.

Si el lector piensa que exagero, pregúntese cuál es el papel que los economistas académicos han tenido en la actual crisis. Cierto, unos cuantos economistas convencionales con bases prácticas –como Paul Krugman y Larry Summers en Estados Unidos– han ayudado a explicar la crisis a la sociedad y a configurar parte de la respuesta. Sin embargo, en general, ¿cuántos economistas académicos han tenido algo útil que decir sobre la mayor convulsión en 70 años? La realidad es aún peor de lo que sugiere esta pregunta retórica: los economistas no sólo han fracasado, como profesión, en guiar al mundo para salir de la crisis, sino que fueron responsables fundamentales de habernos arrastrado a ella.

Cuando digo “economistas” no me refiero a los comentaristas y especialistas (entre quienes me cuento) empleados por los medios y las instituciones financieras para explicar la contracción del crédito o el derrumbe de los precios de la vivienda o el aumento del desempleo o los movimientos monetarios y los mercados de valores, por regla general mucho después de ocurridos. Tampoco me refiero a los analistas cuyos modelos computacionales arrojan cifras de apariencia científica sobre el crecimiento o la inflación en el futuro, cifras que deben corregirse de manera tan drástica cuando sucede algo “inesperado” (como siempre ocurre) que realmente no son pronósticos, sino descripciones de sucesos recientes. De acuerdo con un estudio realizado por el FMI sobre 72 recesiones en 63 países, sólo en cuatro de estos casos los analistas económicos predijeron una recesión por lo menos tres meses antes de que ocurriera. Los analistas y los especialistas económicos no pueden predecir el futuro por la misma razón que los meteorólogos no pueden predecir el estado del tiempo, la economía mundial es demasiado compleja y demasiado susceptible a sacudidas aleatorias para que los pronósticos numéricos precisos tengan un significado real.

Lo anterior no quiere decir que la economía sea inútil, no más que los pronósticos del tiempo poco confiables que llevan a soslayar las leyes del movimiento de Newton, en las que se basan. Pero la economía debe reconocer que, como disciplina, no puede dedicarse a predecir, sino a explicar y describir. Smith, Ricardo y Schumpeter explicaron por qué las economías de mercado suelen funcionar con una eficiencia sorprendente, a menudo a contrapelo de las expectativas de sentido común. Otros han explicado por qué las economías capitalistas pueden fracasar estrepitosamente y qué es necesario hacer entonces. Ésta era la misión de Keynes, Milton Friedman, Walter Bagehot y, a su manera, Karl Marx. Y los economistas que nos metieron en este lío se proclamaban los sucesores de estos grandes teóricos. Muchos de ellos son académicos que reciben premios Nobel, o sueñan con recibirlos, y se consideran en un plano intelectual superior al de los trabajadores de los bancos y los gobiernos, para no hablar del vulgo populista cuyas reflexiones aparecen en columnas periodísticas o la televisión.

Hasta ahora, los economistas académicos se han librado de asumir buena parte de su responsabilidad por la crisis. La rabia de la sociedad se ha dirigido a los culpables más obvios: los codiciosos banqueros, los corruptos políticos, los aletargados reguladores o los insensatos otorgantes de créditos hipotecarios. ¿Por qué estos chivos expiatorios se comportaron como lo hicieron? Aun los banqueros más codiciosos detestan perder dinero, ¿entonces por qué corrieron riesgos que, en retrospectiva, eran a todas luces suicidas? Keynes dio la respuesta, maravillosamente expresada, hace 70 años: “Los hombres prácticos, que se consideran al margen de toda influencia intelectual, suelen ser esclavos de algún economista difunto. Los locos detentadores del poder, que escuchan voces en el aire, destilan frenesí de algún escritorzuelo académico de algunos años atrás.”

Lo que “los locos detentadores del poder” oyeron esta vez fue el eco distante de un debate entre economistas académicos iniciado en los años setenta sobre los inversionistas “racionales” y los mercados “eficientes”. Este debate se inició teniendo como telón de fondo la crisis del petróleo y la estanflación y fue, en su momento, un avance en nuestra comprensión del control inflacionario. Sin embargo, a la larga, venció el lado que resultó estar equivocado. Y sobre esos dos reconfortantes adjetivos, racional y eficiente, los economistas académicos victoriosos erigieron un enorme andamiaje de modelos teóricos, recetas reguladoras y simulaciones por computadora que permitieron a los banqueros y políticos prácticos construir las torres de la mala deuda y las malas políticas.

