A menudo ven gente entrevistada en la televisión:
una explosión, un desastre o algún tipo de experiencia
aterradora. A veces las personas entrevistadas
dirán al reportero que el susto que vivieron fue
“igual que en las películas”.
Para mí eso implica que, para mucha gente, la vida
cotidiana no se siente igual que en las películas.
Ojalá y yo pudiera decir lo mismo.
Tal vez ustedes han visto alguna de estas películas;
en una de ellas, incluso aparecemos nosotros:
El fuego de la venganza, Traffic, El padrino, Scarface.
Y puede que también conozcan el inteligente
drama televisivo Weeds. Los capítulos más recientes
llevaron a la heroína al sur de la frontera y a los
brazos de un político urbano adinerado y sangriento,
cuya red de narcos pasaba por la frontera
grandes cantidades de armas y narcóticos.
Si la vieron, seguramente se estremecieron al ver
a estos hombres apuntar a la cara de un agente del
FBI con una herramienta eléctrica y después dispararle
de manera sumaria cuando en su agonía lograron
extraer su confesión.
Pueden haber visto cómo se desenvolvía la historia
y pueden haberse preguntado si era fantasiosa,
exagerada.
Yo desearía que lo fuera.
Mezclen los elementos de esa serie de televisión y
todas esas películas en un coctel tóxico, nocivo, y
tendrán una muy buena probada del México de
hoy.
Damas y caballeros:
Puedo ver, a partir del programa que nos espera,
que van a escuchar una triste letanía de los problemas
que nos acosan.
Ésta será muy detallada.
Conforme se desarrolla, se les podría perdonar
que piensen que este problema es inabordable.
Yo mismo confesaré mi pesimismo; no puedo
decir que confío en que fácilmente o pronto despertemos
de nuestra pesadilla.
Pero sigo confiando en la capacidad de la gente para
cambiar. He ahí el contexto de mis comentarios.
Quiero comenzar por lo más personal y pasar a
lo más generalizado.
Hoy ustedes estarán muy bien servidos por comentaristas
expertos. Ellos traerán datos duros y
detalles precisos. Yo sólo quiero proporcionarles
un contexto.
Pueden haber sentido en las últimas semanas,
con tanto que se ha hablado sobre la agitación
económica y los recuerdos de la Gran Depresión,
que las cosas no podían ser más sombrías.
Déjenme decirles: tan mal como pueda verse el
fantasma… puede ser peor.
Puede ser peor, cuando los adolescentes son secuestrados
y asesinados por gente que maneja patrullas
de policías y usa placas y armas de policías.
Puede ser peor cuando la intimidación se puede
presentar con la forma de una cabeza decapitada
en la cajuela de un coche, cuando la morgue de la
ciudad puede tener 80 cuerpos esperando porque
cuatro médicos no se dan abasto para continuar
las autopsias.
Puede ser peor cuando los niños de cinco años
pueden pintar escenas coloridas de ejecuciones…
en lugar de cachorritos y nubes…
Cuando se lanzan granadas a las salas de redacción.
Puede ser peor cuando no puedes encontrar a
nadie dispuesto a tomar el trabajo de presidente
municipal debido a la sentencia de intimidación y,
posiblemente, de muerte que éste trae consigo.
Ésa es nuestra realidad. Me duele tener que decirlo.
Me duele como a alguien que está orgulloso de
su país. Me duele como a alguien que ha defendido
la libertad de expresión, la justicia, la democracia
y el Estado de derecho.
He pasado mi vida entera publicando diarios que
han hecho una cruzada a favor de esas causas, he
argumentado que harán de México un mejor país.
De hecho, han mejorado la vida.
Pero nombrar a la democracia y la justicia y la
aplicación de la ley no trae –es inevitable– aquellas
cosas en torrente y tampoco llega rápido su recompensa.
Mientras están ausentes, queda la pobreza, y la
pobreza trae su propia maldad.
Y así, por todo el cambio que nuestra defensa
nos ha traído, nosotros, los periodistas mexicanos,
nos encontramos como lo declara el título de este
evento: bajo asedio.
