Una maldición, seguro. O a lo mejor no tanto. Si es que a uno
no le importa que febrero sea la gris continuación del esperanzado
primer mes del año y un estorbo antes de llegar a los
tiempos de la gloriosa primavera. O le es indiferente el devenir
de los planetas cuando su movimiento no es parte de la física, y
detestan la posibilidad —la Academia no tiene nada que ver
con los designios del cielo— de confundir la astrología con la
astronomía. (Los que nunca creerán que los signos del zodíaco
rigen el color y los tiempos de la suerte prefieren dejar a un lado
el almanaque y leer sobre la eternidad o el infinito.)
Pero nacer en febrero, para todos los que no hemos nacido
en él, no es precisamente una fiesta. Es un mes incompleto. Diferente
al habitual transcurso de los días, los meses y los años.
El único lapso de tiempo que puede tener un día más o uno
menos. Y el culpable de que los años sean bisiestos o no. Y
mucho peor: el estigma de que justo a la mitad —o casi a punto,
porque en febrero no hay ninguna seguridad de que la mitad
esté en el medio— hay que celebrar el amor y estar
enamorado. En estos días parece que el calendario obliga a
pensar en regalos nunca recibidos o en hasta dónde nos arrojó
el Destino y, de paso, recordarnos que nunca seremos como
Borges y jamás escribiremos un poema que se llame El enamorado
y diga sobre el amor algo siquiera cercano a lo que él dijo:
Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.
Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.
Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.
Eso no sucederá. Habrá que pensar en febrero de otra forma.
Y tendrán que importar los almanaques y los tiempos.
•
Revisando, pues, el calendario —con desgano,
casi con el convencimiento de que
más que abril, febrero es el mes más
cruel—, todo resultó en el hallazgo de varios
personajes ejemplares. Todos dignos
de un ensayo, un recordatorio, un monumento
y palabras muy bien puestas. Dejando
las complicaciones, nada más en el
segundo día de este segundo mes apareció
James Joyce. Y con él un recuerdo de
Salvador Elizondo, escritor, lector infatigable
del genio irlandés, responsable de
que en la literatura mexicana hubieran
desaparecido las regiones transparentes y
aparecido el ceremonial erótico y la escritura
como espejo de sí misma. Cotizado
maestro, también. En la Universidad Nacional,
titular de una materia que queríamos
tomar todos. Recuerdos de su clase,
el río del pensamiento.
La primera frase que dijo cuando todos
sus alumnos estuvimos sentados en su salón,
con el cuaderno abierto, la pluma en
la mano y la mirada ansiosa, fue:
—El que no haya leído Ulises de Joyce
abandone el salón, por favor. No tengo
ningún interés de darle clase.
Nadie dijo nada. Estupor y sorpresa,
primero. Una cierta rabia que no podía
asomarse porque era devorada por el desconcierto.
Y todo en la más completa fascinación.
Porque estar delante de
Salvador Elizondo era suficiente. Haber
conseguido entrar a su seminario había sido
como un milagro, y aspirar a ser su
alumno, por lo visto, una alegría que iba a
durar poco. Algunos se levantaron y caminaron
hacia la puerta. Casi esperando
que el maestro rectificara. Pero Elizondo ya se
había sentado encima del escritorio, había cruzado
los brazos y se mantenía inmóvil. Muchos
se fueron azotando la puerta.
—Yo no he leído el Ulises —dije nerviosísima—.
Pero, ¿me puedo quedar si ya leí el Retrato
del artista adolescente?
Salvador Elizondo lanzó una carcajada.
Me dijo que sí. Que el Ulises era para personas
más sabias y más viejas. Que él ya iba por la
quinta relectura y todavía no había entendido
nada.
Estaba mintiendo, por supuesto.
•
Dos días después de Joyce aparece William Burroughs.
“La gracia me llegó en forma de gato”,
anotó en uno de sus últimos diarios.
Nada que ver con la heroína o con el recuerdo
de haberle disparado a su mujer entre los
ojos jugando a Guillermo Tell.
•
El 8 de febrero nació Julio Verne. Cuentan que
hasta el mismo Dumas se entusiasmó cuando
Verne le contó que escribiría “la novela de la
ciencia”. Que después de tal confesión comenzó
con el frenético ritmo de trabajo que no
abandonaría nunca. Que en aquellos tiempos
de su estancia en París y sin haber publicado
aún su primera novela se levantaba a las cinco
de la mañana para trabajar durante cinco horas,
luego iba a la Biblioteca Nacional y estudiaba
química, botánica, geología, mineralogía, geografía,
oceanografía, astronomía, física, mecánica
y balística. Por las tardes su primo, Henry
Garcet, le enseñaba matemáticas y en las noches
iba a reuniones del Círculo de Prensa
Científica, donde departía con exploradores,
viajeros, periodistas y científicos. Ya estaba planeando
una gran obra, el éxito editorial y la suprema
ficción de toda ciencia. Ya veía en
aquella novela todavía no aparecida lo mismo
que su intrépido viajero Michel Ardan antes de
irse hasta la luna: “¡La distancia no existe, no es
más que una palabra relativa que acabará por
tener un valor igual a cero!”. Una prueba más
de que su destino como autor estaba cerca.
•
Escribir de un personaje es inútil y quimérico.
Porque el 15 de febrero nació
Galileo, y si bien descubrió la imperfección
de la luna mirándola por su telescopio,
el día 16 llegó al mundo Carlos
Pellicer, el poeta que llenaba de sol todo
lo que tocaba. El 7 de febrero Charles
Dickens, pero Guillermo Prieto el 10. Y
Bécquer nació el 17 pero ni el retorno de
sus oscuras golondrinas fue jamás tan familiar
como el verso del don Juan Tenorio
de Zorrilla —que nació el 21— reclamándole
su indiferencia al Cielo. Avanzando
los días el almanaque se engrandece y el
cronista sufre. ¿Cómo elegir entre Miguel
León Portilla y Schopenhauer si los dos
nacieron en febrero?
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