Desde luego, siempre se reconoció que las economías pueden no satisfacer las condiciones para tener mercados “perfectamente eficientes“; que a menudo hay “fallas del mercado” provocadas por la falta de competencia, la divulgación desigual de información, las distorsiones fiscales, etc. Pero la insistencia en las fallas del mercado por parte de los políticos, en especial Gordon Brown, que quisieron justificar la intervención gubernamental era de suyo un testimonio de fe en las expectativas racionales y los mercados eficientes. Ahora bien, se llegó a considerar que las pruebas explícitas del mal funcionamiento de los mercados, ya sea en forma de una colusión anticompetitiva o de información falsa o alguna otra distorsión, eran una precondición indispensable para interferir de algún modo con las fuerzas del mercado. A falta de tales pruebas explícitas de las fallas del mercado, se tomó como un axioma que los mercados competitivos arrojarían resultados racionales y eficientes. El primero en plantear esta idea fue John Kay en “The failure of market failure” (Prospect, agosto de 2007) y posteriormente Will Hutton y Philippe Schneider abundaron al respecto en un ensayo de 2008 encomendado por la National Endowment for Science, Technology and the Arts.

Esto nos remite a las causas de la crisis actual. El otorgamiento irresponsable de créditos inmobiliarios que desató esta crisis ocurrió no por otro motivo sino porque los inversionistas racionales supusieron que la probabilidad de que cayeran los precios de la vivienda era casi nula. Los mercados eficientes convirtieron entonces estas suposiciones en señales de precios, que indicaban a los banqueros que era seguro otorgar créditos hipotecarios por el valor total de un inmueble u operar con un apalancamiento de 50 a 1. De manera similar, los reguladores, que permitieron que los bancos determinaran sus requisitos de capital y sus agencias calificadoras privadas establecieran el valor en riesgo en hipotecas y bonos, tomaron como un axioma que los mercados generarían automáticamente la mejor información posible y crearían los incentivos adecuados para el manejo de riesgos.

Fueron igualmente perniciosos los nuevos métodos contables de “ajuste al mercado” que exageraron muchísimo el auge. Permitieron que los bancos anunciaran utilidades siempre al alza y pagaran bonificaciones enormes a los operadores, dad de la venta de activos con un valor cada vez mayor, sino de las utilidades en el papel que suponían que el banco A podría vender sus activos en cantidades ilimitadas al último precio alcanzado recientemente por el banco B. Por supuesto, cuando, de pronto, la multitud de bancos que habían sido antes compradores de hipotecas y otros activos riesgosos dieron media vuelta al unísono y se volvieron vendedores, las utilidades en el papel creadas por la contabilidad de “ajuste al mercado” se desvanecieron de inmediato, mientras que las bonificaciones y los dividendos que se pagaban en dinero real, con base en esas utilidades ilusorias, no se podían revertir con tanta facilidad. Hoy, esa misma contabilidad de Alicia en el país de las maravillas funciona en sentido contrario: exagerando el descalabro al obligar a todos los bancos a declarar pérdidas enormes conforme a precios de liquidación total, que no guardan relación alguna con el verdadero valor económico de los activos en juego.

Un suceso final que convirtió la crisis en un desastre el año pasado fue el aumento de los precios del petróleo y los productos básicos. Esto también se vinculó con la fe en los mercados racionales y eficientes. La repentina escalada de los precios del petróleo y los alimentos a principios de 2008 se produjo, obviamente, como resultado del pánico especulativo, pero los gobiernos de todo el mundo se negaron a aceptar esto porque partían del supuesto de que el mercado siempre tiene la razón. En vez de aplicar una regulación más estricta del mercado para controlar los precios del petróleo y los alimentos, los gobiernos y los bancos centrales supusieron que la especulación con los productos básicos obedecía a riesgos inflacionarios y respondieron postergando una reducción en las tasas de interés.

El escándalo de la economía moderna es que estas dos teorías falsas –las expectativas racionales y la hipótesis del mercado eficiente–, que no sólo son engañosas, sino muy ideológicas, se hayan vuelto tan dominantes en los círculos académicos (en especial, en las escuelas de administración), el gobierno y los propios mercados. Aunque ninguna partamentos de economía tradicionales, ambas se encontraban en los principales libros de texto y eran componentes importantes de la ortodoxia “neokeynesiana”, que fue el producto final de la sacudida que siguió a la tentativa de Milton Friedman de derrocar a Keynes. El resultado es que estas dos teorías tienen más poder del que se percatan incluso sus propios partidarios: sí, apuntalan el pensamiento de los radicales más desquiciados de la escuela de Chicago, pero también, de manera más sutil, apuntalan el análisis de economistas sensatos como Paul Samuelson.

