POCAS GENERACIONES tienen la oportunidad de vivir -o padecer- una época de cambio dramático. Quienes han vivido guerras o revoluciones saben bien que no todos los procesos de cambio conducen a la paz o a una era de convivencia pacífica, estabilidad y progreso. Aunque todavía inconcluso, el cambio que México ha venido experimentado a lo largo de la última década ha sido espectacular. La mexicana pasó de ser una sociedad cerrada, protegida, controlada y sin mayores perspectivas de desarrollo político, económico o social, a una con un gran potencial de ser moderna, democrática y rica. Los próximos años dirán que tan exitosos seremos los mexicanos en consolidar lo avanzado y en apalancar lo logrado para el bien de toda la población pero, como en los bailes y lo bailado, nadie puede quitarnos lo que ya cambió.
El proceso de cambio siguió dos lógicas independientes que, sin embargo, se fueron afectando y retroalimentando mutuamente. Una emanada de la sociedad y la otra del gobierno. Por un lado, la sociedad mexicana comenzó a cobrar conciencia de sus derechos (aunque casi nunca de sus obligaciones, pero ése es otro asunto) y se abocó a hacerlos valer en todos los frentes: desde lo ecológico hasta el uso de suelo, la libertad de expresión y la inflación. La sociedad dejó de aceptar las vejaciones a las que se vio sometido el ejercicio de sus derechos políticos bajo el régimen priísta posrevolucionario y comenzó a forzar al gobierno a abrir espacios, ceder posiciones y abrir el sistema político.
Las respuestas gubernamentales a los retos que comenzó a plantear la población se limitaron, en casi todos los casos, a enfrentar el problema inmediato. Nunca hubo una visión integral de desarrollo político. Sucesivos gobiernos, particularmente de 1970 en adelante, respondieron a las demandas ciudadanas sólo para salir del paso. Para éstos lo importante no era resolver el problema sino saltar el bache. Esto explica la locura de los gobiernos de 1970 a 1982, que pretendieron resolver desafíos políticos fundamentales mediante el uso del gasto público. En lugar de confrontar y resolver el conflicto, las políticas inflacionarias tuvieron el efecto de exacerbar las demandas de la población y crear condiciones para prolongar indefinidamente los conflictos subyacentes en la sociedad.
El México de antaño era un país de instituciones. Esas instituciones no eran democráticas ni liberales (ni se fundamentaban en un Estado de derecho), pero cumplían cabalmente su función de mantener la estabilidad política y hacer posible el desarrollo económico en aquellas épocas en que los gobiernos tuvieron una política económica coherente y adecuada, como ocurrió en los cincuenta y sesenta. El México de las últimas décadas atestiguó la erosión de esas instituciones sin que se forjara algo que las sustituyera. Un gobierno tras otro se dedicaron a minar la estabilidad anterior sin desarrollar el andamiaje institucional de una nueva sociedad. No es casualidad que el país llegara al inicio de los noventa en condiciones verdaderamente críticas.
De manera paralela, a partir de los ochenta, el gobierno comenzó a responder a la desafiante realidad con sus propias iniciativas. La reforma económica constituye otro poderosísimo motor de cambio. La reforma de la economía fue la bandera gubernamental para sacar al país del estancamiento, romper con los obstáculos al crecimiento que se habían hecho evidentes en los sesenta y setenta y, en última instancia, evitar el colapso del viejo orden político. Aunque orientada a transformar la economía, la reforma económica tenía un profundo sentido político. Los gobiernos de los ochenta en adelante reconocieron los riesgos para la estabilidad política que representaba el estancamiento económico; sabían bien que una población grande, creciente y caracterizada por profundas desigualdades no toleraría un periodo prolongado de inflación, estancamiento y pobreza. Así, la reforma económica nació para evitar un colapso político.
