A mediados de 1993, César Gaviria, entonces
Presidente de Colombia, encargó a Rogelio Salmona
el proyecto para la Sede de la Vicepresidencia de la
República, institución creada por la nueva Constitución
Política de 1991. Para la construcción, por circunstancias
no previstas ni buscadas, tuve el encargo
de la supervisión técnica y administrativa. Así conocí
a Salmona, en la etapa preliminar de ese proyecto.
Vino a continuación un acucioso proceso de adaptación
a su particular enfoque de cómo
se construye. Unas veces de manera
sutil, otras con vehemencia, algunas
con ejemplos calificados de buenos,
malos o mediocres, muchas otras con
la didáctica del auténtico Maestro, pero
siempre con el profundo rigor que
lo caracterizó como arquitecto, Salmona
contribuyó a transformar mi manera
de entender y practicar mi oficio de
ingeniero calculista de estructuras y constructor. Con
sus grandes y novedosas aportaciones, me develó una
nueva visión de mi propio desempeño profesional.
A lo largo de los años, los retos a los que me enfrenté
con él fueron permanentes: en la búsqueda de
óptimos resultados, en la exploración de posibilidades
de innovar materiales y procesos, en la necesidad
de entender y practicar las estructuras como
“soporte de la arquitectura”.
Durante sus últimos quince años de vida, día a
día, acompañé a Salmona en el desarrollo de sus
proyectos. Edificios institucionales, bibliotecas, colegios,
casas particulares, su propia casa de campo, espacios
públicos, templos, centros comunitarios…
innumerables obras de nuestro gran creador fueron
aportando a las ciudades riqueza arquitectónica
y espiritual.
A su lado —siempre prudente, inteligente y discreta—,
su esposa, socia y compañera, María Elvira
Madriñán, participó en sus proyectos y fue celosa
guardiana de su acervo documental. Hoy, con altísima
calidad profesional, continúa el desarrollo de los
trabajos que Salmona dejó iniciados.
En ese diario trajín —al principio en una
relación de mutuo respeto profesional, pronto
complementada con una estrecha amistad personal
y en el marco siempre de mi admiración creciente,
no sólo por su arquitectura sino por las
múltiples facetas del ser excepcional que fue Salmona—,
recibí permanentes enseñanzas de vida,
de ética profesional y personal, de conocimiento y
aprecio por el arte en sus múltiples facetas.
A modo de homenaje y como un instrumento
para darle voz en estas páginas
dedicadas a su memoria, transcribiré
a continuación algunos extractos de su
pensamiento. Cabe señalar que éstos
proceden de sus escritos, entrevistas,
presentaciones y también de comentarios
suyos expresados en la vida diaria.
Pero antes quiero aventurarme en una
difícil tarea: intentaré hacer un retrato,
aproximarme a una definición del personaje multifacético
que fue Rogelio Salmona, mediante el
enunciado de sus para mí más notorias características
personales:
No únicamente el arquitecto —y tal vez excepcional
arquitecto por lo demás—, sino el
ser de profunda sensibilidad humana y social,
adalid del espacio público, melómano y lector
empedernido y profundo, contestatario, de fino
humor, culto contradictor, con racionales
ideas de izquierda, interlocutor inteligente, de
profunda cultura general, detallado conocedor
de la historia social, política y del arte de
la humanidad, estudioso permanente de la
historia de la arquitectura, de recia pero tímida
personalidad, riguroso y exigente consigo
mismo, apasionado y vehemente, agnóstico,
innovador de su propia arquitectura, autocrítico
nunca satisfecho con sus resultados, fiel y
buen amigo, hombre íntegro y ético, de vida
familiar austera y sin ambiciones materiales…
Rogelio Salmona era, en fin, un ser humano
integral.
• Destacado ingeniero y académico colombiano, Francisco de Valdenebro fue por los últimos quince años calculista,
constructor y supervisor de las obras de Rogelio Salmona.
