Hablamos de la naturaleza, y al hacerlo nos olvidamos
de nosotros mismos, pero nosotros somos también naturaleza.
Por lo tanto, la naturaleza es algo totalmente
distinto de lo que pensamos cuando hablamos de ella.
Friedrich Nietzsche
Somos la única especie que ha modificado de tal
manera su entorno, que estamos viviendo en una
segunda naturaleza creada por el hombre y hemos
transformado el medio para las demás especies.
Una de las formas en que hemos generado una segunda
piel es mediante la ocupación del territorio.
Ya no basta identificarnos como mexicanos o por
la cantidad de personas que somos, sino también
por cómo ocupamos un espacio.
La distribución territorial de las localidades y de
las personas en México es un fenómeno complejo.
Han sido pocos los trabajos sistemáticos que dan
cuenta de la forma en que la población ocupa el
espacio de un país o una región; menos aun los
documentos o programas que definen, caracterizan
u ofrecen orientación para una mejor manera de
establecer los asentamientos humanos en el país.
Seguramente para nuestros abuelos la riqueza
natural del país y una numerosa descendencia
eran sinónimos de prosperidad, y a la naturaleza
había que dominarla, avasallarla. En cambio,
nuestra generación ha escuchado o leído más de
una vez palabras como asentamientos irregulares,
contaminación, sustentabilidad, calentamiento
global, planificación familiar, zona conurbada, zona
metropolitana, contaminación ambiental, capa
de ozono, que dan cuenta de la percepción de
nuestra fragilidad y la del medio ambiente.
La ocupación del territorio tiene que ver con la
forma en que nos apropiamos del medio físico, la
forma en que interactuamos y dialogamos con el
entorno, que a la vez es parte de nosotros.
Lo que ha cambiado es la interacción que hemos
establecido con el medio. Aprendimos en nuestras
clases de geografía que los elementos naturales eran
prácticamente inmutables y renovables, eternos y
disponibles, además de baratos y accesibles –el aire,
el clima, el agua, el suelo– pero hemos visto ahora
que es el hombre quien interviene para modificar la
cantidad, formas y calidad de estos elementos. Hasta
hace algunos años, todo lo natural era sinónimo
de inmodificable o renovable, pero cada vez existe
mayor conciencia sobre el deterioro acumulado,
continuo e irreversible de nuestro medio.
¿Ordenamiento de qué?
A veces también se confunden términos como ordenamiento
urbano, ordenamiento poblacional y
ordenamiento territorial. El primero tiene que ver
con la organización de los espacios convivenciales
de las ciudades, desde las unidades de equipamiento,
las vías de comunicación, el paisaje urbano,
hasta la personalidad arquitectónica de una
ciudad. El ordenamiento poblacional es la forma
en que se dispone una población para desarrollarse
y perpetuarse, donde la natalidad, la mortalidad
y la migración son los factores más incidentes. El
ordenamiento poblacional busca llegar a poblaciones
estables y predecibles. El ordenamiento territorial
tiene que ver con la disposición de los
asentamientos humanos o localidades, su tamaño,
función, relaciones y distancias que establece con
su entorno. Estas distancias pueden ser físicas o
geográficas, económicas, políticas, culturales, lingü.sticas,
étnicas y definen el modelo de crecimiento
y desarrollo de una región y de un país.
Los asentamientos humanos deberían crearse
donde las normas garantizan la seguridad física de
los habitantes, el acceso a los servicios, facilidad de
transportación; donde existan condiciones sanitarias
deseables, donde el clima sea benigno y agradable;
pero los grupos se establecen donde tienen
raíces históricas, donde existe alguna fuente de trabajo
o ésta es cercana, donde ya viven familiares o
donde ofrece el mercado inmobiliario.
Gobierno, economía y costumbres son las tres
raíces de la ubicación de los asentamientos humanos,
las más de las veces siguen tendencias encontradas
y al parecer irreconciliables.
La distribución de la población tiene numerosas
repercusiones sobre la vida social, individual y sobre
los recursos naturales. Una mayor dispersión
dificulta la oferta de los servicios de infraestructura
social, económica y física; los asentamientos más
alejados de las urbes son también los que tienen
mayores carencias en los accesos a todos los servicios
y presentan los mayores rezagos en los indicadores
del desarrollo.
Las grandes concentraciones poblacionales se
convierten también en enormes consumidoras de
recursos. En las grandes urbes, la normatividad urbanística
le imprime una mejor gestión del suelo,
pero en realidad son verdaderos monstruos devoradores
de energía y recursos naturales, productores
de toneladas de desechos que arrojan
numerosos contaminantes al ambiente.