De acuerdo con la hipótesis de las expectativas racionales (HER), formulada por dos economistas de Chicago, Robert Lucas y Thomas Sargent en los años setenta, debemos ver una economía de mercado como un sistema mecánico regido, al igual que un sistema físico, por leyes económicas claramente definidas que son inmutables y comprendidas por todos. Pese a su obvia inverosimilitud y los ataques persistentes que recibió, sobre todo de la izquierda, las universidades y los organismos de financiamiento siguen considerando esta hipótesis como el fundamento más aceptable para una investigación académica seria. En Imperfect Knowledge Economics, libro de reciente publicación, los profesores estadounidenses Roman Frydman y Michael Goldberg se quejan de que “se enseña a todos los estudiantes de posgrado de economía –y cada vez en mayor medida también a los estudiantes de licenciatura– que para reflejar la conducta racional de una manera científica deben usar la HER”. También en Gran Bretaña la ortodoxia de esta hipótesis ha conservado mucho mayor fuerza de lo que a menudo se reconoce. Como señala David Hendry, hasta hace poco director del departamento de economía de Oxford: “Los economistas que critican el enfoque basado en las expectativas racionales han enfrentado grandes dificultades incluso para publicar estas ideas, o mantener financiamiento para su investigación. Por ejemplo, se rechazaron solicitudes recientes de financiamiento dirigidas al Economic and Social Research Council (ESRC) para un proyecto que tenía por objeto poner a prueba las fallas de los modelos basados en las expectativas racionales. Pienso que algunas de las deficiencias de las políticas británicas se deben a que la banca aceptó las implicaciones de estos modelos y, como consecuencia, tardó alrededor de un año en reaccionar a la crisis crediticia.”

¿Por qué esta teoría abstracta ganó tanta fuerza y por qué su influencia sigue siendo tan perjudicial? La respuesta está en la interacción de la economía y la ideología política. Originalmente, la HERfue obra de los discípulos de Milton Friedman en Chicago como consumación y afianzamiento de la contrarrevolución contra la economía keynesiana. La HERplanteaba un mundo en el que las políticas keynesianas nunca podrían funcionar porque todos habían llegado a aceptar la doctrina monetarista de que a la larga el gasto de gobierno generaría inflación –y como todos pensaban esto, seguirían sus expectativas racionales aumentado los precios y salarios de inmediato, con lo que se impedía incluso un aumento transitorio de empleos.

Aunque nunca dispusimos de pruebas empíricas para la HER, esta teoría tomó por asalto la economía académica por dos razones. En primer lugar, las suposiciones de leyes claramente definidas y expectativas idénticas se expresaban sin problema en modelos matemáticos simples, y pronto llegó a considerarse que esta maleabilidad matemática era un objetivo más importante que la correspondencia con la realidad o la capacidad predictiva. Los modelos basados en expectativas racionales, en la medida en que podían confrontarse con la realidad, por lo general reprobaban las pruebas estadísticas. Pero esto no disuadía a nadie de optar por la profesión de la economía. Dicho de otra forma, si la teoría no se ajusta a los hechos, hagamos caso omiso de los hechos. ¿Cómo pudo el mundo permitir que estas actitudes ostensiblemente no científicas dominaran una disciplina académica seria, sobre todo una tan importante para la sociedad como la economía?

Resulta irónico, pero la respuesta se halla en la gran importancia política de la economía: el segundo gran mérito de las expectativas racionales estriba en su principal conclusión ideológica, a saber, que las políticas deliberadas de estímulo macroeconómico adoptadas por los gobiernos y los bancos centrales no podrían nunca reducir el desempleo y sólo exacerbarían la inflación. Que el activismo gubernamental estaba destinado al fracaso era justo lo que los políticos, los responsables de los bancos centrales y los líderes empresariales de los periodos de Thatcher y Reagan querían escuchar. De este modo, pronto quedó establecida como la doctrina oficial de los establishments político y económico en Estados Unidos, y desde esa poderosa posición podía conquistar todo el mundo académico.