No de las compañías. No de los políticos. No de
las Cortes. No de ninguno de los adversarios que
se ha cruzado en nuestro camino en las últimas
cuatro décadas.
Nos encontramos bajo el asedio de los capos de
la droga, de los criminales; y mientras más dejamos
expuestas sus actividades, más fuerte presionan
para que no lo hagamos.
La vida es barata. Ellos presionan fuerte.
Recientemente, dos reporteros de nuestro periódico
de Monterrey seguían una historia.
Habían escuchado que un hombre que tenía una
vulcanizadora en un pueblo cercano estaba siendo
extorsionado a cambio de protección, ya que ésta
es la manera en que los grupos de narcos se han
ido “diversificado”.
Nuestro reportero y el fotógrafo visitaron ese
pueblo.
No habían pasado diez minutos desde que llegaron,
cuando afuera se estacionaron vehículos blindados,
impidiéndoles la salida. Los tiraron al
suelo. Se llevaron sus laptops, su equipo fotográfico,
sus teléfonos, sus identificaciones con direcciones.
Y fueron golpeados.
Con los tímpanos, los hombros, las costillas rotas…
ambos abandonaron sus empleos.
No es la primera vez que sucede algo así y los criminales
han dejado claro que, a menos que los dejemos
tranquilos, no será la última.
Esa amenaza pende sobre todos nuestros reporteros.
Estamos, sin duda, bajo asedio.
¿Pero estamos, como el título de hoy también lo
propone, callados por el miedo?
Se puede demostrar que un reportero que ha sido
hospitalizado y ha renunciado a su trabajo ha
sido silenciado por el miedo.
Pero como periódico, seguimos estando dedicados
a nuestro credo: la verdad se debe conocer, debe
ser investigada, debe ser publicada.
Continuamos contando las historias.
Pero nos encontramos arriesgándonos a un precio
cada vez más alto.
Así que nos ajustamos, hacemos cambios, y
nuestras vidas están peor por ello.
Ya no ponemos el nombre de nuestros reporteros.
Variamos nuestra ruta diaria para evadir a los secuestradores.
Nuestras familias no pueden tener hábitos en sus
vidas cotidianas.
Y este año, por segunda vez en cuatro décadas,
tuve que mudar a toda mi familia a un refugio seguro
en Estados Unidos.
Tenemos todas las razones en el mundo para
omitir las historias. Tenemos todas las razones para
mirar hacia otro lado.
¿Pero cómo lo podemos hacer? ¿Cómo podemos
ignorar las palabras de Edmund Burke: “Todo lo
que necesita el mal para triunfar es que la gente
buena se mantenga callada”?
Si adaptamos las famosas palabras de Martin
Niemeoller, éstas dirían: “Primero hubo violencia
entre los traficantes, pero yo no soy un traficante,
así que no alcé la voz. Después, secuestraron a los
ricos, pero no soy rico, así que no alcé la voz. Después
vinieron por la gente conflictiva, pero… no
tengo problemas con nadie, así que no dije nada.
Finalmente vinieron por mí, y no quedaba nadie
para alzar la voz.”
Estamos decididos a denunciar; continuaremos
informando todo lo que sabemos sobre el problema
y continuaremos haciendo preguntas. Tenemos
fe en que si hacemos suficientes preguntas, finalmente
encontraremos una solución.
Déjenme llevarlos –brevemente– a través de lo
que sabemos hasta ahora.
Comenzaré con un acertijo: el crimen paga.
En mi país, es más probable que fracases en los
negocios que en el crimen organizado. El 75% de
los negocios mexicanos que comienzan mueren en
los primeros dos años. El 80% ha desaparecido en los
primeros tres años. El 90% al final de la primera
década.
En contraste, el riesgo de fracasar como criminal
–aparte de la muerte– es ridículamente pequeño.
Sólo el 5% de los crímenes se denuncian. De éste,
sólo 15% de las víctimas presenta cargos. Sólo
un criminal –con muy mala suerte– de 100 irá a
la cárcel.