El arquitecto en sus
propias palabras
La arquitectura
La arquitectura es ante todo la mirada que recorre
con rigor y con entusiasmo las pequeñas cosas de la
vida, que sublima lo cotidiano, que resuelve bien, por
ejemplo, una ventana, porque a través de ella entra el
paisaje, o que al diseñar un patio sabe que desde allí
descubre el hombre las estrellas y le da un límite al
infinito.
Pero entiendo la arquitectura, además, como un puñado
de nostalgias, lecturas, descubrimientos y pasiones.
Con la arquitectura transformamos la naturaleza y
moldeamos la ciudad. Es el pálpito del lugar, y lugar de
encuentro entre razón, encantamiento y poesía, entre
claridad y magia. El edificio arquitectónico es un lugar
de encuentro, para amar y descansar, descubrir y soñar.
En respuesta a esos anhelos, he querido que la arquitectura
produzca goce y emoción y que permita descubrir
el entorno geográfico. En otras palabras, la
arquitectura es producto de la íntima relación y permanente
confluencia entre la geografía y la historia.
La verdadera razón de la arquitectura, además de
la habitabilidad, es el goce, y la emoción su función
primordial. La arquitectura debe crear una
habitabilidad rica en sensaciones, en emociones;
no es una máquina, es el lugar de los recuerdos,
de la infancia, donde ocurren los acontecimientos,
donde uno realmente vive, goza, sufre y habita.
Como el hábitat es la condición misma del ser humano,
la arquitectura debe ser entonces lo más
amplia, generosa y hermosa posible.
A diferencia de las otras artes, la arquitectura,
sustancialmente abstracta, aunque materialmente
utilitaria, está condicionada por los acontecimientos
y el contexto del cual forma parte. Una de sus
características es que debe tener un claro concepto
de la realidad, es decir que debe poder evaluar
lo propio; saber extraer del fondo de la propia
cultura y geografía soluciones acordes con las necesidades
y comportamientos. La arquitectura no
debe separarse ni de su tiempo ni de su gente. Pero
debe ir más allá. Debe proponer espacios que
produzcan emoción, que se aprehendan con la visión, pero también con el aroma y el tacto,
con el silencio y el sonido, la luminosidad y la
penumbra y la transparencia que se recorre y
que permite descubrir espacios sorpresivos.
Es con palabras como se explican los hechos
arquitectónicos, pero me pregunto: ¿Qué
palabras pueden explicar la sutileza de la arquitectura,
las visiones simultáneas que amplían
los límites de la forma arquitectónica, los
espacios de silencio, los múltiples secretos de
las formas, las infinitas transparencias, el misterio
de la luz o la profundidad de la penumbra,
la revelación de un paisaje, el
imbricamiento de entornos lejanos e inmediatos,
un paisaje? ¿Qué palabras, además, pueden
explicar las sensaciones de un recorrido,
la revelación de paisajes interiores, el misterio
de estar adentro y afuera, la comunión entre
interior y exterior?
Mis conocimientos y razonamientos, sensaciones
y emociones, pero, sobre todo, la interpretación
que les he dado, han sido los
determinantes en la composición de la arquitectura
que he elaborado. Es una experiencia
personal, que no se puede transmitir; pero en
cambio puedo transmitir a través de la arquitectura,
de su espacialidad y de sus formas, emociones,
sensaciones, rechazos o aceptaciones.
Me parece que la función más importante de la arquitectura
es ésa, la de emocionar.1 El hombre, antes de conocer,
se emociona frente a la belleza, y el intento de
explicar la emoción lo lleva, a veces, al conocimiento.
Prefiero la arquitectura que me permita oír la resonancia
de las emociones, y me emociona aquella que deja entrever
la mano vacilante del que la elabora y la construye,
sus dudas, sus errores, y los intentos, como notas silenciosas,
en el resultado.
Mi arquitectura no es pintada; el color lo da la luz sobre
los materiales: el ladrillo, la madera, el concreto. El
color que aparece repentinamente en un muro horadado
y que es puesto en evidencia (¡otra vez el acontecimiento!)
por un rayo de luz… O el azul del horizonte que se
descubre al recorrer al sesgo un espacio en penumbra, o
la simple luminosidad de una transparencia…
La armonía, la sorpresa y el encuentro también forman
parte de la arquitectura: ésta es su profunda poética.