Para empeorar las cosas, las expectativas racionales paulatinamente se combinaron con la teoría relacionada de los mercados financieros “eficientes”. Esto fue ganando terreno en los años setenta por razones similares: una atractiva combinación de maleabilidad matemática e ideológica. Ésta fue la hipótesis de los mercados eficientes (HME), formulada por otro grupo de académicos influidos por la escuela de Chicago, todos ellos recipiendarios de premios Nobel mientras sus teorías se venían por tierra. En la eficiencia de los mercados, como en las expectativas racionales, se daba por sentado que había un modelo bien definido de conducta económica y que todos los inversionistas racionales lo seguirían; pero agregaba otro paso. En la versión rigurosa de la teoría, los mercados financieros, al estar habitados por una multitud de actores racionales y competitivos, siempre fijarían precios que reflejaran toda la información disponible con la mayor precisión posible. Como el precio de mercado siempre reflejaría un conocimiento más perfecto del que estuviera disponible para cualquier persona, ningún inversionista podía “vencer al mercado”, mucho menos podría un regulador aspirar alguna vez a superar las señales del mercado aplicando su propio criterio. Pero si los precios reflejaban de manera perfecta toda la información, ¿por qué entonces estos precios fluctuaban constantemente y qué significaban estos movimientos? La hipótesis de los mercados eficientes deshizo este nudo gordiano con una simple suposición: los movimientos del mercado son fluctuaciones aleatorias carentes de significado, equivalen a lanzar una moneda o al “trayecto azaroso” de un marinero borracho.

Esta idea de gusto anárquico era en realidad muy reconfortante. Si los movimientos del mercado eran en realidad monedas lanzadas al aire, podrían ser totalmente irregulares a corto plazo, pero muy predecibles en periodos más largos, como las ganancias de un casino. Para ser específicos, podría demostrarse que las analogías sobre el lanzamiento de monedas y el trayecto azaroso implicaban lo que los estadísticos llaman una distribución de probabilidades “normal” o gaussiana. Y las matemáticas de las distribuciones gaussianas (más la llamada “ley de los grandes números”) revela que era infinitamente poco probable la ocurrencia de perturbaciones catastróficas. Por ejemplo, si las fluctuaciones diarias de Wall Street siguen una distribución normal, es posible “demostrar” que las probabilidades de un movimiento superior a 25% en un día son de alrededor de una en un trillón. El hecho de que al menos cuatro sucesos financieros estadísticamente “imposibles” ocurrieran en apenas veinte años –en los mercados de valores en 1987, en los bonos en 1994, en las monedas en 1998 y en los mercados de crédito en 2008– habría significado en condiciones normales el fin de esta hipótesis. Pero como en el caso de las expectativas racionales, los hechos fueron rechazados y la teoría siguió reinando, aunque con algunos ajustes.

¿Por qué florecieron estas teorías desacreditadas? En buena medida porque justificaban cualesquier resultados que los mercados tuvieran a bien decretar: la ideología del laissez-faire, grandes salarios para los altos ejecutivos y millones en bonificaciones para los operadores. Y, cómodamente, los economistas académicos que habían ganado premios Nobel consideraban que estas teorías eran el patrón oro.

¿Entonces qué hacer? Hay dos opciones. La economía debe abandonarse como disciplina académica, para volverse un mero apéndice de un conjunto de estadísticas industriales y sociales. O bien, debe pasar por una revolución intelectual. Se debe reconocer que los programas de investigación dominantes son un fracaso y en vez de recurrir a suposiciones demasiado simplificadas para generar modelos matemáticos que pretendan arrojar conclusiones numéricas precisas, los economistas deben reabrir su materia a una serie de enfoques especulativos, obteniendo ideas de la historia, la psicología y la sociología, y aplicando los métodos de los historiadores, los teóricos de la política e incluso los periodistas, no sólo de los matemáticos y los estadísticos. Al mismo tiempo, deben limitar sus ambiciones a explicar únicamente lo que los instrumentos de la política nos permiten entender.

Se ha intentado aplicar muchos de estos enfoques –basados en la psicología, la sociología, la ingeniería de control, la teoría del caos e incluso el análisis freudiano. El más divulgado recientemente ha sido el de la economía conductual. Popularizada por Robert Shiller, el profesor de Yale autor del éxito de ventas Exuberancia irracional que se dice predijo el crackde las punto.com y la crisis de las hipotecas de alto riesgo, la economía conductual considera un mundo en el que los inversionistas y las empresas están motivados por la psicología de masas y los “espíritus animales” de Keynes, y no por el cálculo cuidadoso de las expectativas racionales. Sin embargo, es el menos radical de los enfoques alternativos porque no pone en tela de juicio el supuesto ideológico de la hipótesis de las expectativas racionales: que los auges, caídas y recesiones son todos causados por varios tipos de fallas del mercado y, por tanto, que las deficiencias del capitalismo laissez-fairepodrían, al menos en principio, evitarse haciendo a los mercados aún más “perfectos”. En parte por esta compatibilidad ideológica, no ha resultado demasiado difícil para la economía académica adoptar este enfoque conductual.

