HACE DIEZ AÑOS se cantaba el ocaso de las ideologías. Las ideas firmes e inamovibles que pretendieron servir de rieles para la historia, sin anuncio previo, se adelgazaron de tal forma que muchos cayeron en el desconcierto. Derecha e izquierda, socialistas o capitalistas, se convirtieron en etiquetas que disfrazaban realidades mucho más complejas. Los conceptos omnicomprensi-vos cedieron paso, poco a poco, a una lectura más seria de los otros y de nosotros. La diversidad cultural se arrojó a la arena como el nuevo gran mediador, como explicación última que había estado dormida. A una humanidad siempre añorante de esperanzas se le restregaban las bondades de los mercados globales, de los auténticos milagros que la comunicación revolucionada y revolucionaria traería.
Pero la desaparición de los bloques y la hegemonía de un gran polo de poder, el de los Estados Unidos, no necesariamente condujo a una disminución de la violencia y a la prosperidad. Encaminados al embriagante cambio de siglo tuvimos que reconocer en el camino las muchas calamidades que no sólo no se debilitaban sino que incluso arreciaban. El conflicto en los Balcanes, la guerra de Irak, los enfrentamientos interétnicos igual en África que en el Medio Oriente o en Asia, nuevas pandemias como el sida o las crecientes hambrunas obligaban a tallarse los ojos para abrirlos de nuevo y encontrar esas necias realidades de barbarie inextirpable. La xenofobia igual en el sur de los Estados Unidos o en el sur de España o en Francia o en Turquía o en Asia nos mostraba, por desgracia, un rostro humano del cual quisiéramos olvidarnos.
The New York Times anunció en los años noventa con bombo y platillo que por primera vez en la historia de la humanidad poco más de la mitad de ella vivía ya bajo un régimen considerado como democrático. Puestos dos mil años de historia sobre un calendario anual equivaldrían a iniciar el festejo a las cinco de la tarde del 31 de diciembre. La cultura autoritaria se defiende sin embargo con bravura y demuestra que, frente a las olas de democratización, hay otra realidad tan sólida y resistente como una piedra. Las olas democratizadoras vinieron a romper allí justamente en la cultura. Las inversiones fluían ya de un lado al otro del orbe a velocidades inhumanas siguiendo las señales que se les daban desde los distintos mercados y las naciones que, por cierto, se multiplicaron velozmente a la segunda mitad del siglo pasado. Lo primero era entonces aprender a argumentar en la arena mundial de una manera diferente, en un lenguaje donde las preconcepciones y los dogmas eran señalados con puntualidad y severidad.
¿Y México? Nuestro país estaba atrapado en la tortuosa discusión de los votos, de esa suciedad del fraude en sus diferentes modalidades que todo lo enturbiaba. Los mexicanos podríamos tener muchas cualidades pero algo nos quedaba claro, no sabíamos contar. No contábamos con puntualidad a los miserables, no lo hacíamos con el déficit, ni con el ingreso, ni con el número de familias que conformaban el país. Acostumbrados a los arreglos todo se ponía en duda: los tirajes de los periódicos, la inflación, el crecimiento demográfico, el rating de las televisoras y estaciones de radio, el número de torturados, las hectáreas de bosques y selvas que perdemos cada año, los kilómetros de carreteras construidas, la deserción escolar, el número de mujeres que sufren violencia, etcétera, etcétera. No que todo fuera mentira, sino simplemente que lo único sistemático era ese fango de verdades, mentiras a medias, o medias verdades y finalmente las mentiras puras y muy ufanas.
Acorralados, asfixiados por el control oficial de la información, un grupo de amigos decidimos crear una publicación mensual que diera salida a información dura, a encuestas y estudios de prospectiva, que nos permitieran obtener argumentos modernos para combatir así un oficio de mentira altamente profesional e institucionalizado. Jamás imaginamos que nuestro pequeño navio habría de sufrir tantas tempestades y acosos. Para el gobierno el manejo externo de cifras era tanto como romper con su monopolio concedido resultado de una graciosa concesión divina. ¿Cómo iba a ser que se pudieran medir los hechos sociales con independencia de las inclinaciones de voto o la popularidad presidencial o las creencias religiosas o lo que fuera? Las encuestas rompían el principio sacro de la verdad oficial como única. Abrir alternativas en la lectura de nosotros mismos atentaba contra los buenos fines de la misión revolucionaria. Hacer ruido a la toma de decisiones era tanto como entorpecer y ello era signo de una intención aviesa. Nosotros lo único que nos proponíamos era publicar información dura, encuestas, estadística, es decir, divulgar una lectura de hechos muy descuidada, maltratada, despreciada. Cuántas veces no nos lanzaron: «las cifras no mienten pero que fácil es mentir con cifras», todo ello para descalificar con las municiones de una barata ideología, la más moderna por cierto, no una cifra lo cual ocurre en todas partes, sino una forma de leer la realidad, de vincularse con el mundo. Pero también estaba ahí una iniciativa privada, privada la mayoría de las veces de iniciativa. Ellos podían patrocinar concursos gastronómicos, ecuestres o desfiles de moda, pero dar publicidad a una revista apartidista sobre estadística eso si no, faltaba más, no vayan a estar en contra del régimen y entonces si en qué lío nos metemos.