1 He aquí una de las anécdotas que más satisfacía contar a
Salmona: en la Biblioteca Virgilio Barco, de un grupo de
estudiantes sale una niña de diez años y le dice: “Arquitecto
Salmona: la maestra de la escuela nos dijo que usted
fue el que hizo esta biblioteca; no quiero su autógrafo…,
sólo quiero darle las gracias”.
El lugar
¿Cómo, al hacer un proyecto arquitectónico,
no se tienen en cuenta la
belleza del sitio, la magnificencia de
su luminosidad, la variedad de su vegetación,
la morfología, las formas
naturales y sus materiales?
¿Cómo no permitir la simbiosis entre
la arquitectura y el paisaje, las siluetas
y las transparencias, los
materiales pétreos y los acuosos, la
lluvia y el sol, y poner en evidencia
los colores y los cambios de luz?
¿Cómo olvidar lo urbano y sus años
de elaboración, las transformaciones
que toda ciudad ha tenido y su delicado
tejido, maltratado en muchos de
los casos por desidia o por ignorancia
y que toda nueva arquitectura debe
recuperar y exaltar?
Incertidumbre del principio
Al inicio de la creación de un proyecto
siempre tengo un “principio de incertidumbre”,
que inmediatamente se
convierte en la “incertidumbre de un
principio”. Y es que no sé si lo que
estoy proponiendo, a pesar de tener
unas cuantas ideas que me dan seguridad,
lo voy a lograr; es decir, no sé
si se va a consumar lo que propongo
espacial y poéticamente.
Tengo la incertidumbre del descubrimiento,
como cualquier navegante
que sabe de cuál puerto sale pero ignora
a cuál va a llegar.
El principio de incertidumbre en
un proyecto es que no se sabe si ese
alfabeto de emociones que uno
guarda en la memoria, a la hora de
la verdad, va a resultar. Alfabeto de
emociones que es la suma de afectos
acumulados en viajes por espacios,
lugares, arquitecturas
concebidas por otros en épocas
muy distantes de la mía.
¿Cómo lograr transmitir a través de
un hecho arquitectónico concreto
esas evocaciones, esos instantes capturados
en experiencias personales
que los demás no conocen, y que por
tanto no tendrán en cuenta en el momento
de aproximarse a la obra?
Lo difícil es eso: darle cuerpo a esa
afectividad, y, sobre todo, que otros
se conmuevan sin que necesiten tener
noticias de esas conmociones mías,
anteriores.
América Latina
Pienso que con la arquitectura se puede dar
una nueva interpretación al entorno construido,
y que podemos todavía hoy, en América
Latina, reinsertarnos en nuestro contexto histórico.
Nuestros problemas son tan grandes como
nuestras responsabilidades. En ese sentido la
ética debe ser absoluta. No tenemos derecho a
dilapidar esfuerzos ni ideas en obras de inspiración
fugaz. No tenemos derecho a destruir
paisajes hermosos, deteriorar ciudades frágiles
que no han tenido el tiempo de consolidarse y
menos de singularizarse. La presión del capital
y del mundo industrializado, con sus indudables
beneficios, sólo pueden ser matizados, digeridos
y transformados para nuestro bien.
Ésta es, en pocas palabras, nuestra situación.
Dentro de ella intentamos hacer una arquitectura
embebida de esperanzas y posibilidades.
Una arquitectura que se resiste a ser instrumento
del cinismo, la especulación y la “feúra”.
Queremos que la arquitectura y la ciudad
sean un patrimonio, una creación al servicio de
la comunidad, una ética para el futuro, una solución
para el presente con obras llenas de
emoción, diversidad, y de una diversa y emocionada
permanencia.
