I
EN SUS PRIMEROS diez años de vida, a la revista Este País le ha tocado cubrir el fin de siglo, el fin de un régimen y el fin de las certidumbres. Un ejemplo: hace una década, a mediados del sexenio antepasado, cuando esta publicación salió a la luz, el salinato hacía planes para extender su programa político por 24 años. Posiblemente ese cálculo dejaba de lado factores como los movimientos sociales y ciudadanos, las pugnas internas del grupo en el poder y el dinámico desarrollo de los medios informativos nacionales.
De entonces a la fecha, y en un contexto de maduración cívica de la sociedad y de rupturas evidentes en la hegemonía política, los medios informativos rompieron la costra de uniformidad y alineamiento con el poder público, redujeron sustancialmente el terreno del discurso oficial, se enfrentaron a la lógica del mercado y consolidaron un poder propio que no siempre ha sido empleado de forma ética ni positiva.
En esta década hemos asistido, además, a la irrupción de intereses empresariales en los esquemas de propiedad de los medios. Salvo excepciones como Proceso, La Jornada y Este País, casi todas las publicaciones periódicas impresas han debido subordinar el deber informativo al imperativo de la ganancia y de la rentabilidad.
Como consecuencia, las disputas por las audiencias y por los lectorados se han traducido, con frecuencia, en excesos, abusos y distorsiones de la tarea periodística. Los intereses políticoempresariales que guían a los grandes conglomerados de medios han empeñado su penetración y su cobertura para desvirtuar los hechos.
En esos afanes, o bien en la lucha por el rating, se ha recurrido a fuentes falsas, a noticias inventadas, a la difusión de materiales de procedencia ilícita, como grabaciones subrepticias de audio y video que no sólo son producto de un delito sino que vulneran el derecho a la privacidad de las personas.
En los medios electrónicos es frecuente ver cómo el encapsulamiento al que obliga la edición de los materiales se convierte en un instrumento de distorsión, en una fábrica de omisiones y verdades a medias. En esos mismos medios, al igual que en los impresos, asistimos a un preocupante abandono de la pulcritud periodística y a una confusión, muchas veces deliberada, entre información y opinión.
Estas y otras prácticas indeseables colocan a los medios ante el riesgo de caer en un grave círculo vicioso: en la medida en que los órganos informativos socavan su propia credibilidad, el amarillismo, el alarmismo y el escándalo tienden a convertirse en el único sustento de su sobrevivencia en el mercado.
II
Ciertamente, no todo es negativo en el balance. Hoy es posible ejercer una libertad de expresión cuyos márgenes eran impensables hasta hace unos lustros; la pluralidad política, social y cultural del país se ha abierto paso, mal que bien, en el panorama informativo general, y el poder público ha perdido buena parte de los mecanismos con los que solía corromper, adulterar y alinear el trabajo periodístico. El fin de la hegemonía política priísta ha generado condiciones favorables para un ejercicio libre y responsable de la tarea informativa, por más que tales condiciones no sean correctamente aprovechadas. Los desarrollos tecnológicos en curso permiten a los informadores desarrollar, sustentar y consolidar su trabajo y les plantean constantes desafíos que deben ser enfrentados con creatividad y superación profesional. Para bien y para mal, el periodismo experimenta procesos de especialización, tanto de los medios como de los informadores.
Por otra parte, en estos diez años los medios han introducido un sinfín de actitudes e ideas nuevas en el escenario político nacional. Este País ha contribuido en forma significativa, por ejemplo, a la legitimación de instrumentos de análisis y medición de las tendencias de opinión. La demoscopía, los sondeos, las encuestas, la estadística y la cuantificación de preferencias son, hoy, elementos usuales de la información, pero no lo eran hace diez años, cuando esta publicación circuló por vez primera. En ese entonces imperaba, entre la opinión pública, una desconfianza generalizada hacia esos instrumentos; producirlos y difundirlos implicaba, en ocasiones, enfrentar la sospecha social.
Hoy, los términos parecen haberse invertido. Las encuestas y los sondeos ya no son una rareza en nuestra vida política. Por el contrario, existe una producción febril de cuantificaciones de toda clase. El precio de esa proliferación ha sido el deterioro del rigor metodológico y ético que debiera guiar estos ejercicios y su difusión en los medios.
En los años próximos veremos el desgaste del amarillismo, el escándalo y la frivolidad comercial como argumentos de venta y circulación de los órganos informativos. La sociedad aprenderá -de hecho, ya está aprendiendo— a colocar en su justo sitio a los medios que, a falta de veracidad y rigor noticioso o analítico, echen mano del sensacionalismo. Ante esa perspectiva, nuestra mejor apuesta es la consolidación de la credibilidad, el profesionalismo y la ética de la información