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La transición democrática de México. Una celebración
Este País | Histórico | Woldenberg José, Becerra Ricardo | 29.09.2009 | 0 Comentarios

EN MÉXICO, la transición a la democracia ha terminado. La frase puede resultar chocante y puede ser muy discutible, pero busca una reacción: obliga a revisar, a echar una mirada hacia atrás, detenerse y reconocer lo que efectivamente hemos avanzado.

Y lo que hemos recorrido es mucho: una mutación que clausura una época política, un sistema de relaciones políticas, una manera de funcionar de las instituciones del Estado nacional.

 

Siguiendo las prescripciones de Norberto Bobbio1 es conveniente tratar de ordenar las coordenadas generales de ese cambio.

 

Veamos primero los rasgos esenciales del mundo político del que venimos: partido hegemónico, presidencialismo con enormes capacidades constitucionales y metaconstitucionales (el presidente en el vértice del mecanismo de decisión y negociación); subordinación de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo; federalismo formal; centralismo real; subordinación de organizaciones sociales, sindicales y empresariales al poder político; la decisión de quién gobierna, en todos los niveles, estaba en manos de una coalición cerrada; elecciones sin competencia; partidos de oposición testimoniales o germinales, y leyes electorales restrictivas.

 

¿Y que tenemos hoy? Un régimen pluripartidista y competitivo; presidencialismo acotado; los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial son independientes entre sí; los diferentes niveles de gobierno también multiplican sus grados de autonomía; se autonomizan también los grupos sociales y sus organizaciones; las elecciones son altamente competidas; las leyes electorales se han abierto, y la decisión de quién gobierna la tienen los ciudadanos.

 

No llegamos a un régimen inédito, históricamente inexplorado, ni a una invención constitucional original. Transitamos de un régimen autoritario, que concentraba las decisiones centrales de la política, a otro, suma de normas e instituciones renovadas. Llegamos «simplemente» a un sistema democrático donde el voto del ciudadano de a pie decide lo fundamental en política: quién gobierna.

 

Pero, como lo recuerda Francois Furet2, ninguna transición democrática en el mundo en el siglo XX creó ninguna idea nueva y fundamental acerca del arreglo político democrático para la sociedad humana: todas desembocaron en parlamentos, división de poderes, gobierno representativo, partidos políticos, una Constitución que las cobija…, es decir, desembocaron en las estructuras y las instituciones clásicas de la democracia. Incluso, algunas de las cosas que se señalaron como posibles candidatos a ser «novedades históricas» de las transiciones -por ejemplo un nuevo estilo de política mediante «foros ciudadanos», «movimientos cívicos», organizaciones de la «sociedad civil», etcétera- aquí y allá, lo mismo en México que en Sudamérica o en el este europeo, se disolvieron y fueron sustituidas por versiones locales de los arreglos que ya se encontraban instalados en las democracias de Occidente: una vez más, en partidos políticos, constituciones democráticas, sistemas representativos, congresos,3 etcétera.

 

En ese sentido, la transición mexicana no generó una idea nueva, un sistema nuevo o una constitución nueva: lo que creó fue una realidad nueva.

Pero nos equivocaríamos si nos quedásemos con esa simple constatación. Hay un aspecto original, único, en este periplo de cambio: es la forma de la transición. Porque se trató de un cambio de enorme magnitud y de enormes consecuencias, pero que nunca adoptó la forma de una revolución. El quid de la cuestión es ese: apostar a un cambio profundo, en realidad un cambio de época, pero sin violencia, pactando, negociando, usando la arena electoral para resolver la relación de fuerzas, tomando los recursos políticos de las elecciones y apelando a miles o millones de votantes.

 

Es mucho más que un cambio de las personas o del partido que gobierna: nunca en la historia independiente México se había podido vivir la alternancia del Poder Ejecutivo de manera legal, pacífica y ordenada. Todos los intentos de cambio democrático en el gobierno acabaron despeñándose en el caos, el golpe militar o la guerra civil. La transición democrática del fin del siglo XX logró que esto no ocurriera, en buena medida por su forma, por su ritmo, por el aprendizaje social y político que acumuló a lo largo de los años y por las recurrentes y asiduas negociaciones entre actores y grupos enfrentados.

 

Y no hay que olvidar que el régimen político del que venimos fue emanado de una gran revolución; fue poseedor de una inusual capacidad de articulación social, promotor de un periodo largo de desarrollo económico, y cuya ideología y práctica política llegaron a ser hegemónicas en la sociedad. Pues bien, la transición no rompió™ hizo añicos a ese régimen, más bien lo erosionó, al mismo tiempo que esculpía nuevas instituciones y promovía nuevos hábitos, abriendo paso a otro tipo de régimen pluralista y democrático.

El proceso comenzó en 1977. Allí se fraguaron todos los elementos típicos que lo estructuraron durante veinte años: los partidos políticos en plural como los protagonistas de la discusión; la lucha y los pactos; las negociaciones electorales como los momentos donde se resumieron las exigencias democratizadoras; los comicios como la arena de disputa de las fuerzas principales; la ocupación expansiva de más y más posiciones de gobierno o legislativas de parte de los partidos en plural.

