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De la isla a la Luna: el trayecto de Julio Verne
Cultura | Nydia Pineda de Ávila Becarios de la Fundación para las Letras Mexicana | 27.08.2009 | 0 Comentarios

Cuando se descubren las fronteras del mundo de la infancia, el misterio crea la ilusión de un espacio no conquistado y lleno de posibilidades; surge la inquietud de enfrentar el riesgo y llevar nuestra vida a otra parte. Quizá de viejos recordemos nuestros intentos de huida como aquellos acontecimientos que nos transformaron para siempre. Julio Verne escribió sus recuerdos de infancia cuando cumplió sesenta y tres años. La mitad izquierda de su rostro estaba paralizada y su ojo siniestro, mucho más pequeño que el diestro, parecía esconder receloso los capítulos trágicos que el editor de sus viajes extraordinarios decidió censurar. Este hombre se recuerda como un tímido pelirrojo que aprovechaba cualquier escenario para imaginar una aventura en el mar. Fuera en la casa de verano familiar, donde él y su hermano trepaban árboles y los trasformaban en veleros, o durante sus caminatas por los malecones de la isla Feydeau de Nantes, imaginaba los posibles significados de las palabras pronunciadas por los marineros.

Por algún descuido de su nana se sentaría a escuchar, entre gaviotas y tabaco, historias de piratas, canibalismo y naufragio. Más tarde, en un cálido rincón de su recámara, le gustaba seguir las historias del Robinson suizo de Wyss. Se refugiaba en los episodios de esta familia cristiana liberada de sus deberes sociales, felizmente desterrada para encontrar el orden y la justicia de la naturaleza. Los descubrimientos y avatares del grupo lo alejaban de la ortodoxia flagelante de su padre, de su disciplina de vara y sus castigos de pan y agua. Años después de que Julio se hiciera famoso por sus viajes imaginarios, un pariente lejano de los Verne escribió la historia de un niño pelirrojo que intentó huir desde su casa en Nantes hacia las Indias: se había escapado de madrugada sin que nadie se percatara y abordó un navío de tres mástiles. Cerca del mediodía, un conocido de la familia reconoció su silueta sobre la cubierta de esa gran embarcación y corrió a dar aviso al padre. Dicen que éste abordó enseguida un barco de vapor para detenerlo, al atardecer, en el puerto fluvial más cercano al mar.

Los regaños, los golpes y el ayuno hicieron que días más tarde el pequeño prometiera a su madre que desde ese momento viajaría tan sólo en su imaginación. A fines de 1865, en De la Terre à la Lune, Verne imaginó una bala de aluminio para navegar hasta la superficie de la Luna. Esta nave sustituyó las imágenes de todas las máquinas voladoras de la tradición de la literatura de viajes extraordinarios, navíos hechos de alas de animales muertos, de telas con plumaje, de madera o de pólvora; sillas voladoras propulsadas por cohetes, sueño de un emperador chino; un dragón volador fabricado por Burattini, el inventor italiano servidor de la enérgica reina de Polonia, Ludwika María; las botellitas de rocío, los cohetes y el icosaedro de Cyrano de Bergerac.

Cuatro años después, en Autour de la Lune, Verne lanzó su bala gigante al espacio con destino a la Luna. El encuentro inesperado con un cometa la desvió del camino programado y la tripulación naufragó en la órbita lunar. Los tres tripulantes que iban a bordo contemplaban desde las ventanas del obús las protuberancias, las llanuras y las caras ocultas del satélite de la Tierra; perplejos ante la imagen de su mundo y confundidos por la idea de ya no pertenecer al único espacio que sí creían conocer del universo. Ausentes de todo, en absoluto aislamiento, se dan cuenta de que desconocen el camino de regreso hacia la Tierra. Sin guía, la bala gira alrededor de ese mundo hermano que es la Luna.

Los astronautas de Verne nunca llegan a la Luna. Finalmente, otro cometa los expulsa de la órbita lunar, proyectándolos por suerte en dirección de la Tierra. Fracasa la inocencia que pretendía trazar la ruta hacia el astro más añorado por la poesía y el sueño. Fracasa el optimismo, la unión de las naciones por un fin común. Fracasan la ciencia y la ilusión; es imposible llegar al otro mundo. Los tripulantes del obús son viajeros que llegan tarde al puerto y ven zarpar el último barco. Más aun, son peregrinos abandonados por los transportistas, perdidos en los caminos de una región desconocida. Quizás un escape fracasado hacia las Indias nutrió este viaje fallido a la Luna.

Quizás el delgado pelirrojo que se atrevió a pisar una cubierta por primera vez a los ocho años, como recuerda el Julio sexagenario; el que sintió la velocidad del barco cuando sus manos rozaron las drizas y las poleas; el que, en su imaginación, sujetó el timón creyendo conocer la dirección de las corrientes marinas, fue el niño detrás del astronauta; el pequeño viajero que descubrió la melancolía en las protuberancias y los valles de la geografía lunar. Los hechos no los sabremos nunca con certeza. Conocemos el paisaje de la infancia, el Loira y Nantes; se conservan cientos de folios que contienen la cambiante caligrafía de Julio Verne; podemos suponer el temperamento complejo que esconden sus trazos. Pero sería vano asegurar que el secreto de su obra se gestó durante un viaje frustrado, como cuenta una biografía, o durante un paseo por los malecones de la infancia, como escribió el propio Verne.

Desde niños vivimos a la deriva, desplazándonos entre satélites que se presienten pero no se tocan; y en ese juego gravitatorio de atracción y expulsión la mayor parte de lo que somos es irrecuperable. El tiempo transcurre y las ideas más íntimas, las que surgieron sin testigos, se pierden en el estuario de la memoria. Podemos crear la ficción acerca del origen del escritor, pero eso nunca logrará asir sus secretos. La imaginación no sigue proyectos determinados, no deja huellas cartográficas.

La intuición del escritor se pierde como su infancia, como una bala que penetra el espacio y que no siempre llega a su destino. Nos queda la obra, sus enigmas y la posibilidad de viajar a través de ella. ~

Nydia Pineda de Ávila

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