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EL ESPEJO DE LAS IDEAS. Campo de esperanza
Cultura | Eduardo Garza Cuéllar | 17.04.2009 | 0 Comentarios

Para Paco, inevitablemente agradecido
Se ha dicho que un pintor en realidad sólo pinta
autorretratos y que toda obra literaria, en la me-
dida en que refleja un punto de vista, es necesa-
riamente autobiográfica. La realidad es que en las
letras como en la vida existen niveles de honesti-
dad; que existen escritores que se esconden en su
virtuosismo, como existen textos que, cuando no
comprendemos la vocación del escritor, nos lle-
gan a parecer impúdicos.
Un escritor no es quien domina técnica o estilo,
sino quien no concibe vivir sin escribir. Rilke reta
al joven Kappus a dejar de escribir para senten-
ciar después: “Si lo logró, usted no es un poeta”.(1)
Francisco Prieto es así: transpa-
rente, vital, escritor por vocación,
por necesidad existencial. Lo es de
manera especialmente intensa en
Campo de batalla, su última novela.
Para quien la muerte del padre
sea un tema significativo, esta obra
tendrá, en virtud de la analogía,
una singular resonancia existencial.
La generosidad de quien escribe y
narra su vivencia nos permite inva-
riablemente despertar la nuestra. Nos reconoce-
mos —ya sea por reflejo, ya por contraste— en el
espejo de su experiencia, encontrando en ello un
síntoma más de nuestro ser comunitario. La analo-
gía se antoja como conditio sine qua nonde todo
acto comunicativo.
Como todo regalo del alma, esta obra de Paco,
vinculada con las jornadas que enmarcaron la
despedida de su padre, nos invita a corresponder
en acto: a releer los vínculos y los desencuentros
que constituyen nuestra propia historia. De paso,
como un buen toro que hace ver mal al mal torero,
denuncia inocente pero contundentemente la litera-
tura evasiva y las trampas manieristas.
La relación con el padre como primera imagen de
poder y la distancia que cada quien debe tomar de
ella para sobrevivir. La fuerza, en ocasiones brutal,
incluso aplastante, de dicho afecto y la manera como
nos cincela. El vínculo amoroso que brilla por exce-
so o por ausencia, su huella en nuestro carácter. El
nexo familiar. La sutil forma como una misma educa-
ción impacta a diferentes hermanos y hermanas. La
dignidad de una madre capaz de, en cualquier cir-
cunstancia, amar y celebrar la vida. La comunicación
franca como expresión de amor fraterno. El amor fe-
menino —el de madre, el de pareja— como compli-
cidad y como antídoto, el riesgo de la codependen-
cia. La forma en que todo ello dibuja nuestra
constelación familiar y, de manera especial, aquella
en que sufrimos y ejercemos la paternidad. Todo ello
resuena en Campo de batalla.
Fundamentalmente, retumba en ella la esperanza:
esa que no regatea el dolor y es capaz de llevar el eno-
jo a sus últimas consecuencias, la que no puede ser
ideológica ni anímica, la que no trasciende sin haber
antes encarnado, la que muere y la que resucita.