Hacer arquitectura en Colombia implica
buscar —ojalá encontrar— la confluencia entre
geografía e historia. No puede ser de otra
forma. De la historia, por muy incipiente que
sea, queda siempre una lección para conocer,
interpretar y mantener una memoria sobre lo
que ya se hizo y perdura. De la geografía —en
estas regiones majestuosas e indómitas— quedan
no sólo enseñanzas sino motivaciones que
permiten enriquecer la espacialidad.
Considero que hacer arquitectura en Colombia
y en América Latina es un acto político: la
defensa de lo público, las intervenciones arquitectónicas
respetuosas en la ciudad, la defensa
del paisaje, la estética concebida como una ética
y la lucha contra la segregación espacial son
y han sido las motivaciones para ejercer este
oficio.
En América Latina nuestra arquitectura no
puede ser efímera ni pasajera. Debe, más bien,
ser sólida y duradera, bien construida. Es una
contribución al espacio urbano de una ciudad
que se edificó con enormes problemas y no ha
tenido el tiempo de consolidarse.
La Ciudad
Con su gente, instituciones, monumentos, es decir
con su arquitectura, la Ciudad es la gran propuesta
civilizadora de la humanidad.
Es también el lugar de encuentro entre las necesidades
privadas y las necesidades colectivas, entre espacio
privado y espacio público.
Es en ella donde el pensamiento toma forma, y a su
vez la espacialidad característica de cada ciudad condiciona
nuestro pensamiento.
La Ciudad es diversidad.
El espacio público es la esencia de la Ciudad, pero
es sólo un aspecto de ella y de nada vale intervenirlo,
olvidando o abandonando los otros aspectos que la
conforman, como son su gente, sus instituciones y su
cultura.
Mi temor es que la Ciudad con lindos espacios públicos
recuperados, algunos de ellos bien vigilados y
saneados, adornados con bellas esculturas y gente bien
vestida y bien alimentada, sigan rodeados de pobreza y
de tristeza, sin escuelas y sin transporte.
El espacio público es la esencia de la Ciudad, su más
alto atributo. Es el legado patrimonial por excelencia:
la Plaza de Bolívar de Bogotá, la Plaza Vendôme de
París, la Plaza de San Marcos de Venecia, el Zócalo
de México son obras de arte. Fueron construidas para
beneficio de la comunidad y su característica más
importante es que son apropiables por la comunidad
entera.
Vanguardia y tradición
La tecnología es un hecho cultural. ¿Estar a la vanguardia
es desdeñar tecnologías tradicionales? Entonces
yo estoy en la retaguardia. Me parece fatuo hoy
estar en la vanguardia.
La vanguardia o la retaguardia no están en el uso
de las técnicas ni de los materiales sino en la aplicación
adecuada de las tecnologías a las necesidades de
una sociedad.
Lo ilimitado del límite
Un diseño arquitectónico goza del poder de despertar
emociones a partir de composiciones en las que rige
el número, la medida, la proporción, la armonía,
asociadas en forma enigmática a un simbolismo y a
un límite.
En los últimos proyectos que he realizado he tratado
de encontrar el límite en la espacialidad. Un límite
que puede ser el cielo, el infinito, el horizonte, el
límite dado a través de un elemento cualquiera, una
luminosidad repentina, un reflejo, un
cambio de atmósfera, una transparencia
que permite que la dimensión tenga
un límite, pero que a partir de esa
frontera aparezca o sugiera otro elemento
que sigue después, y así sucesivamente.
Lo que yo he buscado, a través de
diversas experiencias arquitectónicas,
particularmente las prehispánicas, es
acercarme al problema del límite porque
en esa arquitectura ceremonial y
cósmica encuentro una vivencia que
me permite entender mejor la continuidad
de los espacios arquitectónicos
y su relación con el cosmos.
Teotihuacán, Monte Albán, Pachacamac
son buenos ejemplos de esa relación
entre arquitectura y universo.
Las influencias
Primero, aceptar y ser agradecido
con las influencias. Mi obra le debe,
por supuesto, a Le Corbusier, con
quien trabajé por años y del cual soy
discípulo, pero también a Frank
Lloyd Wright, a Hans Sharoum y a
Alvar Aalto en particular, y sobre todo
a la historia de la arquitectura occidental
incluyendo la islámica y la
prehispánica de América.
