Los protagonistas del escenario cultural y artístico no son sólo los creadores, quienes por supuesto ocupan los papeles estelares, sino también muchos otros personajes que contribuyen a la difusión y divulgación de las obras, tales como los promotores culturales, los productores, los empresarios, los críticos y por supuesto, en el caso de las artes plásticas, los galeristas.
El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Bellas Artes, a instancias de un grupo de figuras del medio cultural, convocaron recientemente en la Sala Manuel M. Ponce del espléndido Palacio de Bellas Artes a un justo y merecido reconocimiento a dos personajes que llevan cuarenta años dedicados a la noble y generosa tarea de poner al alcance de todos el talento y la creatividad fundamentalmente de los creadores mexicanos, aunque no de manera exclusiva.
Víctor Acuña y Armando Colina han cumplido, más allá de los límites, la obligación de hacer un aporte paralelo a los quehaceres propios del mundo empresarial: hacer negocios con un compromiso social, en este caso podríamos decir estético, ratificando la posibilidad de reunir ambas tareas de una manera digna y noble.
Efectivamente, una revisión somera de la actividad de estos dos auténticos caballeros de las artes durante estos cuarenta años nos daría cuenta de las enormes contribuciones que han hecho a la creación, divulgación y difusión de la plástica mexicana, no sólo en México sino en el mundo.
Los Arvil han sido mecenas generosos y visionarios, patrocinando a jóvenes artistas al abrirles las puertas de su prestigiado espacio en la Zona Rosa de la Ciudad de México. Han arriesgado presentando a otros cuyas obras innovaban o trataban temas difíciles, provocadores, que no siempre se avenían con los objetivos de las galerías que sólo pretenden vender arte decorativo y cómodo, concepto absolutamente ajeno a la concepción que Armando y Víctor tienen de sus tareas. Tal fue el caso de su apuesta con Enrique Guzmán.
Fueron de los primeros en “democratizar” el consumo de obras de arte al asumir la tarea de impulsar y apoyar el desarrollo de la gráfica en sus diversas versiones. Gracias a ello muchos amantes del arte se iniciaron en el coleccionismo, pues pudieron tener al alcance de sus bolsillos una litografía de Toledo o de Mérida, entre otros muchos.
Sus inquietudes los han llevado también a ser editores de bellos libros de arte e incluso a ser productores cinematográficos.
Han sido a menudo los más abiertos colaboradores y cómplices de las instituciones culturales mexicanas, particularmente con las que hoy son nuestras anfitrionas. Son de los pocos que, a pesar de las vicisitudes que se sufren en estos menesteres, jamás niegan un préstamo si están en posibilidades de hacerlo; incluso son los más dilectos y elegantes gestores de estas mismas instituciones cuando se hace necesario acudir a su prestigio y múltiples conocencias, siempre dispuestos a poner sus buenos oficios y su diplomático trato a favor del arte.
Por iniciativa propia y sin esperar nada a cambio, y a veces sin los debidos y obligados apoyos de las entidades oficiales, actúan como embajadores itinerantes del arte mexicano, promoviendo y organizando exposiciones por todo el mundo no sólo con sus propias piezas sino también aprovechando su buen nombre y la confianza que éste suscita para incluir también obras de colecciones privadas, galerías y museos de México y otros países.
Esto y mucho más han hecho, pero creo que lo que más les caracteriza es que, al igual que los grandes galeristas de todos los tiempos y lugares, los Arvil tienen la pasión por su quehacer y una profunda devoción y respeto por el talento de los artistas con quienes trabajan, y en particular con los que son sus consentidos.
De ello da cuenta el fabuloso e increíble espacio que han dedicado a Francisco Toledo, una auténtica “capilla” (¿francisquiña, toledina?) donde quienes tienen el privilegio de estar pueden advertir el tamaño, la dimensión artística del maestro oaxaqueño, pero también, por sobre todas las cosas, el amor, la pasión, el gusto de los Arvil por su oficio.
La plástica del México del siglo XX debe mucho a la labor de sus galerías, para empezar a la de Arte Mexicano. Armando y Víctor han sido dignos herederos de ello y han contribuido como pocos a la educación estética de nuestra sociedad, lo que justifica de lleno el reconocimiento que se les ha hecho.
Pero hay algo más a lo que quisiera referirme, y es a las personas, a su calidad como seres humanos, como amigos; a su —nuevamente— enorme generosidad, que con certeza les haría acreedores a otros reconocimientos, al de mejores anfitriones de nuestra ciudad por ejemplo, con sus espléndidas mesas, siempre selectas y limitadas, y sus puntuales y finas atenciones.
Personalmente han dado otras batallas, una de ellas su aceptación pública y abierta como pareja, algo inusual hasta hace pocos años y que nos da muestra de su carácter, temperamento y fortaleza moral, pues sin estruendos ni histerias han demostrado que ser diferente no es razón para rehuir los compromisos.
Armando y Víctor son una lección de vida, que hoy debe enorgullecernos, recordarnos que nuestra maltrecha patria tiene en gente como ellos los verdaderos baluartes de nuestra cultura y, por lo tanto, de nuestra fortaleza como nación.
Gracias por ello. ~
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