Más desafiantes para la ortodoxia de la economía académica han sido los enfoques que rechazan por completo el principio de que la conducta económica se puede describir por medio de relaciones matemáticas precisas. Benoit Mandelbrot, uno de los grandes matemáticos del siglo XXy precursor del análisis de sistemas caóticos y complejos, expone, en The (Mis)behaviour of Markets, cómo los economistas han soslayado 40 años de avance en el estudio de los sismos, el clima, la ecología y otros sistemas complejos, en parte porque las matemáticas no gaussianas aplicadas para estudiar el caos no ofrecían las respuestas precisas de la hipótesis de los mercados eficientes. El hecho de que las respuestas ofrecidas por esta hipótesis fueran equivocadas no parece haber disuadido a la economía “científica”.

Frydman y Goldberg, en Imperfect Knowledge Economicsofrecen ejemplos aún más asombrosos de la disonancia cognitiva en las tentativas académicas de usar las matemáticas como base para la economía “científica”. La IKE, como llaman los autores a su programa de investigación, objeta explícitamente la suposición de las expectativas racionales de que, al menos en teoría, hay un modelo “correcto” del funcionamiento de la economía. Más bien se basa en la idea de Keynes y Hayek de que todos los problemas fundamentales de la macroeconomía se derivan, en última instancia, de un hecho inexorable: una economía capitalista es demasiado compleja para que cualquiera de sus participantes tenga algún conocimiento exacto, en especial sobre sucesos futuros, aun si los mercados son perfectamente eficientes. Esto significa que las empresas y los inversionistas operarán de manera bastante racional en una amplia variedad de supuestos económicos distintos –y, lejos de ser irracional, esta conducta divergente es el ingrediente esencial del capitalismo que hace que funcionen el espíritu de empresa y los mercados financieros. Basándose en el concepto de la “reflexividad” popularizado por George Soros –que las expectativas del mercado, que en principio parecen falsas, en los hechos pueden cambiar la realidad y acarrear su propio cumplimiento–, la IKEanaliza un mundo en el que los participantes del mercado con opiniones diversas sobre las leyes de la economía cambian las condiciones macroeconómicas mediante la modificación de estas ideas. Al formalizar estos planteamientos, la IKEgenera pronósticos “cualitativos” de los movimientos monetarios –y resulta que estas cifras “borrosas” se acercan más a los movimientos reales de los tipos de cambio que las predicciones “nítidas” de los modelos de expectativas racionales, que son precisas pero siempre erróneas.

Todos estos enfoques heterodoxos tienen dos características en común: rechazan las ortodoxias ideológicas de las expectativas racionales y los mercados eficientes, así como la demanda metodológica igualmente sofocante de que los hallazgos económicos se deben expresar por medio de fórmulas matemáticas.

Hoy la economía es una disciplina que debe morir o pasar por un cambio de paradigma, para volverse más amplia de miras y más modesta. Debe ensanchar sus horizontes para reconocer los hallazgos de otros estudios de ciencias sociales e históricos, y debe volver a sus raíces. Smith, Keynes, Hayek, Schumpeter y todos los demás economistas verdaderamente grandes se interesaban en la realidad económica. Estudiaron la conducta humana real en mercados que existían de verdad. Sus ideas fueron fruto del conocimiento histórico, la intuición psicológica y la comprensión política. Sus instrumentos analíticos fueron las palabras, no las matemáticas. Persuadieron con elocuencia, no sólo con lógica formal. Nos queda claro por qué muchos de los académicos actuales tal vez teman ese regreso de la economía a sus raíces.

El establishment académico está peleando con uñas y dientes para resistirse a estos cambios de paradigma, como lo demostró Thomas Kuhn, el historiador de la ciencia que acuñó la frase en 1960. Este cambio no será fácil, pese al obvio fracaso de la economía académica. Pero ahora los economistas enfrentan una clara disyuntiva: adopten nuevas ideas o devuelvan el financiamiento público que reciben y sus premios Nobel, junto con los bonos para los banqueros que ustedes justificaron e inspiraron.

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Anatole Kaletsky

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