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Evocación de un maestro
Cultura | Víctor Alfonso Maldonado | 05.10.2009 | 0 Comentarios

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“¿Con Don Gregorio Ortega?”, me preguntaron algunos amigos, de los muy pocos que entonces tenía, incrédulos ante el nombre de la persona con quien —invitado— iba a comer. Porque, de muy fácil acceso, según pude comprobar después, no dejaba de ser una gran personalidad, maestro de maestros, según le decían, sin ningún ánimo de burla, en los medios periodísticos. Tampoco dejaba de ser el director de una de las revistas de mayor circulación, de lectura indispensable en los medios de la inteligencia política y con la reputación de ser, en su género, la plaza que da y quita. Y, claro, para un joven desconocido, que nunca había publicado una línea en periódico alguno, no era fácil ser invitado por Don Gregorio a colaborar en un nuevo proyecto.

Hijo de diplomático, yo había viajado mucho. En realidad no había hecho otra cosa además de estudiar, y por ahí surgió la conversación. Charla salpicada de consejos, valiosas indicaciones para adentrarme en esa literatura efímera que, destinada a brillar y extinguirse, es género difícil en el que sobresalen sólo unos cuantos, los elegidos por alguna nebulosa divinidad. Y el gusto de Don Gregorio por hablar de Francia, desempolvar un poquito su francés y hacer gala —discreta: nunca trataba de apabullar a nadie— de su erudición en todo lo que se refería a La France.

Se trataba entonce de transformar su revista: nuevos colaboradores, nuevas ideas, moderna percepción del mundo y de lo que en él ocurría. A mí me tocaba (una de las pocas veces que me han pagado por escribir) ser el corresponsal extranjero. Mi tarea consistía en dirigir cartas a la redacción desde alguna ciudad lejana y, una vez ambientado el lector, atraer su atención con alguna anécdota o relato en el cual pudiera involucrarse. Creo que no lo hice mal, pues conservé el puesto hasta que desapareció con su creador.

Y así conocí a Don Gregorio: pulcro y elegante en el vestir, de risa fácil —alentada por un gran sentido del humor que se conciliaba con un agudo espíritu crítico—, era uno de esos hombres de quienes dicen que dijo Napoleón, se miden de la cabeza al cielo. Conocía a todo el mundo y todo el mundo lo conocía a él. Sabía de todo, con espeluznante precisión, y me parecía que, como Da Vinci, poseía todos los conocimientos de su tiempo. Obviamente no era así, pero sigo creyendo que no andaba muy lejos de serlo. Sabía lo que era un molusco bivalvo, señalaba con tino el emplazamiento del esternocleidomastoideo y me contó, por ejemplo, cómo Francisco Franco voló en menos de cuatro horas de Canarias a Melilla, base sur de la rebelión contra el Frente Popular, a bordo de un bimotor De Havilland Dragon Rapide de la Olley Aircraft, él todo acompañado de un dibujo de asombrosa precisión para que pudiera entender cómo era aquel aparato.

Aprendí mucho con él, lo suficiente para incursionar durante años en el periodismo, en aquel querido recuerdo del unomásuno y durante diez años en mi entrañable La Jornada. Y ahora lo recordamos como el caballero que fue, más amado que temido, aunque no faltó quien lamentara haber menospreciado su carácter, engañado con la finta de su amable transitar. No había que picarle la cresta…

El maestro Ortega coincidió en el tiempo y en los afectos con varios representantes de una generación brillante: la que se autodenominó de Medio Siglo. Surgió en el principio de los años cincuenta en la Facultad de Derecho que dirigía Mario de la Cueva. Porfirio Muñoz Ledo presidía la Sociedad de Alumnos, secundado por Miguel de la Madrid. Ahí estaban Javier Wimer, Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Manuel Millán, Rafael Ruiz Harrel, Marco Antonio Montes de Oca, Enrique Lizalde, Arturo González Cossío y muchos más, cuya mención, aunque imprescindible, ha sido víctima de mi desmemoria. Fue ciertamente el grupo que ha reunido más talentos jóvenes en un extenso diálogo de inteligencias, ideales y ambiciones, y el que más ha influido en ese medio siglo de lucha política, confrontaciones y esperanzas fallidas.

