Hace un cuarto de siglo, cuando aparecieron las
primeras computadoras personales, inició un
gran cisma entre los programadores: aquellos que
se alineaban a las nacientes compañías privadas y
los que las detestaban.
Entre los disidentes, uno de los más destacados
era Richard Stallman, quien abandonó el MIT ante
las amarras del copyright para crear en 1984 el
GNU (acrónimo de ‘GNU is Not Unix’), una organización
que ha pugnado desde entonces por el
software libre.
Unos cinco años más tarde, alcanzaba uno de
los logros más celebrados por la contracorriente
de programadores: el copyleft, licencia especial
creada a partir del copyright y que implica que
toda obra o producto adscrito a este tipo de
permiso se puede adquirir, modificar y redistribuir
libremente.
Ello no supone forzosamente que el programa
sea gratuito, aunque en muchos casos lo es. Desde
un inicio, Stallman utilizó un término que llevó
a la confusión: hablaba de “free” refiriéndose
a ‘libre’, no a ‘gratis’, cuando ambas acepciones
de la palabra son de uso común en inglés.
La idea del copyleft, pensando principalmente
en software informático, era que el programador
adoptara de nuevo su rol comunitario, que le generara
un beneficio a la sociedad, en lugar de sólo
buscar el propio.
El concepto va en contra del aspecto nocivo de
los monopolios que, para obtener mayores ganancias
económicas, arrasan con la ganancia social
que puede generar su servicio; esto, en
software, implica que si la necesidad de un usuario
particular no es mayoritaria, lo más probable
es que no se satisfaga y, por lo tanto, el “objetivo
moral” del programa se deteriore.
“El paradigma de la competencia es una carrera:
al recompensar al ganador, motivamos a todos
a correr más rápido. Cuando el capitalismo funciona
así, hace un buen trabajo; pero sus defensores
están equivocados al asumir que siempre
funciona así. Si los corredores olvidan por qué se
ofrece la recompensa, y se obsesionan con ganar,
sin importar cómo, pueden encontrar formas de
atacar a otros corredores. Si los corredores comienzan
a golpearse entre sí, todos llegarán tarde
a la meta”, afirma Richard Stallman en el sitio
web de GNU.
En este sentido, la crítica de cómo el copyright
amarra las manos y limita a los usuarios es válida.
“Compartir software antes no se limitaba a
nuestra comunidad; es tan viejo como las computadoras,
de la misma forma que compartir recetas
es tan viejo como la cocina”, argumenta Stallman
en su sitio.
El copyleft ha brindado grandes beneficios en
herramientas de trabajo y uso de la computadora,
y ha sido un excelente impulsor del acceso a la información
en la era de la aldea global. A raíz del
copyleft han surgido otras licencias como
Creative Commons, Open Source y el shareware,
que han posibilitado la creación de sistemas operativos,
navegadores y procesadores de texto alternos
a los de Microsoft y Apple.
También ha impulsado el desarrollo de páginas
web tipo wiki, que unen los esfuerzos de millones
de personas para crear una fuente de información
que se perfecciona y amplía en tiempo real.
El copyleft representa una batalla efectiva
contra el copyright con base en las propias reglas
de éste, y cada vez más programadores dan
de alta sus programas con las diversas licencias
de este tipo.
Pero, ¿qué hacer cuando algunos programas,
como los videojuegos, comienzan a transformarse
en una forma de arte? O más aun, ¿cómo aplicar
el copyleft al arte en general? ¿De qué manera
evitar el tan peligroso “fusil” de ideas?
El problema reside en que el objeto de una
obra de arte dista de ofrecer un servicio; ello sería
verla sólo como un vehículo para el entretenimiento
y el deleite. Limitaría su sentido a la mera
superficie, al cascarón.
La obra de arte es una reinterpretación
del mundo natural y/o social
propia de un autor; una serie de ideas
encadenadas que pretenden, además
de ofrecer el cascarón estético mencionado,
detonar una serie de sentimientos
y reflexiones en el receptor, y
al mismo tiempo comunicar las reflexiones
y el sentir del propio creador.
Está atada íntimamente a la biografía
del artista, refleja la cosmogonía
de un individuo particular en un momento
específico.
Son estos elementos los que distinguen
al arte del entretenimiento
—aunque compartan elementos estéticos
y de espectáculo—, así como de
los servicios.
La Gioconda siempre tendrá que
ser vinculada a Da Vinci —sin que
ello prohíba que sea reinterpretada
por otros autores, en otros tiempos y
contextos—; Romeo y Julieta, pese a
las múltiples versiones derivadas,
siempre remitirá a Shakespeare y su
entorno. Un caso más claro: cualquiera
puede hacer una versión de la canción
“Everybody Knows”, pero la
voz de Leonard Cohen, y la primera
grabación que hizo de la pieza, son
únicas. Ahí radica la importancia del
autor en las artes.
Todo esto, más que ser una furiosa
crítica al copyleft, pretende señalar
los aspectos de éste que no funcionarían
en las artes, para hallar cómo sí
podría serles benéfico: son pocos los
artistas que viven del producto, ya
sea un disco, un libro, una escultura
o una pintura. Son los conciertos,
presentaciones, conferencias y la docencia,
entre otras, sus fuentes de ingreso.
A semejanza de lo que sucede
entre los programadores promotores
del copyleft, que
perseguían la subsistencia al ofrecer
asesoría y modificaciones del
software, los artistas podrían beneficiarse
de la distribución y la difusión
de sus productos, dado que la
ganancia a partir de la venta es mínima.
Ello no defiende en absoluto
el “fusil” de ideas; el mismo
Stallman, ideólogo del copyleft,
aunque defiende las modificaciones
a una obra —sólo en el caso
del software—, se aterraría ante la
idea del plagio.
“Pongo software en el dominio público
no porque quiera asegurarme
de que todos los usuarios sean libres
de compartir —dice—, sino porque
no quiero que nadie distribuya un
programa que yo escribí, o una modificación
a éste, y lo registre, como si
fuera el propietario. No quiero que
eso suceda jamás.”
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