Eduardo Antonio Parra,
Juárez,el rostro de piedra,
Grijalbo,Random House Mondadori,
México,2008.
Eduardo Antonio Parra incursiona con Juárez, el rostro de piedra en un tema muy distinto de los que habitualmente ha trabajado (la violencia, las pequeñas ciudades del norte de la República, los límites de la noche). Esta vez, aborda la figura de don Benito Juárez en una novela de factura poderosa y lenguaje bien entramado, proliferante más allá de la historia. El libro se encuentra dividido en diecinueve capítulos que evitan la linealidad y juegan con dos tiempos siempre: el pasado que no va más lejos de la segunda mitad de los 1800 y el presente del protagonista, que no traspone 1872, año en que muere don Benito. Incluso, muchas de las meditaciones más importantes expuestas por el Juárez concebido por Parra ocurren hacia el año 71, cuando el señor presidente, acosado por enemigos o por viejos amigos convertidos en contrarios,se pregunta por qué no le ha llegado todavía la hora de abandonar el poder. Aquí, el autor se entromete en la conciencia de un hombre que se preparaba para la dictadura. Los monólogos y los actos de Juárez lo delinean como un mandatario ansioso, a veces noble y a veces tan vengativo que llegaron a llamarlo Huitzilopochtli.También,con el mayor apego posible a lo histórico, el Juárez novelesco lamenta siempre la temprana muerte de su esposa Margarita, refugio de sus inseguridades y de sus complejos. La novela se narra en tercera y segunda personas. Ésta última se refiere al protagonista como Pablo, su segundo nombre, mientras que un narrador poco entrometido enmarca las situaciones históricas, la “grilla”de la época y la desazón que provoca el constante traslado del gobierno de Benito Juárez durante la Guerra de Reforma.
Al margen de las persistentes observaciones de don Benito sobre México, azuzadas por su intenso olfato político; de la exposición de sus males del cuerpo; de la intensidad de sus angustias durante su larga presidencia, Parra demuestra su dominio sobre la palabra,impone su estilo para describir, por ejemplo, la estadía del benemérito —como lo llamarían más tarde los colombianos— en las ofensivas mazmorras de San Juan de Ulúa en el año 1853, perseguido por Santa Anna. Los depósitos de salitre en los techos dispares de los calabozos figuran las pústulas de los presos, sus grumos de sangre. Las vívidas imágenes de Parra mientras don Benito recorre el desi erto del Norte sudando a mares, o mientras recibe agua hirviendo en la víspera de su muerte para devolverlo un rato más a la vida, resultan una verdadera explosión de la escritura.
Por otro lado, Parra supo escoger los rasgos más originales del carácter de Juárez, quien amaba lo mismo los habanos, la ópera y los buenos vinos que el mezcal, y gustaba de enfundarse en ropa de eti queta para “senti rse moderno, cosmopolita, como pensaba que debían ser todos los mexicanos del siglo XIX” (p. 211) —mientras Maximiliano, para ciertas ocasiones, se vestía de charro. Sus relaciones políticas y de amistad con los grandes personajes de su tiempo, desde luego todos liberales, son tratadas con un discurso ad hoc a la época y a los intereses de los personajes, pero, sobre todo, a los intereses de Juárez. A Melchor Ocampo el presidente le profesaba una enorme admiración, tanta que, como expone Parra, se rendía intelectualmente ante él, aunque no lo demostrara. La amistad con Guillermo Prieto se transformó, con el tiempo, en cierto desprecio por sus farragosos discursos poéticos y por sus conceptos políticos inconsistentes, a pesar de que el poeta le salvara la vida con su memorable frase “Los valientes no asesinan”. “El buen Porfirio” se volvió contra el primer mandatario, contra su autoritarismo, como lo hizo en su momento Sebasti án Lerdo de Tejada.
Los narradores admiten que trece años de presidencia es mucho para cualquiera, que se contorna ya la silueta del tirano. Recuérdese la represión llevada a cabo por Juárez el 2 de octubre de 1871: después de un paseo por las calles importantes de la Ciudad de Méxi co, durante un periodo que se abría a las elecciones, el señor presidente huele el peligro, la posible insurrección que podría destituirlo, y toma medidas brutales. “Sí, la ciudad olía a violencia, a rebeldía, a insumisión a tu autoridad” (p. 279). Este episodio se cuenta con una fluidez casi cinematográfica. El lector se suma a la certeza de que algo se cuece y para esas alturas de la novela uno se ha aliado ya con don Benito, con el hombre de piedra que atravesó el desierto con sus archivos a rastras, con el presidente trashumante, con el indígena que ha amado a doña Margarita Maza y ha abandonado, aunque reciban de él una pensión, a los dos hijos que le nacieron en su concubinato con una india oaxaqueña, mucho antes de contraer matrimonio con la niña blanca.
El retrato del creador de un México laico, a pesar de su credo personal, como ocurría con la mayoría de los liberales mexicanos, casi todos observantes en la intimidad de la religión católica, nos inclina a aceptarlo a la
manera de Parra. Sus ansias de dominio, del todo i nevi tabl es, enfermo y temeroso de los que se le oponen, lo persuaden de que él es el hombre que el país necesita, acaso para siempre.
Esas ansias se transforman en un discurso por demás deslumbrante. Juárez sólo cambia de parecer cuando la muerte lo acecha. Hacia el final, su criado Camilo, con el que hablaba en zapoteca; su indispensable yerno Pedro Santacilia, sus hijos y el médico lo rodean cariñosamente. El deceso inminente cambia el sentido de los deseos de Juárez: no más Palacio Nacional ni estudiar cómo derrotar a sus rivales, sino irse —delira don Benito— adonde habitan los espíritus de “los grandes hombres”. Benito Juárez, en plena agonía, sueña con la inmortalidad. ~
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