Sólo necesitan pasar una semana tratando de poner
una denuncia policiaca para saber por qué esto es así.
Nuestro equivalente del la oficina del Abogado
de Distrito, el Ministerio Público, no son oficinas
para que se cumpla la ley o se haga una acusación.
Son fábricas de llenado de formas. Las formas que
uno llena tienen muchos campos, sólo uno de ellos
haría que cualquier miembro de este público fracasara
en el intento de lograr que se haga justicia.
Ese campo se llama “preexistencia”.
Si alguien robó la llanta de tu camioneta, para
presentar la queja eficazmente debes demostrar que
a) la llanta existe y b) que es tu posesión legal.
Ahora, ¿podría alguien del público demostrar al
grupo que su llanta robada: a) existe y b) que es el
legítimo propietario?
Por supuesto, todo esto presupone que el funcionario
detrás del escritorio sea honesto y diligente.
Presupone que su jefe no ha sido comprado por el
alcalde, y que éste no ha sido comprado por el crimen
organizado.
No es fácil escaparse de ser comprado.
Durante la campaña, un emisario de una corporación
transnacional del TLC, vestido de traje, entra
a la oficina del funcionario cargando un portafolio
lleno de dinero.
Trae buenos deseos –sin compromiso– para una
exitosa carrera política.
Una vez que esto ocurre, no hay elección. El alcalde
debe colaborar. Plata o plomo.
Muchos líderes políticos dicen estar de acuerdo
con el supuesto de que si los consumidores de drogas
de este lado de la frontera abandonaran la
adicción y el consumo se interrumpiera, se resolverían
los problemas de nuestro lado.
No es así. Éstos son más profundos.
El verdadero daño que el comercio de drogas ha
hecho ha sido al Estado de derecho y a nuestra incipiente
democracia.
La ha hecho impotente.
Lo que ha quedado expuesto con el éxito del tráfico
de drogas es el hecho de que somos impotentes
para detener las actividades criminales en
general.
Una vez que la gente fuera de la ley ve que no
existe Estado de derecho, tenemos un problema
más grande.
Si puedes traficar con drogas sin miedo a ser
atrapado, entonces también puedes secuestrar, extorsionar,
violar y matar, e ignorar cualquier ley
que te lo impida, todo con impunidad.
¿Cómo se ha llegado a esto?
Tal vez la respuesta es menos complicada de lo
que podríamos imaginar. Tal vez radica en este lema
de muchos criminales en México: “Prefiero vivir
una semana como rey que toda una vida
tragando mierda.”
No se equivoquen: para millones y millones, la
vida cotidiana en México puede ser una cucharada
de estiércol tras otra.
A veces se siente como si el deporte nacional, no
sólo el del gobierno, fuera dificultarte la vida.
Incluso los mejores días pueden ser fatales.
¡Tu equipo al fin llega al campeonato nacional!
Y ahora la mala noticia. Si quieres boletos, te tendrás
que levantar a las 2 de la mañana, pararte en la
fila y protegerte de las inclemencias del tiempo.
Hay trámites burocráticos en todas partes y son
tantos que la vida cotidiana es kafkiana.
Los salarios pueden ser escasos… las perspectivas
deprimentes.
¿A quién le puede sorprender que un joven se
arriesgue a recibir una bala, a cambio de la posibilidad
–por lo menos durante un corto lapso– de liberarse
de partirse el lomo sin alegría?
Claro que la respuesta, hemos escuchado, se supone
que es simple. Cambien sus ajustes económicos.
Liberen el mercado, privaticen, abran las fronteras,
liberen a la mano invisible y dejen que todos
los barcos se enderecen.
Durante mucho tiempo no ha parecido sino una
herejía cuestionar esta sabiduría en muchos círculos
políticos y económicos.
La argumentación ha sido contundente: pongan
en su sitio esos ajustes macroeconómicos, manténganse
en ellos y pronto estarán de camino a la
prosperidad primermundista.
Tal vez la confusión de las últimas semanas en el
primer mundo pueda convencer a todos de reconsiderarlo.