La ubicación de las localidades sigue algunas variables
identificables, separándose cada vez más de
elementos históricos, aunque las políticas han podido
hacer poco por una mejor distribución poblacional.
Son contados los casos en que las
decisiones oficiales definen la creación de nuevas
ciudades, como Brasilia, que se erigió como un
nuevo asentamiento a partir de una decisión gubernamental
para que fuera la base de los poderes
centrales.
La velocidad y forma en que crecen o disminuyen
los asentamientos se deben a factores como la
localización de los recursos naturales, las migraciones,
los recursos económicos, gubernamentales y
privados, el desarrollo comparativo de unas localidades
respecto a otras y las políticas que promueven
o desalientan determinados procesos que
inciden en la atracción poblacional.
La mayoría de los pueblos transitan históricamente
de una dependencia inmediata de sus actividades
relacionadas directamente con las
condiciones locales (vegetación, tipos de suelo, clima,
disponibilidad de agua, orografía) hacia trabajos
desvinculados de lo físico inmediato y surgen
actividades como la industria, el comercio, el desarrollo
de software o generación de información. El
estudio de la geografía física empezó a perder importancia
frente a otros factores como los intereses
de la población joven, el clima laboral y político,
las comunicaciones virtuales, los esquemas regulatorios,
etc. Por eso se preconiza el fin del de las distancias
físicas, para dar lugar a las distancias
comerciales, tecnológicas, legales y políticas.
Cada vez nos interesan más los patrones en que
las localidades y las personas nos distribuimos en
el territorio. Las relaciones espaciales generan sinergias
culturales y demográficas que imprimen
cierta velocidad y dimensiones a los cambios, y
también están relacionadas con la forma en que
nos relacionamos con nuestro medio físico, que
nos responderá de acuerdo con el cuidado o deterioro
que provoquemos en él.
La concepción más difundida de la naturaleza sigue
siendo algo externo que hay que controlar, dominar,
someter, explotar. Hay quienes prefieren el
eufemismo de “aprovechar”, pero si las prácticas
son intrínsecamente las mismas, serán sólo formas
atenuadas y políticamente correctas de hacer lo
mismo.
Un poco de historia
Nuestra manera de ver el mundo en realidad no ha
cambiado mucho. Cuando los antiguos aztecas
buscaban un asentamiento en lo que hoy conocemos
como el Valle de México, bajo la orden de
Huitzilopochtli de que habría que encontrar un
águila devorando una serpiente, se trataba de un
arquetipo de ocupación de un territorio: un lugar
donde el valor y la inteligencia (el águila) pudieran
dominar el medio agreste y harto difícil (la serpiente),
pues en aquellos años la naturaleza
constituía una fuerza extraña, imponente y feroz
para las condiciones de relativa desnudez tecnológica
del hombre. Los asentamientos de los pobladores
de Mesoamérica se desarrollaron a la par de
la agricultura, los alimentos, la mortalidad o las acciones
de guerra, entre otros factores. Así como había
periodos de buenas cosechas, también se
presentaba un incremento en la natalidad. La Venta,
El Tajín, Cuicuilco, Palenque, Teotihuacán, Chi
chén Itzá, Tula, emergieron como grandes centros
culturales, religiosos, políticos y demográficos.
En 1523, el rey Carlos I emitió una ley que normaba
la fundación de las poblaciones de la Nueva
España con los modelos de ciudades que se utilizaban
en Europa en el siglo XVI. La ley rezaba con
mucho tino: “No elijan sitios para poblar en lugares
muy altos, por la molestia de los vientos y dificultad del
servicio y acarreto (transportación), ni en lugares muy
baxos, porque suelen ser enfermos…”. Años después,
en 1551, el mismo rey expidió otra ley para concentrar
a la población indígena para un mejor control
y administración religiosa.
El poblamiento de México ha tenido algunos
momentos identificables. Primero, poblar era sinónimo
de gobernar, administrar, proteger, limitar,
pues en las grandes extensiones de América el control
sobre el territorio estaba ligado a la presencia
física de las construcciones y de las personas. Establecer
asentamientos era una forma de avanzar en
el tejido demográfico para limitar y proteger los
bienes del reino. El norte del país era, en el siglo
XVI, la parte menos explorada de los dominios españoles
y sobre la cual se emprendieron varias misiones.
Años después, colonizar la frontera con
Estados Unidos era una cuestión de salvaguardar
los límites culturales, políticos y administrativos
de México, para construir, por así decirlo, una trinchera
humana que ayudara a cerrar el espacio territorial
de la Nación.
