MEDIR NO ES ALGO sencillo. Supone el reconocimiento de límites y de horizontes. Y eso, sobra decirlo, muy pocos lo practican porque implica evaluar, cotejar, contar, examinar, conocer… Es más, al verbo medir frecuentemente se recurre como admonición, prevención y, en el mejor de los casos, como aspiración. No necesariamente se entiende como una práctica seria y comprometida que arroje por resultado elementos objetivos para analizar o comprender fenómenos políticos y sociales o para tomar decisiones relacionadas con ese campo.
«Mídete» se le previene a quien se desboca en su actuación y «no te mediste» se le reprocha amistosamente a aquel que se extralimitó en ella. ‘Todo con medida, nada con exceso» reza como oración la publicidad de bebidas alcohólicas, al momento de promover su consumo. «Le están midiendo el agua a los camotes» es todo un concepto para salir del paso ante un complejo problema de muy difícil explicación.
Pues bien, la reivindicación de este verbo tan socorrido y tan mal conjugado fue uno de los propósitos de Este País. Sus fundadores, principalmente Federico Reyes Heroles, entendieron el mensaje cifrado en la elección de 1988 y reconocieron un hecho innegable: para leer el cambio que se avecinaba era menester medir a la nación. El cambio que aquel conflicto anidaba obligaba a contar, evaluar, analizar, cotejar, conocer, examinar la realidad con herramientas y elementos que objetivaran el pensamiento y democratizaran la toma de decisiones, haciendo a un lado las corazonadas ilustradas de la academia y la política que al diagnosticar y explicar la realidad e incidir en ella tomaban en cuenta todo… menos la realidad misma.
Decir hoy que Este País se proponía medir la realidad puede resultar pueril pero diez años atrás era cosa muy distinta. Suponía un enorme desafío porque, después de todo, a nadie le gusta que le tomen la medida. Muchos menos al gobierno, a los partidos, a las iglesias, a los responsables de las reservas petroleras, a los empresarios, a los comerciantes, a los econometristas oficiales… Y es que las medidas son, en el fondo, información fundamental que deja claramente establecido el límite y el horizonte de una acción o el efecto de una decisión. Así, si se tomaban las medidas del país, y sobre todo éstas se divulgaban públicamente, se trastocaba de algún modo la pirámide del poder. A mayor concentración de la información clave, más cerrado el círculo del poder; a mayor divulgación de la información clave, más abierta y democrática la toma de decisiones.
Nada pueril ni sencillo era eso de andarle tomando la medida a Este País.
Antes, en estricto rigor, sólo había dos sastres que le tomaban las medidas al país. De un lado, los hombres del poder político; de otro lado, los hombres del poder económico. Élites que, con enorme celo, guardaban casi como secreto de Estado esa información.
Pensar que un grupo de personas osaran tomar sus propias medidas era algo fuera de serie, ajeno a los usos y costumbres del poder. Se veía no la ganancia supuesta en el análisis y del diagnóstico de las situaciones en que incidía el poder, se temía el cuestionamiento que se podría ejercer.
Por eso, cuando surgió el proyecto de Este País hubo quienes aplaudieron y apoyaron la idea y hubo también quienes aplaudieron públicamente la idea pero, en privado, hicieron muecas hacia dentro. Algunos de estos últimos, hicieron algo más que simples muecas. El que ese grupo se propusiera realizar estudios de opinión pública, trazar tendencias de asuntos importantes, privilegiar la información dura por encima de las ocurrencias o abriera públicamente asuntos clasificados como expedientes «X», terminaría por perforar la bóveda de seguridad de los datos importantes y la toma de decisiones en secreto o de espaldas a la colectividad.
