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El asedio a los periodistas mexicanos
Este País | Alejandro Junco | 17.04.2009 | 0 Comentarios

A menudo ven gente entrevistada en la televisión:

una explosión, un desastre o algún tipo de experiencia

aterradora. A veces las personas entrevistadas

dirán al reportero que el susto que vivieron fue

“igual que en las películas”.

Para mí eso implica que, para mucha gente, la vida

cotidiana no se siente igual que en las películas.

Ojalá y yo pudiera decir lo mismo.

Tal vez ustedes han visto alguna de estas películas;

en una de ellas, incluso aparecemos nosotros:

El fuego de la venganza, Traffic, El padrinoScarface.

Y puede que también conozcan el inteligente

drama televisivo Weeds. Los capítulos más recientes

llevaron a la heroína al sur de la frontera y a los

brazos de un político urbano adinerado y sangriento,

cuya red de narcos pasaba por la frontera

grandes cantidades de armas y narcóticos.

Si la vieron, seguramente se estremecieron al ver

a estos hombres apuntar a la cara de un agente del

FBI con una herramienta eléctrica y después dispararle

de manera sumaria cuando en su agonía lograron

extraer su confesión.

Pueden haber visto cómo se desenvolvía la historia

y pueden haberse preguntado si era fantasiosa,

exagerada.

Yo desearía que lo fuera.

Mezclen los elementos de esa serie de televisión y

todas esas películas en un coctel tóxico, nocivo, y

tendrán una muy buena probada del México de

hoy.

Damas y caballeros:

Puedo ver, a partir del programa que nos espera,

que van a escuchar una triste letanía de los problemas

que nos acosan.

Ésta será muy detallada.

Conforme se desarrolla, se les podría perdonar

que piensen que este problema es inabordable.

Yo mismo confesaré mi pesimismo; no puedo

decir que confío en que fácilmente o pronto despertemos

de nuestra pesadilla.

Pero sigo confiando en la capacidad de la gente para

cambiar. He ahí el contexto de mis comentarios.

Quiero comenzar por lo más personal y pasar a

lo más generalizado.

Hoy ustedes estarán muy bien servidos por comentaristas

expertos. Ellos traerán datos duros y

detalles precisos. Yo sólo quiero proporcionarles

un contexto.

Pueden haber sentido en las últimas semanas,

con tanto que se ha hablado sobre la agitación

económica y los recuerdos de la Gran Depresión,

que las cosas no podían ser más sombrías.

Déjenme decirles: tan mal como pueda verse el

fantasma… puede ser peor.

Puede ser peor, cuando los adolescentes son secuestrados

y asesinados por gente que maneja patrullas

de policías y usa placas y armas de policías.

Puede ser peor cuando la intimidación se puede

presentar con la forma de una cabeza decapitada

en la cajuela de un coche, cuando la morgue de la

ciudad puede tener 80 cuerpos esperando porque

cuatro médicos no se dan abasto para continuar

las autopsias.

Puede ser peor cuando los niños de cinco años

pueden pintar escenas coloridas de ejecuciones…

en lugar de cachorritos y nubes…

Cuando se lanzan granadas a las salas de redacción.

Puede ser peor cuando no puedes encontrar a

nadie dispuesto a tomar el trabajo de presidente

municipal debido a la sentencia de intimidación y,

posiblemente, de muerte que éste trae consigo.

Ésa es nuestra realidad. Me duele tener que decirlo.

Me duele como a alguien que está orgulloso de

su país. Me duele como a alguien que ha defendido

la libertad de expresión, la justicia, la democracia

y el Estado de derecho.

He pasado mi vida entera publicando diarios que

han hecho una cruzada a favor de esas causas, he

argumentado que harán de México un mejor país.

De hecho, han mejorado la vida.

Pero nombrar a la democracia y la justicia y la

aplicación de la ley no trae –es inevitable– aquellas

cosas en torrente y tampoco llega rápido su recompensa.

Mientras están ausentes, queda la pobreza, y la

pobreza trae su propia maldad.