Todos ellos colaboraron de una u otra forma en la empresa periodística de Gregorio Ortega. Para empezar, la lectura de Revista de Américaera obligada, imprescindible, y constituía un buen pretexto para reunirse y perderse en interminables discusiones, sobre todo cuando algún amigo del grupo escribía un artículo destinado a armar camorra. Entonces sí, al sol se le hacía tarde pa’salir, como dice la canción. Y muchas veces las cavas de buen vino de José Iturriaga, José Campillo y el mismo Don Gregorio sufrieron serios deterioros mientras los jóvenes no se ponían de acuerdo sobre las formas de enderezar a México y corregir al mundo.

Fue Porfirio Muñoz Ledo quien me presentó al maestro Ortega en una de esas reuniones: aunque no pertenecía al grupo, era admitido a sus tertulias y, sobre todo, a la discusión de los proyectos editoriales. Ahí hice amistades sólidas que aún perduran, pero lo que es más importante, encontré la guía clara que me inició en el periodismo y la literatura.

No; a pesar del afecto que me prodigó don Gregorio, no tuve tiempo de intimar demasiado con él. Se fue muy pronto, cuando apenas comenzaba a cimentar vínculos de aprecio que en mí han perdurado. Y es ahora, muchos años después, cuando me gustaría tener una larga plática con él, entrevistarlo como sólo él supo hacerlo para que me respondiera sobre algunas interrogantes.

Y no le preguntaría, por supuesto, qué piensa de la condición del México actual. La divinidad le ahorró la pena de la decepción: partió creyendo firmemente en el país que tanto amó. Pensó, como dijo el poeta, que “El hoy es malo / Pero el mañana es mío”, y dejó a otras generaciones la tarea de finiquitar el proyecto de nación. “Y hoy es aquel mañana”, continúa el poeta y asistimos, impotentes, al fracaso de una generación. Esos jóvenes de ayer no pudieron impedir que la nación torciera el rumbo, que nuestro país se desviara del camino ascendente que parecía sellar su destino.

¿A qué hora, cuándo se inició el desastre? Si íbamos tan bien, ¿verdad Don Gregorio? Si teníamos a los mejores hombres en los puestos de dirección más acertados, pues ¿qué nos pasó? ¿Cuándo todo se nos vino abajo? Podríamos poner una fecha: ¿el dos de octubre, por ejemplo? ¿O el primero de diciembre del 82? ¿O tal vez, don Gregorio, el del 88?

Cómo me gustaría escuchar su opinión, la de usted que, desde Lázaro Cárdenas hasta José López Portillo trató a los señores del poder desde sus ángulos más reservados. Usted, que pudo interrogarlos, que supo entrevistarlos, seguramente tendría una respuesta, seguida de una explicación que me ayudaría a entender mi circunstancia.

De su manejo impecable del mundo del arte, de esos hacedores de milagros que fueron nuestros muralistas, nuestros literatos, nuestros actores, quedaron entrevistas memorables, porque insertas en el entorno de la época que crearon y vivieron, nos permiten vislumbrar el México de aquel entonces y entender por qué sucedían las cosas.

De todo eso hablaríamos, Don Gregorio. Y tal vez compartiendo el pan, la sal y un vaso de buen vino, charlaríamos de las dificultades lingüísticas para traducir textos tan difíciles como los de Mariano Azuela y, sobre todo, nos lamentaríamos de la imposibilidad de encontrar, aun en las librerías de viejo del Barrio Latino, esa versión francesa de Los de abajo, que vio la luz gracias a su interés y a su esfuerzo…

• Víctor Alfonso Maldonado (San Luis Potosí) ha ocupado diversos cargos públicos de importancia. Articulista de La Jornada, recibió el premio Pagés Llergo de Periodismo y el de Primera Novela de Plaza y Janés por La noche de San Bernabé.

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