Hacer arquitectura no puede reducirse
a un problema funcional y eficiente.
Es y debe ser, sobre todo, un
hecho cultural, colectivo e histórico:
un acontecimiento para el paisaje y
para los sentidos. Hacer arquitectura
es un acto de rememoración, es recrear.
Es continuar en el tiempo lo
que otros han a su vez recreado. Por
eso constituye un acto profundamente
culto, pues no se recrea lo que no
se conoce. Por el contrario, es el conocimiento
el que permite el escogimiento
y la selección. Y éste es el
gran momento de la creación arquitectónica.
El momento en el cual, como
sucede con la música, se empieza
a componer, a transformar lo existente,
a elaborar la forma, a definir la espacialidad
particular de cada obra y a
establecer la espiritualidad de la arquitectura.
Conviene mirar atrás antes de dar
el paso hacia adelante.
¿No sería un desperdicio desconocer
las grandes obras de la arquitectura
universal, y una inmensa tontería,
siendo un arquitecto americano, desconocer
los grandes conjuntos abiertos
prehispánicos, la sutileza de la
arquitectura colonial, la riqueza del
mestizaje, la sencillez de la arquitectura
popular, las innovaciones y la
causa social de la arquitectura moderna?
Sí, conviene mirar atrás, pero hay
que saber retirar la mirada en el momento
oportuno: se trata de recrear y
de transformar. No de copiar.
En casi todos mis proyectos me he
servido de la memoria y de las experiencias
arquitectónicas obtenidas al
recorrer, estudiar, dibujar y dimensionar
edificios y lugares del pasado y
del presente. Mirada que es fruto del
estudio de la historia y el conocimiento
de la geografía que, debidamente
interpretadas, me han servido de inspiración
para tratar de lograr la profundidad que cada proyecto requiere y proporcionarle
así su propia poética, su propia resonancia.
Retener la mirada para medir y dibujar esos lugares
que nos emocionan y guardarlos en la memoria
para algún día recordar sus medidas, sus ecos, su
resonancia, y componer recargado de emoción la
obra arquitectónica, los espacios sorpresivos, los
lugares de encuentro.
La memoria ayuda a encontrar el camino de la
poesía. Ayuda a descubrir que es posible y necesario
componer con el material, con la luz y la penumbra,
con la humedad, con las transparencias y
con los sesgos para lograr una espacialidad enriquecedora
para los sentidos.
Autocrítica
He tratado de ser consecuente con lo que he expresado
y de aproximarme a cada proyecto de acuerdo a
sus circunstancias, a esos planteamientos que sólo son
perceptibles en su lugar. Sin embargo, debo confesar
que la mayoría de mis obras son incompletas, les encuentro
carencias, formas que no se lograron, que no
pude concluir como lo deseaba, y tuve que renunciar
a la búsqueda de una perfección, inalcanzable, afortunadamente,
pues sería el fin de una travesía. De cada
proyecto me queda una frustración, consecuencia
de la necesaria renuncia, siempre dolorosa pero que
estimula porque obliga a seguir buscando, a continuar
la travesía interior hacia la perfección en la obra
siguiente, y así sucesivamente. Crecen cada vez más
las frustraciones, pero cada vez, la obra contiene elementos
nuevos, diversos, casi
logros que son aciertos para las
siguientes obras y sirven como
crítica de las anteriores.
Es la necesaria autocrítica
que todo arquitecto debe hacer
para no caer en una autosatisfacción
que le impedirá ver con
lucidez sus limitaciones, pero
también sus aciertos. A veces la
lucidez es más importante que
la inteligencia, sobre todo cuando
se trata de hacer, en una
siempre difícil y paciente búsqueda,
una arquitectura al servicio
de la sociedad, para el
goce y la alegría de la gente, y
que es al mismo tiempo su razón
de ser. Hacerla es la gracia
de revelar y de despertar el conocimiento
y la apreciación de
las cosas.
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