Y así, por todo el cambio que nuestra defensa

nos ha traído, nosotros, los periodistas mexicanos,

nos encontramos como lo declara el título de este

evento: bajo asedio.

No de las compañías. No de los políticos. No de

las Cortes. No de ninguno de los adversarios que

se ha cruzado en nuestro camino en las últimas

cuatro décadas.

Nos encontramos bajo el asedio de los capos de

la droga, de los criminales; y mientras más dejamos

expuestas sus actividades, más fuerte presionan

para que no lo hagamos.

La vida es barata. Ellos presionan fuerte.

Recientemente, dos reporteros de nuestro periódico

de Monterrey seguían una historia.

Habían escuchado que un hombre que tenía una

vulcanizadora en un pueblo cercano estaba siendo

extorsionado a cambio de protección, ya que ésta

es la manera en que los grupos de narcos se han

ido “diversificado”.

Nuestro reportero y el fotógrafo visitaron ese

pueblo.

No habían pasado diez minutos desde que llegaron,

cuando afuera se estacionaron vehículos blindados,

impidiéndoles la salida. Los tiraron al

suelo. Se llevaron sus laptops, su equipo fotográfico,

sus teléfonos, sus identificaciones con direcciones.

Y fueron golpeados.

Con los tímpanos, los hombros, las costillas rotas…

ambos abandonaron sus empleos.

No es la primera vez que sucede algo así y los criminales

han dejado claro que, a menos que los dejemos

tranquilos, no será la última.

Esa amenaza pende sobre todos nuestros reporteros.

Estamos, sin duda, bajo asedio.

¿Pero estamos, como el título de hoy también lo

propone, callados por el miedo?

Se puede demostrar que un reportero que ha sido

hospitalizado y ha renunciado a su trabajo ha

sido silenciado por el miedo.

Pero como periódico, seguimos estando dedicados

a nuestro credo: la verdad se debe conocer, debe

ser investigada, debe ser publicada.

Continuamos contando las historias.

Pero nos encontramos arriesgándonos a un precio

cada vez más alto.

Así que nos ajustamos, hacemos cambios, y

nuestras vidas están peor por ello.

Ya no ponemos el nombre de nuestros reporteros.

Variamos nuestra ruta diaria para evadir a los secuestradores.

Nuestras familias no pueden tener hábitos en sus

vidas cotidianas.

Y este año, por segunda vez en cuatro décadas,

tuve que mudar a toda mi familia a un refugio seguro

en Estados Unidos.

Tenemos todas las razones en el mundo para

omitir las historias. Tenemos todas las razones para

mirar hacia otro lado.

¿Pero cómo lo podemos hacer? ¿Cómo podemos

ignorar las palabras de Edmund Burke: “Todo lo

que necesita el mal para triunfar es que la gente

buena se mantenga callada”?

Si adaptamos las famosas palabras de Martin

Niemeoller, éstas dirían: “Primero hubo violencia

entre los traficantes, pero yo no soy un traficante,

así que no alcé la voz. Después, secuestraron a los

ricos, pero no soy rico, así que no alcé la voz. Después

vinieron por la gente conflictiva, pero… no

tengo problemas con nadie, así que no dije nada.

Finalmente vinieron por mí, y no quedaba nadie

para alzar la voz.”

Estamos decididos a denunciar; continuaremos

informando todo lo que sabemos sobre el problema

y continuaremos haciendo preguntas. Tenemos

fe en que si hacemos suficientes preguntas, finalmente

encontraremos una solución.

Déjenme llevarlos –brevemente– a través de lo

que sabemos hasta ahora.

Comenzaré con un acertijo: el crimen paga.

En mi país, es más probable que fracases en los

negocios que en el crimen organizado. El 75% de

los negocios mexicanos que comienzan mueren en

los primeros dos años. El 80% ha desaparecido en los

primeros tres años. El 90% al final de la primera

década.

En contraste, el riesgo de fracasar como criminal

–aparte de la muerte– es ridículamente pequeño.

Sólo el 5% de los crímenes se denuncian. De éste,

sólo 15% de las víctimas presenta cargos. Sólo

un criminal –con muy mala suerte– de 100 irá a

la cárcel.