Así que Este País tuvo que nacer tocando puertas de verdaderos amigos comprometidos con otro México que había que ayudar a nacer. Por azares de la vida la responsabilidad de encabezar el proyecto recayó en mí. Ocho años tuve el privilegio de dirigir la revista y en ese periodo un alto funcionario nos declaró «enemigos personales del presidente» y nos canceló toda la publicidad oficial y un presidente de triste memoria trató de orillarme a que le pidiera yo un favor para salvar a la revista. Ratos ingratos ha habido muchos, sobre todo cuando las cuentas no han pintado bien o cuando se nos ha reclamado no hacer otra cosa, publicar otro tipo de revista, para vender más.
Este País ha sido, ante todo, un proyecto cultural que nació y nada a contracorriente todos los meses. Si hubiera una cultura de aprecio a los datos y a las cifras, la publicación no tendría sentido. Pero precisamente la creamos para inducir una lectura diferente, una aproximación a los hechos más seria y profesional. ¿Tiene algún sentido en el país que hoy vivimos continuar en esta lucha? Por supuesto que sí. Hoy no nos imaginaríamos una elección local sin encuestas previas y las de salida ya nos parecen algo totalmente normal. Pero lo electoral es sólo superficie de una transformación profunda en las actitudes, en los valores, en las exigencias y demandas de los mexicanos. Eso es lo que necesitamos leer con mayor acuciosidad. Además no tenemos tradición de pensar en el futuro de manera seria. Estamos jubilosos de nuestra irresponsabilidad. Así que debemos seguir cultivando, abriendo la tierra para arrojar alguna semilla sobre cómo leer con modernidad epistemológica nuestra realidad. Modernidad epistemológica, qué expresión tan vanidosa, pero en el fondo de eso se trata. Si queremos proponer y aportar lo primero es conocer, conocer con los mejores instrumentos con los que contamos. Hoy vendemos estadística y un grupo educado de lectores paga por ello. Aunque suene vanidoso no hay en el mundo muchas revistas así.
Basta de conceptos. Vayamos a las emociones. Lo más grato que nunca les hemos contado es que Este País provocó la reunión ecléctica y herética de muchos que andábamos por caminos diferentes. La convocatoria inicial reunió a rostros nuevos que se acercaron porque querían estar ahí donde había acción. Sí, claro que escritores, analistas políticos, historiadores, economistas, etcétera, pero también personas de los medios, periodistas, activistas, fotógrafos, caricaturistas, políticos en ciernes y en retirada, científicos y por qué no decirlo aventureros. Algunos con fortuna otros no tanto. Todos, eso sí, abrazados por la consigna de no ser partidarios y convocar a la pluralidad. Alrededor de 1,500 personas acudieron a la convocatoria inicial en el Museo Tamayo. Los accionistas, entre comunes y preferentes, suman hoy alrededor de 460. Se han publicado casi tres mil materiales. El número de colaboradores diversos en la revista a los diez años alcanzan la cifra de 932, casi 8 nuevas firmas al mes. En el Consejo de Administración han ocupado un sitial casi sesenta personas provocando así una rotación que enriquece sus actividades. La revista ha tenido tres directores, cinco subdirectores, cinco presidentes del Consejo. Hasta por número la pluralidad se impone.
A final de cuentas yo sólo puedo agradecer. Agradecer la confianza inicial de los fundadores, la de todos aquellos que, de una y otra forma, se embarcaron con nosotros. Por supuesto agradecer a los lectores que fielmente se acercan a la publicación, agradecer porque además de todo me dieron el privilegio de ejercer uno de los oficios más nobles y bellos, así lo creo, el de editor.
Este País nació para leer el cambio. En conjunto algo hemos hecho para leerlo y provocarlo, de tal manera que el orgullo no es vana autocomplacencia, sino simple reconocimiento a los compañeros de esta travesía que apenas se inicia.