Para el siglo XIX, el presidente Manuel González
expidió el Decreto sobre la Colonización y Compañías
Deslindadoras con el propósito de promover
la ocupación de tierras en el entonces desolado territorio
mexicano, pero esto favoreció más a intereses
particulares. Hubo que esperar hasta los años
setenta para contar con una Ley General de Asentamientos
Humanos y una Ley General de Población,
dos hitos que contienen los preceptos para el ordenamiento
de localidades y población de México.
Ya en la segunda mitad del siglo XX, Tijuana y
Ciudad Juárez eran lugares frecuentados por los vecinos
del norte, creciendo como urbes comerciales
y de tránsito de mercancías entre México y Estados
Unidos. Con los movimientos migratorios internacionales
desde los años cuarenta y con el establecimiento
de una gran cantidad de empresas
maquiladoras, la frontera se convirtió en una dinámica
y compleja línea urbana y demográfica, con
enormes flujos de población flotante, pero también
con migración interna asentada en las localidades
limítrofes.
Las ciudades fronterizas pueden ser unos buenos
sensores de lo que pasa en el resto del país. Cuando
se presentan procesos de crisis o recesiones en
México, se manifiestan con movimientos migratorios
y económicos, y estas zonas reciben los impactos
de las crisis que actúan como un mecanismo de
contención, una suerte de elemento resilente; entonces
la frontera crece, se dinamiza, se fortalece.
Cuando le va mal al país, le va bien a la frontera.
Hasta hoy, estas ciudades tienen una dinámica
muy específica, pero no alcanzan a diferenciarse
tanto del resto de las localidades del país como para
que nos hagan pensar en un “tercer país”. Las
ciudades mexicanas fronterizas se parecen más a
las nacionales que a sus ciudades hermanas en Estados
Unidos, aunque existe una fuerza creciente
por ir generando una tendencia a parecerse a éstas.
También existen formas de organización territorial
complejas que datan de hace muchos años, como
es el caso de los tarahumaras, establecidos en
la Sierra Madre Occidental en Chihuahua. Los tarahumaras
o rarámuris como ellos se llaman, han
preferido patrones de ubicación relacionados con
la visión que les permite establecer un diálogo entre
sus costumbres y el medio físico que les rodea.
Primero, tenemos que saber que ellos habían ocupado
mejores tierras, pero ante las invasiones y
despojos fueron retirándose a los lugares serranos.
Concentración y dispersión
En México coexisten dos tendencias muy visibles:
el crecimiento de las grandes ciudades y el aumento
en la cantidad de las localidades pequeñas, particularmente
las menores de 100 habitantes. La
población sigue dos tendencias un tanto diferentes:
la población urbana se ha incrementado y la
población rural ha disminuido, no obstante el aumento
en el número de las localidades rurales.
¿Cómo explicar este fenómeno? La verdad es que
tenemos muchas respuestas y pocas certidumbres.
A veces se antoja que los procesos migratorios nos
ayudarían, en mucho, a explicar este despoblamiento
rural, pero el flujo hacia las ciudades nacionales
y destinos internacionales ya no es
propiamente un fenómeno ligado con el campo y
no explica por qué han aumentado la cantidad de
pequeñas localidades.
No existen modelos ideales para distribución y
ocupación del territorio. Los indicadores como el
rango-tamaño o el índice de primacía urbana del
modelo de sistemas de ciudades, sólo son cálculos
un tanto arbitrarios basados en una preferencia armónica
de tamaños, donde se establece una ciudad
dominante seguida de una constelación de
ciudades medias, luego otras más pequeñas que
graviten en torno al centro demográfico y económico.
No obstante, estos indicadores y otros nos
han dejado ver la formación de poblaciones que
son verdaderos “hoyos negros”: grandes localidades
engarzadas que concentran los servicios educativos,
de salud, gubernamentales, comerciales,
industriales, y que atraen a la población de otras
localidades. A las más cercanas, las integra a su vorágine;
a las más lejanas, les impide desarrollarse
como poblaciones alternas, ya que succionan todos
los recursos en un círculo vicioso, pues atraen
las inversiones y los recursos públicos y privados.
Uno de los mecanismos utilizados en las últimas
décadas para buscar una mejor distribución poblacional
ha sido la llamada relocalización industrial.
Este proceso se empezó a gestar en los años setenta,
pero tuvo mayores impulsos en las dos décadas
siguientes. Sin embargo, la relocalización de ciudades
y parques industriales fue un intento marginal
que no logró una verdadera desconcentración de
las fuentes de trabajo industriales. Algunas corporaciones,
por ejemplo, con el apoyo de la Federación
y los estados se ubicaron fuera de la ciudad de
México, en los estados de México, Morelos, Querétaro,
Puebla o Hidalgo, por ejemplo, pero ese movimiento
no logró imponer una verdadera
dinámica que equilibrara mejor la distribución del
empleo, de los servicios y de la población, pues se
trató de una reubicación en lugares cercanos a ciudades
vinculadas fuertemente al Distrito Federal y
que formaban parte de la constelación urbana llamada
México-Querétaro-Puebla-Toluca. Una enorme
megapolización urbana con tendencia
creciente a fusionarse.
