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Esposas en silencio
Crónicas Del Asombro | Cultura | Mónica Lavín | 29.10.2009 | 0 Comentarios

Resulta difícil comprender, justificar, mucho menos perdonar, el papel de las esposas de quienes inflingieron abusos y dolor en propios y extraños. Me refiero a los casos conocidos de Nancy Garrido, la mujer de Phillip Garrido, quien secuestró a Jaycee Lee Dugard cuando ésta tenía once años y tuvo dos hijas con ella, y Rosemarie Fritzl, esposa del “monstruo de Viena” que mantenía a su hija Elizabeth en cautiverio en el sótano de su casa. Las historias resultan escalofriantes y asombran hasta la indignación por cuanto los límites del mal se ensanchan en la esfera de lo cotidiano: en la parte trasera de una casa en Antioch, California, o en el sótano de Amstetten, a menos de doscientos kilómetros de Viena.

Los primeros acusados son ellos, los perversos, pero enseguida los reflectores se encargan de ellas, de las amas de casa, de las esposas que preparan alimentos, lavan la ropa, proveen de cuidados a hijos propios y extraños, asumidos como parte de la familia. En ello radica gran parte de la perturbación que provocan estos casos: se dan bajo esquemas de familia. Nancy, una vez detenida a finales de agosto de este año, dijo que quería a las hijas de Jaycee, de quince y once años, y que también quería a Jaycee —para ellos Allissa— ahora de veintinueve, madre de esas dos criaturas retenida en el campamento improvisado detrás de la casa de los Garrido. Rosemarie, quien ha alegado ignorar lo que ocurría en el sótano de ochenta metros cuadrados debajo de su casa, donde vivió Elizabeth con tres de sus hijos durante veinticuatro años, era en el piso de arriba la abuelita amorosa de aquellos otros tres pequeños que, según Josef, la hija Elizabeth había dejado en la puerta de casa.

El argumento que el esposo dio a Rosemarie es que la hija pertenecía a una secta y no los podía cuidar, como lo confirmaba la nota firmada personalmente por Elizabeth. Abuelitas de cincuenta y cinco y sesenta y ocho años, tiernas, atentas, la una sabedora de la verdad, la otra en supuesto desconocimiento de ella.

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Se casaron y vivieron felices

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Nancy Bocanegra conoció a Phillip Garrido a los veintiséis años en la penitenciaría de Leavenworth, Kansas, cuando ella visitaba a su tío. Desde luego sabía que el ojiazul no era una perita en dulce pues libraba una sentencia de cincuenta años.

Pero la pasión no tiene cortapisas morales y la boda se celebró en la cárcel. La sentencia de Phillip se redujo y el matrimonio pudo hacer su vida: él como impresor, ella como ayudante de enfermera, cuidando sobre todo a ancianos. Los empleadores de Nancy se expresaron favorablemente sobre ella, los vecinos de Antioch la miraban como una típica esposa comedida, su hermano Rey dijo que merecía estar tras las rejas pues Phillip la tenía totalmente dominada. Por el deseo de tener un hijo, tal vez, por ser consecuente con los deseos de su marido, acusado de violación y quien tenía que presentarse a firmar con las autoridades periódicamente, participó en el rapto de la pequeña Jaycee en South Lake Tahoe, ante la vista de su padrastro, quien fue sospechoso del hecho hasta que la verdad salió a la luz hace unos meses.

Tal vez para que Phillip estuviera tranquilo con su dosis de carne fresca, ella permitió que preñara a una chiquilla de catorce años, y accedió a cuidar de esas tres criaturas que vivían relativamente bajo su techo. ¿Sería por amor al violador? ¿Por miedo a que se le fuera? ¿Por qué puede tolerar una mujer la vejación de otra, incluso a costa de sí misma? Es decir, Nancy sabía que Phillip violaba a la criatura, que sexualmente estaba cerca y que seguramente prefería ese cuerpo joven en cautiverio. ¿Cuáles son los límites del amor si es que por ello se actúa así? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de Nancy Garrido, que niega ser culpable? Ella alimentaba y cuidaba de las tres. ¿Esa atención borra su capacidad de saberse cómplice de abuso a una menor? ¿Desconoce que ella misma está siendo abusada en esta situación indigna para cualquier mujer? ¿Y las pequeñas Starlet y Angel, para colmo mujeres, serían las siguientes —o ya eran—en los derechos que Phillip, escuchador de la voz de dios, como él alegó, ejercía? Rosemarie y Josef Fritzl se casaron en los años treinta.

Él era un ingeniero eléctrico y ella una joven que luego se dedicaría a los cuidados de su casa. Detalles no hay muchos, la historia comienza antes de lo visible, es decir en el momento en que Josef comienza a fraguar el plan y a acondicionar un espacio en su casa. A los dieciocho años Elizabeth es llevada al cuarto estrecho donde vivirá casi un cuarto de siglo procreando con su padre siete hijos: uno morirá, tres de ellos compartirán el encierro sin que un rayo de sol toque sus pieles y su vista, y los otros tres crecerán a la vera de sus abuelos en la planta alta. ¿De verdad habrá creído Rosemarie aquella historia de que Elizabeth se había ido con una secta y que depositaba a tres hijos frente a la casa para que ellos los cuidaran? ¿Nunca habrá sospechado que alguien más se alimentaba (cuatro personas) bajo sus pasos, cuando Josef traía la compra? ¿Cómo habrán sido los partos de Elizabeth? Es inconcebible imaginar que Rosemarie no tuviera idea alguna.

Es verdad que Josef había construido muy bien el refugio para que no saliera ningún sonido, de tal manera que podían tener inquilinos en otros cuartos de la casa y que nadie sospechara. Para que, si los niños lloraban, si la hija hablaba, si el padre la penetraba, no hubiera quien escuchara. ¿Elizabeth durmió cincuenta y tres años junto al monstruo de Amstetten y nunca sospechó de su instinto posesivo, de su incesto protegido de la luz del día? Es verdad que era un tirano, ni duda cabe, pero ¿y ella? ¿Se enamoró de ese ser capaz de provocar tanto dolor a una hija y a sus propios hijos-nietos? ¿Nunca vio ningún detalle que delatara su conducta? Si existe la posibilidad de ignorar lo más cercano, de ni siquiera cuestionar ni atreverse a sospechar el verdadero paradero de una hija desaparecida, hay una cobardía homicida.

Ese silencio sumiso es un arma letal. No sólo se puede dormir con el enemigo, se puede ser el enemigo. Destruir los destinos de dos generaciones, así de fácil, por estar con el hombre equivocado. Mejor dicho por poseer un lado oscuro tan perverso o frágil como el del actuante. Por eso encarar a las Nancys o las Rosemaries que permiten que sus hijas sean golpeadas, abusadas sexualmente, sometidas por sus padres y amantes es tan perturbador. Su oscuridad silenciosa lacera y no permite una condena explícita. ~

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