El proceso democrático mexicano no sólo ha impregnado de mayor pluralidad al Congreso, sino que también ha codificado, por primera vez en la vida contemporánea nacional, el sistema de contrapesos y equilibrio entre poderes de la federación
Antes de 1997, año en que el PRI perdió la mayoría de 250+1 de los 500 legisladores en la Cámara de Diputados, el ritual del presidencialismo omnipotente en el informe de gobierno, era eso, un ritual sólo para el presidente de la república.
En muy buena medida, era también la muestra incongruente de que el autoritarismo se “desahogaba” por canales democráticos, como lo representa la división de poderes. Por más que fuera fachada para la entonces oposición política. Por más que fuera el legislativo no sólo síntesis disciplinada de la pluralidad interna del priísmo, sino también condición de inclusión y gobernabilidad de sus sectores. En suma, de su pertenencia en el poder. El escenario del día del presidente, del informe del 1 de septiembre, era nacional.
A partir de la construcción del Palacio de San Lázaro, que fue inaugurado en el quinto informe de José López Portillo en 1981, adquirió una versión más faraónica, que a la postre también derivaría en un congreso activo y obligado por sus atribuciones constitucionales, actor en el umbral de la gobernabilidad democrática.
El nuevo refugio del “día del presidente” es una muestra de una arquitectura del poder destinada a la preeminencia del ejecutivo sobre el legislativo. En primer lugar habría que mencionar la ubicación geográfica del Palacio de San Lázaro, que contrasta con las ubicaciones de congresos de otros países, en donde se encuentran en puntos neurálgicos de las capitales políticas. Basta ver a la Asamblea Nacional en París, el Parlamento en Londres, el kilómetro cero en el Congreso de Argentina en su capital Buenos Aires o las Cortes Generales en Madrid. Sólo para ver unos ejemplos emblemáticos y qué decir del Capitolio, en Washington.
El Palacio de San Lázaro en su construcción, en buena parte financiada por el boom petrolero de la segunda parte del sexenio de López Portillo, estaba no sólo unas cuadras atrás del Palacio Nacional, sino en una de las zonas más peligrosas de la ciudad de México y, en ese entonces, prácticamente su periferia. Basta ver que lo que hoy es cercano de la Cámara de Diputados, como el aeropuerto capitalino o la terminal de autobuses de oriente, ayer era el borde de la ciudad. Hasta allá fue relegada la sede que en un origen planteaba tener en un mismo inmueble tanto al senado como al recinto de los diputados federales.
Una de las muy pocas reformas políticas del régimen y de las formas políticas desde la alternancia de partidos políticos en la presidencia ha sido el formato del viejo informe de gobierno. Hasta ahora, ha sido una reforma más de forma que de fondo.
El último informe a la vieja usanza fue el quinto de Vicente Fox en 2005, que resultó un calvario y ni siquiera se le permitió el paso al pleno legislativo, lo que fue catalogado popularmente como “lo entregas y te vas”.
Felipe Calderón no pudo entrar ni ser el gran invitado en su primer informe, que en rápida ceremonia entregó el entonces titular de gobernación.
En aras de acabar con el griterío y las constantes intervenciones fuera de la tribuna contra el presidente, se decidió darle sepultura al viejo formato de informe, sin quedar en claro qué mecanismos revigorizarían la rendición de cuentas, pero también el debate entre poderes, que informado, serio, republicano y de altura, demanda la democracia mexicana.
Una de las razones que suplió al Informe fue la figura de “pregunta parlamentaria”, que está fundamentada en la reforma constitucional (publicada en el Diario Oficial de la Federación, el 15 de agosto de 2008), de los artículos 69 y 93 además del artículo séptimo (numeral cuatro) de la Ley Orgánica del Congreso General. Además de la comparecencia de secretarios de Estado en el congreso, los artículos señalados mencionan respectivamente que cada una de las cámaras realizará el análisis del informe y podrá solicitar al presidente de la república ampliar la información mediante pregunta por escrito, la cual deberá ser respondida en un término no mayor a 15 días naturales a partir de su recepción.
Estudiosos del derecho parlamentario, como el Dr. Francisco Berlín Valenzuela, mencionan que el objeto de esta figura parlamentaria es disipar una duda. En una mecánica más propia de regímenes parlamentarios que presidencialistas, el Dr. Fernando Santaolalla “las cataloga como ambiguas, ya que, si no produce alguna sanción en contra de la administración, entonces no se puede hablar de control parlamentario”.
Ésta será la segunda ocasión en que el legislativo enviará sus preguntas parlamentarias. El año pasado, tan sólo los diputados enviaron 68 preguntas distribuidas temáticamente y en proporción a su representatividad política en curules. La sociedad mexicana debe de estar atenta en ver, no sólo el ejercicio de una obligación constitucional de los órganos representativos en lo que respecta al informe presidencial, sino que sus aspiraciones y demandas estén incluidas en ese ejercicio.
Los legisladores tendrán esa responsabilidad y de ellos depende que en la calidad, profundidad y exactitud de las preguntas al ejecutivo, haya un acercamiento con sus representados. Si es así, más que la parlamentarización del régimen presidencial mexicano, se estará dando una muestra de un congreso participativo y políticamente responsable, en donde quedarán rebasados los escenarios arquitectónicos, que sólo privilegiaban el mirador hacia el presidente de la república.
Juan-Pablo Calderón Patiño