Inevitablemente, las dos lógicas, la de la sociedad y la del gobierno, entraron en conflicto. La sociedad demandaba cambios en los diversos órdenes, así como el ejercicio cabal de sus derechos ciudadanos, lo que necesariamente implicaba una transformación del sistema político. El gobierno buscaba restaurar la capacidad de crecimiento de la economía justamente para mantener inalterado el orden político existente. A pesar de lo anterior, los cambios económicos promovidos por el gobierno minaron de manera inevitable el viejo orden político sin crear nuevos mecanismos de resolución de conflictos y participación ciudadana. De esta manera, al final de los ochenta los mexicanos nos encontramos con que ya no operaban con eficacia las viejas instituciones que le conferían estabilidad económica y social al país, pero que tampoco se habían creado las nuevas que harían posible darle forma y vida a la sociedad del siglo XXI.
En la década de los noventa México cambió para siempre, pero no por efecto de gobiernos más iluminados que los que les precedieron, sino por el hecho de que el país confrontó, quizá por primera vez desde la revolución de 1910, el riesgo real de la inestabilidad. Al inicio de los noventa ya no había opciones: o el país se transformaba o se desintegraba.
Ese dilema fue suficiente para obligar a los gobiernos y, en menor medida, a la población, a actuar con determinación y celeridad.
Cualquiera que dude de la precariedad del momento o de los riesgos que se presentaron no tendría más que voltear hacia atrás y recordar los sucesos, buenos y malos, que caracterizaron al país en esos años. A lo largo de la última década el país pasó por la detención de la Quina, el líder petrolero que amenazó al viejo sistema político (y a la estabilidad del país) y el asesinato de Luis Donaldo Colosio, el candidato del PRI a la presidencia en 1994; la negociación del Tratado de Libre Comercio y la transformación de la economía mexicana en una de las más importantes del mundo; el levantamiento de los zapatistas y la consolidación del Instituto Federal Electoral, así como del Tribunal Federal Electoral; el ascenso a la presidencia de Ernesto Zedillo, un presidente que de entrada rechazó ejercer el liderazgo del partido que había mantenido el control político del país desde 1929 y el triunfo de Vicente Fox, el primer presidente no emanado del PRI en la historia moderna de México; la mayor crisis económica de nuestra historia reciente y el surgimiento de una espectacular plataforma exportadora. Sin duda, los acontecimientos de los noventa transformaron a México para siempre.
Todos estos cambios han ido de la mano con las transformaciones que experimenta el mundo. La caída del muro de Berlín transformó el orden político internacional y, quizá por primera vez en más de un siglo, México no se quedó a la zaga. En franco contraste con nuestra tradicional propensión a postergar las decisiones y suponer que nosotros somos distintos, impermeables a la influencia del mundo exterior, durante los noventa, México se abocó a transformarse y a comenzar a crear las condiciones para un desarrollo integral en el futuro. Visto desde esta perspectiva, el potencial de hoy es virtualmente infinito.
Nuestro riesgo es el de dormirnos en nuestros laureles y olvidamos de la realidad cotidiana, de los profundos obstáculos al crecimiento económico, a la participación ciudadana y a la estabilidad política y social que persisten. El país sigue siendo profundamente desigual, la educación no cumple su función medular, la burocracia sigue sin comprender que su misión tiene que ser la de hacer posible que el país progrese y no al revés, y la democracia electoral que pudimos consolidar en estos años es insuficiente para construir una democracia integral en todos los órdenes de la vida nacional. Hoy tenemos la oportunidad de romper con las ataduras que por décadas paralizaron al país; pero eso no va a ocurrir por sí mismo. El liderazgo y la acción gubernamental les serán clave no sólo en el cumplimento efectivo de sus funciones formales, sino también, y sobre todo, en la creación de condiciones e incentivos que promuevan una transformación integral. Pero igual de importante será la participación de la población, que tiene que dejar de considerarse como derechohabiente para convertirse en ciudadana. Lo avanzado en la década pasada fue espectacular, pero el reto hacia adelante es infinitamente mayor.