Al paso de las ediciones de Este País algunos mitos fueron cayendo. El nacionalismo no tenía la fuerza que se presumía y la nación no veía con malos ojos abrir la economía. Las siglas del PRI no formaban parte del ADN de los mexicanos como querían hacerlo creer algunos de sus dirigentes, y cuando con todo rigor se medían las preferencias electorales, resultaba que la predilección no era tanto como la capacidad de esa fuerza para cometer fraudes. El monto de las reservas petroleras también podía ser objeto de debate y no sólo dato oficial incuestionable. La izquierda podría tener la razón histórica en algunos asuntos, pero frecuentemente estaba más bien cerca de la mentira histórica…
Este País fue abriendo puertas y gavetas que, conforme a las reglas no escritas del poder, no tendrían por qué ver ojos distintos a los de ese club que podía llevar al país por los rumbos que quisiera.
No todo fue medir, sin embargo. Este País tuvo un mérito extra: intuyó, si no es que vislumbró, un quiebre en la historia nacional.
Las claves que arrojó la elección de 1988 estaban sobre la mesa y, si se quiere, también era manifiesta la necesidad de aproximarse a la realidad de un modo distinto. Todo eso era evidente, pero algo que no se advertía con enorme nitidez en aquel entonces era el vértigo en que entrarían la nación y una buena porción del mundo. La urgencia por emplear mejores herramientas, para aproximarse y entender la realidad, era imperativa. México y el mundo corrían desbocadamente y era menester entender, en medio de la velocidad, la dirección de movimiento.
Si fuera dado voltear la memoria diez años atrás, la sucesión de imágenes resultaría avasallante. Dicho figurativamente, semejaría una crestomatía de la historia: rápidos y sucesivos movimientos inéditos. En diez años, se vivieron como se viven cambios que sólo el asombro domesticado acepta como algo normal y cotidiano. La realidad, sin embargo, es otra: la historia tuvo un quiebre en esa década.
Cayó el muro de Berlín y, a partir de ese fenómeno, el mundo se pobló de un sinnúmero de banderas nunca antes vistas y algunas de las banderas que se conocían fueron arreadas de su mástil. Cayeron mandatarios a causa de ese fenómeno que parecía imbatible como lo es la corrupción. Gorbachov sufrió un golpe de Estado. Se inauguró la tercera vía, como una alternativa ante la cabalgata del neoliberalismo. Movimientos regionales cobraron una fuerza insospechada. Muchas democracias entraron en crisis, impactadas quizás por las nuevas formas de organización comercial del mundo. La preocupación por los derechos humanos, la defensa del medio ambiente, el combate al narcotráfico, los postulados democráticos se transformaron en valores universales, dejando ver a veces el disfraz de nuevo intervencionismo.
Más allá de nuestras fronteras ocurría eso, pero dentro del país también ocurrían grandes sucesos. El fortalecimiento de un presidente a causa del debilitamiento de la Presidencia. El efecto político secundario de la apertura económica. El magnicidio de uno, de dos políticos importantes. El levantamiento armado de un grupo indígena que, con unos cuantos tiros, provoca una revuelta en la conciencia nacional. El encarcelamiento por homicidio del hermano de un Presidente de la República. La reivindicación del voto como el mejor instrumento para dirimir las diferencias. Los ajustes de cuentas del narcotráfico como un fenómeno de la cotidianidad. La trasnacionalización de los delitos. La conversión de los delitos en deuda pública. El corrimiento del país a la derecha. La alternancia sin alternativa. El ingreso de un grupo rebelde a la capital de la República, escoltado por la policía…
Sólo el asombro domesticado se dejaba de sorprender. Todo eso y más ha ocurrido en los últimos diez años y, ahí, en el análisis sereno, en la reflexión profunda que descubre la información detrás de la noticia, Este País tuvo su otro mérito.
A diez años de distancia, se podría decir que Este País es distinto pero no necesariamente es el que uno quisiera. Ahí están el nuevo desafío y el porvenir, reconocer la necesidad de no dejar de leer el cambio para reconocer en los hechos, en las medidas, en la prospectiva y en la pluralidad la posibilidad de modificarlo y rediseñarlo.