Tal vez las simples recetas no bastan.
Tal vez deberíamos mirar más de cerca a los seres
humanos implicados en la economía.
Preguntémonos qué los motiva a trabajar duro y
contribuir, y qué cosa los desanima de participar.
Preguntemos qué trabajo podemos hacer todos,
y cómo podríamos compartir mejor las ganancias.
Déjenme ponerlo de esta manera:
La persona que permanece en el lado sur de la
frontera puede parecer una causa perdida: sin ley,
desafecta, sin disposición a trabajar, sin disposición
a contribuir.
Muévanla sólo tres metros hacia adelante, cruzando
la frontera a Estados Unidos, y sean testigos
de una transformación notable.
Ya no extiende la mano para pedir dinero; la extiende
para trabajar.
Trabaja duro, se aplica, hace todo lo que puede
por incorporarse a su nueva vida. Florece. Envía dinero
a casa.
¿Quién es este hombre que cambió… fundamentalmente
moviéndose sólo tres cortos metros?
La respuesta es obvia: la mayoría de los seres humanos
no son de manera innata malos o perezosos,
o incapaces, o anárquicos.
Si se les dan las circunstancias correctas y una
oportunidad, la esperanza de una vida mejor, responden.
Yo lo sé, lo he visto.
Hace cerca de cuarenta años, vine al norte, a Austin
Texas, cuando era joven, a aprender periodismo.
Aprendí sobre la libertad de prensa; aprendí sobre
la transparencia; aprendí sobre Thomas Jefferson;
aprendí sobre la democracia.
Regresé a Monterrey, a nuestro periódico familiar,
que entonces era el número dos en una ciudad de
provincia, y apliqué todo lo que había aprendido.
Nuestra gente estaba constreñida y corrompida
por el sistema prevaleciente.
Imprimíamos sólo lo que la gente con dinero y
poder decidía que se debía imprimir.
Por todo el país, los reporteros y los editores recibían
órdenes.
Nosotros cambiamos eso.
Educamos a nuestros reporteros para dar las noticias
sin miedo y con imparcialidad.
Prohibimos las viejas prácticas. Cambiamos los
paradigmas. Y la gente cambió.
Y revivieron.
Los mismos que habían estado aceptando sobornos
y haciendo economías se convirtieron en reporteros
dedicados y ciudadanos con principios.
Pasamos de ser el número dos en la provincia, a
ser el número uno nacional.
Fue el comienzo de una revolución en mi profesión,
en mi ciudad… y país.
Damas y caballeros: necesitamos otras tres revoluciones:
• Una que respete los méritos de las personas y
proporcione incentivos al esfuerzo, la creatividad y
la generación de valor.
• Una que respete sus derechos de propiedad. La
mitad de los terrenos en México no tienen un único
dueño que no esté en disputa.
• Una que ilumine nuestros juzgados cerrados y
dé lugar a los juicios públicos y a que prevalezca la
ley.
Y no dudo de que podemos lograrlas.
Una vez, un colega compartió conmigo la historia
de un marinero cuyo barco naufragó y pasó tres
años en una isla desierta.
Un día se siente feliz de ver a un barco anclar en
la bahía. Una pequeña lancha desembarca y un
oficial le extiende al marinero una colección de periódicos.
Y esto es lo que le dice al marino náufrago: “Señor:
el capitán sugiere que lea lo que está ocurriendo
en el mundo. Cuando lo haya leído, háganos
saber si quiere que lo rescatemos.”
En todo el tiempo que he sido un periodista,
nunca he dejado de creer que la edición de mañana
podría traer mejores noticias, no importa cuán
desalentadoras sean las historias de hoy.
He visto suficiente en la capacidad de los seres
humanos para mejorar cada nuevo día; para convencerme
de que siempre hay esperanza.
Somos miembros de comunidades y no existe
una comunidad en el mundo que no pueda estar
mejor protegida por un periódico que alza la voz.
Y damas y caballeros: no hay un criminal vivo
que nos calle de miedo.
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