La megapolización es un fenómeno reciente en
México, pero cada vez más frecuente. Consiste básicamente
en el contacto de las ciudades grandes y
sus zonas de influencia generando lo que se ha llamado
ciudad global, coronas regionales, ciudadesregión
o cosmopolis. Hay autores que incluyen la
cantidad de población necesaria para utilizar ese
descriptor, pero podríamos decir que la megapolización
es un proceso donde grandes ciudades tienden
a tocarse o fusionarse. Lo vemos en los casos
de la zona metropolitana de la ciudad de México,
de Puebla-Cholula y Tlaxcala, Torreón y Gómez
Palacio, la zona metropolitana de Guadalajara y de
Monterrey.
Para los años cuarenta, Luis Unikel refería cinco
zonas metropolitanas y ya en 2005 contamos con
56 que integran a más de la mitad de los mexicanos.
De las zonas metropolitanas, nueve son millonarias:
Valle de México, Guadalajara, Monterrey,
La Laguna, Puebla-Tlaxcala, Toluca, Tijuana, León
y Ciudad Juárez. Dentro de algunos años se agregarán
muy posiblemente Aguascalientes, Cuernavaca,
Tampico, San Luis, Mexicali, Cancún y Mérida. Detrás
de este eufemismo millonario, se esconde una
acelerada concentración de la población en unas
pocas ciudades; por ejemplo, en las primeras nueve
zonas metropolitanas arriba mencionadas vive
más de la tercera parte de la población del país.
El otro extremo lo presenta la gran cantidad de
pequeñas localidades dispersas en todo el territorio
nacional. Esta disminución es más propia en
las regiones del centro, occidente, oriente y sur del
país, en contraste con el norte, más agrupado, más
compacto demográficamente. En el centro y oriente
uno no sabe si estamos ante un continuum de localidades
dispersas conectadas por las vías de
comunicación o se trata de una enorme localidad
con racimos de caseríos dispersos. Existen 137 781
localidades menores a 100 habitantes, el 73.3% del
total de los asentamientos del territorio nacional,
de acuerdo con datos del INEGI.
Y seguimos en las nubes
También las poblaciones se distribuyen en diferentes
altitudes, considerando que México tiene variaciones
significativas, pues vamos desde las regiones
bajas en las costas, en Tabasco, en Chiapas y en la
península de Yucatán, hasta las zonas altas y frías
del centro, norte y sur de México. La altitud tiene
que ver con muchos elementos del medio que conviven
con nosotros y que nos hacen propicia la salud,
algunas actividades y modelos de convivencia.
La altitud que tienen las poblaciones está relacio
nada con las radiaciones solares, la humedad, la
precipitación pluvial, el oxígeno, la temperatura, la
disponibilidad de luz, la flora, la fauna, los vientos,
entre otros. Los climas secos son propicios para
la industria electrónica; los climas húmedos
favorecerán las plantaciones frutales. Las enfermedades
son endémicas y sobreviven a ciertas condiciones
geoclimatológicas; la tuberculosis puede ser
más propicia en climas bajos; en altitudes mayores,
la influenza y la neumonía tendrán una mayor
prevalencia.
En nuestro país vivimos en altitudes muy diferenciadas.
Por un lado, dos imponentes cordilleras,
un nudo volcánico al sur del país, combinado con
vastas mesetas y planicies y, por otro, una costa de
más de 11 000 km. Hoy sabemos que las localidades
en que vivimos van desde -3 a los 4 600 metros
sobre el nivel del mar. Podríamos decir que la
población tiene una mejor distribución que la que
tienen las localidades: mientras que el 32% de las
localidades está en altitudes mayores a los 1 600
metros, el 21% de la población habita en esas condiciones.
Sólo la mitad de los mexicanos viven en
altitudes menores a los 800 metros, lo que implica
un mayor gasto de energía para mover las mercancías,
transportar personas, construir infraestructuras,
proporcionar los servicios sociales y
comerciales, así como favorecer las coberturas de
las políticas públicas y de acceso a los bienes.
Ordenar el territorio nunca será una tarea fácil ni
tiene fecha de término, pero tenemos que empezar
por ordenar los datos acerca del comportamiento
poblacional y proponer ideas que se traduzcan en
políticas y programas públicos y sociales.
Fabila, Manuel, Cinco siglos de legislación agraria en México
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