Sólo necesitan pasar una semana tratando de poner

una denuncia policiaca para saber por qué esto es así.

Nuestro equivalente del la oficina del Abogado

de Distrito, el Ministerio Público, no son oficinas

para que se cumpla la ley o se haga una acusación.

Son fábricas de llenado de formas. Las formas que

uno llena tienen muchos campos, sólo uno de ellos

haría que cualquier miembro de este público fracasara

en el intento de lograr que se haga justicia.

Ese campo se llama “preexistencia”.

Si alguien robó la llanta de tu camioneta, para

presentar la queja eficazmente debes demostrar que

a) la llanta existe y b) que es tu posesión legal.

Ahora, ¿podría alguien del público demostrar al

grupo que su llanta robada: a) existe y b) que es el

legítimo propietario?

Por supuesto, todo esto presupone que el funcionario

detrás del escritorio sea honesto y diligente.

Presupone que su jefe no ha sido comprado por el

alcalde, y que éste no ha sido comprado por el crimen

organizado.

No es fácil escaparse de ser comprado.

Durante la campaña, un emisario de una corporación

transnacional del TLC, vestido de traje, entra

a la oficina del funcionario cargando un portafolio

lleno de dinero.

Trae buenos deseos –sin compromiso– para una

exitosa carrera política.

Una vez que esto ocurre, no hay elección. El alcalde

debe colaborar. Plata o plomo.

Muchos líderes políticos dicen estar de acuerdo

con el supuesto de que si los consumidores de drogas

de este lado de la frontera abandonaran la

adicción y el consumo se interrumpiera, se resolverían

los problemas de nuestro lado.

No es así. Éstos son más profundos.

El verdadero daño que el comercio de drogas ha

hecho ha sido al Estado de derecho y a nuestra incipiente

democracia.

La ha hecho impotente.

Lo que ha quedado expuesto con el éxito del tráfico

de drogas es el hecho de que somos impotentes

para detener las actividades criminales en

general.

Una vez que la gente fuera de la ley ve que no

existe Estado de derecho, tenemos un problema

más grande.

Si puedes traficar con drogas sin miedo a ser

atrapado, entonces también puedes secuestrar, extorsionar,

violar y matar, e ignorar cualquier ley

que te lo impida, todo con impunidad.

¿Cómo se ha llegado a esto?

Tal vez la respuesta es menos complicada de lo

que podríamos imaginar. Tal vez radica en este lema

de muchos criminales en México: “Prefiero vivir

una semana como rey que toda una vida

tragando mierda.”

No se equivoquen: para millones y millones, la

vida cotidiana en México puede ser una cucharada

de estiércol tras otra.

A veces se siente como si el deporte nacional, no

sólo el del gobierno, fuera dificultarte la vida.

Incluso los mejores días pueden ser fatales.

¡Tu equipo al fin llega al campeonato nacional!

Y ahora la mala noticia. Si quieres boletos, te tendrás

que levantar a las 2 de la mañana, pararte en la

fila y protegerte de las inclemencias del tiempo.

Hay trámites burocráticos en todas partes y son

tantos que la vida cotidiana es kafkiana.

Los salarios pueden ser escasos… las perspectivas

deprimentes.

¿A quién le puede sorprender que un joven se

arriesgue a recibir una bala, a cambio de la posibilidad

–por lo menos durante un corto lapso– de liberarse

de partirse el lomo sin alegría?

Claro que la respuesta, hemos escuchado, se supone

que es simple. Cambien sus ajustes económicos.

Liberen el mercado, privaticen, abran las fronteras,

liberen a la mano invisible y dejen que todos

los barcos se enderecen.

Durante mucho tiempo no ha parecido sino una

herejía cuestionar esta sabiduría en muchos círculos

políticos y económicos.

La argumentación ha sido contundente: pongan

en su sitio esos ajustes macroeconómicos, manténganse

en ellos y pronto estarán de camino a la

prosperidad primermundista.

