Un producto civilizado
Los ÚLTIMOS DIEZ AÑOS del milenio que finaliza han sido testigos en México de avances en materia de derechos humanos, básicamente en dos aspectos: libertades individuales y lucha contra la impunidad del poder. En otros rubros -el combate a la pobreza y a la desigualdad social, la seguridad pública, la procuración de justicia, por citar algunos ejemplos- no se observan logros relevantes respecto al pasado inmediato e, incluso, se registran retrocesos, pero los derechos fundamentales han ido consolidándose y alcanzando cada vez más efectiva vigencia. Cierto que los derechos humanos no cancelan las injusticias -aunque deben combatirlas-, las enfermedades, el caos vial, las depresiones, la indigestión, las decepciones amorosas ni la muerte, es decir, no garantizan la instauración del Reino de Dios sobre la tierra, pero son el instrumento de los gobernados para defenderse de las arbitrariedades de los gobernantes.
Los derechos humanos no significan la realización de la utopía o del absoluto ni la garantía de felicidad: constituyen una fórmula de convivencia civilizada. No se han conquistado de una vez y para siempre, pues ninguna conquista humana es irreversible: son frágiles y están permanentemente amenazados -por enemigos siempre menores moralmente, pero con frecuencia terribles-, lo que los hace más deseables y preciosos. Hay que defenderlos día a día. Son uno de los más destacados de nuestros productos civilizados, y nosotros, los que hoy nos tenemos por civilizados, somos en buena parte el producto de esos derechos. Es que tenemos la certeza de que, como los infiernos de Erígena, el abuso de poder es éticamente inhabitable para los seres humanos. Aunque algunos mienten, ensangrentan y matan por él, arriesgo la conjetura de que nadie -ni siquiera ellos- en la soledad central de su yo puede anhelar que prevalezca, porque eso significaría que todos quedáramos a su merced. Por eso las victorias en contra suya -como las de Hércules contra los buitres de metal y el dragón, tan monstruosos como los abusos- nos alegran y nos tranquilizan.
Los derechos humanos se basan en lo que Voltaire denominaba «amor al género humano, virtud desconocida a los que engañan, a los pedantes que discuten y a los fanáticos que persiguen». Su causa no ha persuadido -no podía hacerlo- a los guardianes por temperamento o por rutina de las ortodoxias, ni a los nostálgicos del autoritarismo o de los privilegios de la arbitrariedad ni a los partidarios de la congelación del orden jurídico. En cambio, ha convencido a la parte más sensible, activa e influyente de la sociedad, y ello ha bastado para que ésta se esté transformando.
Contemporáneos de todos los hombres
Hemos cumplido apenas recientemente el viejo sueño del sufragio efectivo -postulado que enarboló en 1910 Francisco I. Madero al llamar al pueblo mexicano a tomar las armas contra la dictadura, prolongada durante 30 años de Porfirio Díaz-, que constituye la condición primera de un régimen democrático, y se respetan ampliamente las libertades de expresión y de reunión, hace pocos lustros severamente constreñidas. Ahora sí podemos afirmar, con Octavio Paz, que «somos, por primera vez, contemporáneos de todos los hombres». Hoy parece improbable que se produjera y quedara absolutamente impune un asesinato, como el del 2 de octubre de 1968, de cientos de personas reunidas en protesta pacífica, ordenado por el Presidente de la República, para quien, como escribió Carlos Fuentes, los manifestantes eran, por atreverse a protestar, «alborotadores, subversivos, comunistas, ideólogos de la destrucción, enemigos de la Patria encarnada en la banda presidencial». Y en materia de derechos humanos a veces son más importantes y significativas que las cosas que pasan las cosas que no pasan. Fernando Savater nos recuerda que los derechos humanos «no provienen tanto de las promesas de la luz como del espanto de las sombras, no pretenden conseguir inauditos bienes imaginados, sino evitar males conocidos».
Suele denunciarse en informes de organismos internacionales una grave situación de violación a los derechos humanos en México aludiéndose sólo a tres entidades -Chiapas, Guerrero y Oaxaca-, que no son representativas de lo que pasa en el resto de la República, y en las que de todos modos ya no prevalece la absoluta impunidad como antes. No podemos olvidar que nuestra tradición de autoritarismo inatacable -que incluía crímenes tan graves como la desaparición forzada de personas-era larga, poderosa y sin fisuras.
El panorama varía considerablemente de un estado a otro del país. Los más significativos pasos adelante se han dado en la Ciudad de México. Algunos ejemplos son ilustrativos. Allí se han eliminado prácticas discriminatorias tales como la exigencia de certificado de no gravidez a mujeres aspirantes a una plaza laboral en dependencias públicas, el requisito de estar libre del virus del sida para ser aceptado en un trabajo en el que no hay riesgo alguno de contagio y la negativa de atender indigentes en hospitales a cargo del gobierno. El Nacional Monte de Piedad bajó sustancialmente las tasas de interés que cobra a sus deudores, con lo que recobró el espíritu de ayuda a los más necesitados con que fue fundado por el Conde de Regla. Se superaron serias deficiencias en los hospitales generales, los cuales ahora, considerando la actual situación económica, proporcionan servicios médicos razonablemente aceptables. Se inauguró el primer albergue para mujeres víctimas de violencia intrafamiliar.
La lid contra la tortura se consideraba un iluso afán hace sólo siete años. Entonces, campeona indiscutible entre los diversos abusos de poder, era práctica de todos los días en separas policíacos y prisiones. La propiciaban una legislación y una jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia que otorgaban pleno valor probatorio a la confesión del inculpado rendida ante la policía aun sin la presencia de su defensor o persona de confianza. No se había iniciado averiguación previa alguna por ese delito. Hoy -con leyes que no conceden validez a la confesión arrancada en esas condiciones y con la vigilancia del om-budsman acerca de la situación de los detenidos- es un atropello esporádico, y por primera vez en México, a pesar de la intrincada red oficial de encubrimientos, hay -aunque en cantidad insuficiente- presuntos torturadores llevados ajuicio y condenas oficiales por tortura.
Hace sólo siete años estos logros parecían imposibles a los desencantados y a los abúlicos. Muchos estaban tan convencidos de que esa «crueldad consagrada por el uso entre la mayor parte de las naciones» -como la llamó Beccaria- era tan inevitable como las tres de la tarde. Pero donde acaba lo posible no queda sino la inexorabilidad, que nos convierte a los individuos en invitados de piedra al escenario en que discurren nuestras vidas. Lo posible se ha abierto paso, ayer y hoy, contra fatalidades que en ocasiones propicias dejan de serlo.
¿Por qué, entonces, el gatopardismo según el cual, por decirlo con palabras de Gustavo Adolfo Bécquer, todo es «hoy como ayer, mañana como hoy, y siempre igual»? Entre muchas otras razones -de muy diversa índole- que podrían señalarse, apunto tres: a) la tendencia humana a magnificar los males contemporáneos; b) la creencia de que, si se reconocen triunfan, se cae en la autocomplacencia y, así, se baja la guardia, y c) un problema de gusto similar al de quienes no distinguirían un excelente vino del vinagre. Empero, el reconocimiento de las victorias reales, además de que constituye una constatación de datos fácticos verídicos, no tiene porque traducirse en laxitud inhibitoria del afán combativo y, en cambio, debe servir dándonos ánimos para la lucha en cuanto nos hace ver que muchas lides que parecían imposibles se pueden ir ganando si se actúa con firmeza, tesón, convicción, oportunidad, pasos acertados… y alguna ayuda de los vientos favorables del azar