 

Suele hablarse de 1968 como arranque de la transición o incluso de 1963; pero ninguna de esas fechas alcanza, y ninguna concentra, el potencial de transformación propio de una transición; después de esas fechas, luego de cortos avances, la democratización se detuvo. Con 1977 ocurre lo contrario: el proceso expansivo ya no cesaría: una reforma tras otra, cada vez más frecuente y cada vez más incisiva: 1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994 y 1996; después de la reforma política de 1977 la flecha del cambio político no pudo ser detenida. Lo hemos anotado en otra parte: el gobierno decidió el diseño básico y el contenido de aquella reforma, pero no pudo controlar sus consecuencias.4

 

La originalidad de la transición mexicana está en la forma del proceso, en la mecánica de su desarrollo: a partir de 1977 los partidos políticos en plural quedaron reconocidos y fueron cobijados por la Constitución; asistieron a las elecciones federales y con ello también a los comicios locales y municipales; gracias a la representación proporcional adquirieron una presencia inédita en las cámaras y los órganos de gobierno; desde esas posiciones, exigieron más derechos, más prerrogativas, más seguridades para una competencia limpia; sus demandas cuajaron en reformas electorales cada vez más complejas, que fortalecieron a esos mismos partidos. Y así, las maquinarias partidistas cada vez más poderosas, ocuparon más y más posiciones en el Estado nacional.

 

El Estado, otrora monocolor, otrora habitado por un solo partido, fue lentamente colonizado por una multitud de fuerzas, partidos, coaliciones distintos. El Estado mexicano se «pluralizó»,5 y al hacerlo cambio su rostro, su funcionamiento, las reglas de su operación y su representatividad. Era el mismo Estado y otro muy distinto. Formalmente, el Estado representativo, federal, democrático, que señalaba la Constitución desde 1917, realmente empezó a serlo cuando la fuerza y la pluralidad de los partidos echó a andar toda la maquinaria de equilibrios constitucionales, la misma que se hallaba enmohecida por el largo periodo de partido casi único en él que había copado casi todo: diputaciones, senadurías, gobernaturas, presidencias municipales.

 

Así resultaba impensable el funcionamiento planteado en la Constitución. Por eso mismo, la transición no necesitó otra Constitución, más bien, puso en marcha la que teníamos pensada y elaborada desde 1917. Para andar, le hacía falta la pieza maestra: partidos poderosos que dirimen su competencia en elecciones limpias. La construcción de estos elementos es la historia de la transición mexicana.

 

 

II

 

Hay que estar orgullosos del proceso de cambio político que hemos vivido, en buena medida porque ocurrió en nuestra generación, porque los mexicanos de hoy fuimos sus protagonistas. Pero hay que estar orgullosos, sobre todo, porque ha abierto un horizonte de libertades para hoy, mañana y pasado mañana.

 

Gracias a ese proceso de transición política -tan mal entendido, en ocasiones tan ninguneado o menospreciado- México es un país libre como nunca lo fue antes en su historia: libre en su vida política, y en la mentalidad de la inmensa mayoría de sus habitantes. En sus instituciones, en la prensa que lee, escucha o ve. En el obrar de los partidos políticos, e incluso en los actos de grupos que antes apostaron a las armas. Libre también en las ideas de quienes reflexionan, escriben, enseñan, pintan o componen.

 

Todo esto no quiere decir que esa libertad se aproveche en todas partes y por todos de la misma manera; que no haya zonas grises, atraso, o fuerzas nostálgicas de un pasado autoritario. Pero la tendencia que se ha hecho dominante, irresistible, es la que expande la libertad y no aquellas que quisieran contenerla.

 

Tampoco significa el fin de la historia y mucho menos la solución de los otros problemas centrales de México: la desigualdad y la pobreza en primer lugar.

 

Significa que la sociedad mexicana encontró un método legítimo, moderno, reconocido por sus fuerzas fundamentales, para la competencia y la coexistencia política. Nada más y nada menos.

 

Hay que asimilar la magnitud de ese cambio, más allá de victorias, derrotas o conflictos circunstanciales. Después de diez años, «este país» es, en realidad, «otro país»… en muchos terrenos por supuesto, pero muy especialmente, en materia política. Se trata de un cambio que viene de muy lejos, porque la transición democrática fue sobre todo un inmenso cambio social y cultural.

Quizá haya llegado la hora de voltear la vista atrás; poner a la historia a salvo del mal humor y de las apuestas de corto plazo, para intentar construir una visión compartida de ese pasado inmediato, un consenso en tomo a lo que nos pasó corno nación. No es una tarea desdeñable.

 

Referencias

1  Véase, Bobbio, Norbeno, Estado, gobierno y sociedad: por una teoría general de la política. Fondo de Cultura Económica, México, 1998, pp. 87-88.

2  Furct, Francois, El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo xx. Fondo de Cultura Económica, México, 1995, epílogo.

3 La observación fue hecha para el caso de los países poscomunistas por Timothy Garton Ash en Historia del presente. Ensayos, retratos y crónicas de la Europa de los 90, Tusqucts editores, 2000.

4 Alonso Lujambio (con la colaboración de Horacio Vives) ha realizado la documentación estadística, pormenorizada, de este proceso de «colonización» del Estado: El poder compartido: un ensayo sobre la democracia mexicana. Editorial Océano, México, 2000.

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