Tal vez la confusión de las últimas semanas en el

primer mundo pueda convencer a todos de reconsiderarlo.

Tal vez las simples recetas no bastan.

Tal vez deberíamos mirar más de cerca a los seres

humanos implicados en la economía.

Preguntémonos qué los motiva a trabajar duro y

contribuir, y qué cosa los desanima de participar.

Preguntemos qué trabajo podemos hacer todos,

y cómo podríamos compartir mejor las ganancias.

Déjenme ponerlo de esta manera:

La persona que permanece en el lado sur de la

frontera puede parecer una causa perdida: sin ley,

desafecta, sin disposición a trabajar, sin disposición

a contribuir.

Muévanla sólo tres metros hacia adelante, cruzando

la frontera a Estados Unidos, y sean testigos

de una transformación notable.

Ya no extiende la mano para pedir dinero; la extiende

para trabajar.

Trabaja duro, se aplica, hace todo lo que puede

por incorporarse a su nueva vida. Florece. Envía dinero

a casa.

¿Quién es este hombre que cambió… fundamentalmente

moviéndose sólo tres cortos metros?

La respuesta es obvia: la mayoría de los seres humanos

no son de manera innata malos o perezosos,

o incapaces, o anárquicos.

Si se les dan las circunstancias correctas y una

oportunidad, la esperanza de una vida mejor, responden.

Yo lo sé, lo he visto.

Hace cerca de cuarenta años, vine al norte, a Austin

Texas, cuando era joven, a aprender periodismo.

Aprendí sobre la libertad de prensa; aprendí sobre

la transparencia; aprendí sobre Thomas Jefferson;

aprendí sobre la democracia.

Regresé a Monterrey, a nuestro periódico familiar,

que entonces era el número dos en una ciudad de

provincia, y apliqué todo lo que había aprendido.

Nuestra gente estaba constreñida y corrompida

por el sistema prevaleciente.

Imprimíamos sólo lo que la gente con dinero y

poder decidía que se debía imprimir.

Por todo el país, los reporteros y los editores recibían

órdenes.

Nosotros cambiamos eso.

Educamos a nuestros reporteros para dar las noticias

sin miedo y con imparcialidad.

Prohibimos las viejas prácticas. Cambiamos los

paradigmas. Y la gente cambió.

Y revivieron.

Los mismos que habían estado aceptando sobornos

y haciendo economías se convirtieron en reporteros

dedicados y ciudadanos con principios.

Pasamos de ser el número dos en la provincia, a

ser el número uno nacional.

Fue el comienzo de una revolución en mi profesión,

en mi ciudad… y país.

Damas y caballeros: necesitamos otras tres revoluciones:

• Una que respete los méritos de las personas y

proporcione incentivos al esfuerzo, la creatividad y

la generación de valor.

• Una que respete sus derechos de propiedad. La

mitad de los terrenos en México no tienen un único

dueño que no esté en disputa.

• Una que ilumine nuestros juzgados cerrados y

dé lugar a los juicios públicos y a que prevalezca la

ley.

Y no dudo de que podemos lograrlas.

Una vez, un colega compartió conmigo la historia

de un marinero cuyo barco naufragó y pasó tres

años en una isla desierta.

Un día se siente feliz de ver a un barco anclar en

la bahía. Una pequeña lancha desembarca y un

oficial le extiende al marinero una colección de periódicos.

Y esto es lo que le dice al marino náufrago: “Señor:

el capitán sugiere que lea lo que está ocurriendo

en el mundo. Cuando lo haya leído, háganos

saber si quiere que lo rescatemos.”

En todo el tiempo que he sido un periodista,

nunca he dejado de creer que la edición de mañana

podría traer mejores noticias, no importa cuán

desalentadoras sean las historias de hoy.

He visto suficiente en la capacidad de los seres

humanos para mejorar cada nuevo día; para convencerme

de que siempre hay esperanza.

Somos miembros de comunidades y no existe

una comunidad en el mundo que no pueda estar

mejor protegida por un periódico que alza la voz.

Y damas y caballeros: no hay un criminal vivo

que nos calle de miedo.


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