Pero si la vivencia de otros refleja la nues-
tra propia, la muertees un espejo ineludible
en el que la vida se conoce en lo que tiene de
fundamental. Debemos a nuestra finitud
—quiero decir a nuestra conciencia de fini-
tud— la densidad que podamos conferir a la
existencia. Sabernos mortales nos obliga a
asumir una postura moral frente a la existen-
cia al tiempo en que le confiere a ésta sentido
de urgencia: hace del corto plazo un deber
moral. Sólo frente a la muerte, la vida en-
cuentra su carácter de misión.
Por su parte, la muerte de los entrañables es
en muchos sentidos la nuestra propia. En la
disolución del nosotros, inevitablemente, algo
del yo se pierde. Específicamente, en la muerte
de los padres, fuente de nuestra vida, no deja
de haber algo de contradictorio, de imposible.
La fidelidad sin embargo, aprendimos de
Gabriel Marcel, constituye una prueba exis-
tencial de nuestro parentesco con el ser. Y la
despedida que esta obra relata, fruto del cari-
ño de una vida compartida, da cuenta de ello.
Cuando en un encuentro experimentamos lo
definitivo, heredamos también la inquietante
sospecha de la trascendencia, nuestra fe adi-
vina que lo que hemos vivido es inmortal y
nos reconocemos, intuitivamente, parientes
de lo eterno.
Parece además que, en una concatenación
de paradojas, tocar lo definitivo supone perder
en el encuentro, incluso conjugar el amor en
su acepción más difícil y dolorosa, que es el
perdón. Parece que en el ámbito de lo funda-
mental, como en una vuelta de calcetín, sólo
nos termina llenando aquello que hemos cedi-
do libremente.
Campo de batalla, desde su simple honesti-
dad, propone también una clave para la resolu-
ción de uno de los dilemas éticos que el sufri-
miento y la agonía de un propio nos presentan:
el de la muerte adelantada o inducida. Nos de-
ja claro que, más allá de cualquier postura y de
toda especulación, es bueno, quiero decir mo-
ralmente bueno, tener claro quién es el sujeto
de la decisión. A quién le corresponde decidires
una cuestión fundamental de todo problema
moral que en no pocas ocasiones la frialdad de
los especialistas deja a un lado. A mayor amor,
mayor derecho sugieren la novela y el autor,
quien intuye claramente que toda obligación,
todo ob-ligatio, debería estar fundamentada en
una relación, en un ligatio.

Es verdad que Paco nunca se ha doblegado ante la
tentación literaria del proselitismo ideológico ni ha he-
cho jamás concesiones estilísticas o éticas. Pocos escri-
tores tan apasionados de la existencia y a tal grado leja-
nos de la moraleja, la fácil adulación, el final feliz… No
deja de agradecerse empero que sostenga esa honesti-
dad, llevada incluso a la crudeza psicoanalítica, frente a
la muerte de su padre.
Se regala. Se desnuda igualmente en la intensidad y la
especificidad de sus sentimientos, como lo hace en el
amor que los posibilita y los sostiene. Es sencillamente
honesto: existencialista en el mejor sentido, como, también
en el mejor sentido, hombre de fe.No hace falta esquivar
ni maquillar nada, no se trata de construir buenas inten-
ciones ni sentimientos nobles. Se vale sentir radicalmente
todo, se permite incluso compartirlo porque, finalmente,
todo se redime en el misterio de la Cruz.
Su afición por la buena comida, sintomática también
de su pasión por la vida, no está fuera de ésta, como de
ninguna de sus obras. No podría estarlo cuando, como
en Babette, se trata precisamente de la historia de un
banquete, de una comida de despedida perfecta, cuida-
dosamente preparada, en realidad envidiable. Es posi-
ble que la transición de la muerte hayamos de hacerla
solos. Pero es muy reconfortante pensar que haya quien
esté dispuesto a darnos la mano para acercarnos a su
umbral y que, por supuesto, del otro lado del misterio
haya quien esté dispuesto a acogernos con su abrazo.
De todo el mundo llegaron los comensales. Querían
despedirlo en el umbral. Se propusieron rendirle un ho-
menaje y lo lograron. El padre mismo se aguantó para
moriry todo llegó puntualmente. La dispersa constela-
ción familiar, en una especie de big banginverso, se con-
gregó nuevamente. La comida, por una ocasión, recupe-
ró la dignidad simbólica del banquete celestial, su
primigenio carácter sacramental.
____________
1 Las diez famosas Cartas a un joven poeta son la
respuesta que Rilke ofrece a las epístolas de Franz
Xaver Kappus, las cuales, hasta donde entiendo,
siguen perdidas.


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