La historia de la cultura en México
se podría representar hasta hace
muy poco como una cadena entre
fragmentada y tironeada por los sec-
tarismos religiosos y políticos. El lar-
go y penoso proceso político que
desgarró al siglo XIX, así en México
como en el resto de la América espa-
ñola, tuvo como resultado la inven-
ción, en el caso de México, de una
literatura nacional y nacionalista mu-
chas veces formulada a expensas del
reconocimiento de la tradición lite-
raria y artística heredada de la Colo-
nia. No podía ser de otro modo. Las
letras nacionales del siglo XIXanda-
ban en busca de su identidad, sobre
todo a partir del periodo bautizado
por Daniel Cosío Villegas como el
de la República Restaurada que, en
lo específicamente literario, produjo
la gran revista literaria y cultural de
la época, El Renacimiento, dirigida
por el escritor Ignacio Manuel Alta-
mirano y cuyos índices supo prepa-
rar el también maestro e investigador
—más o menos coetáneo si no con-
temporáneo de nuestra Margarita
Peña— Huberto Batis.
La percepción que de las letras del
Virreinato y de la Colonia se tuvo
durante aquella edad decimonónica
fue más bien pintoresca, contrastada
y polarizada, como se ve por ejemplo
en las obras del general y académico
—alianza que rara vez se da en nues-
tro país— Vicente Riva Palacio, uno
de los adelantados, o si se quiere sa-
bios anacronistas, que se puso a hur-
gar en el pasado colonial a través de
obras como Las dos emparedadas.
Memorias de los tiempos de la Inqui-
sición(1869), El libro rojo, 1520-
1867 (1870), México (1870), Monja y
casada, virgen y mártir(1900).
El conocimiento histórico e histo-
riográfico de la cultura de la Colonia
y de la filigrana del Virreinato —para
retocar una expresión afortunada de
Alfonso Reyes— fue más bien mode-
rado cuando no superficial. Además
del propio Riva Palacio, quien redac-
taría el tramo correspondiente a la
Colonia en México a través de los si-
glos, el historiador Agustín Rivera da-
ría a la luz tres tomos sobre la historia
de la Nueva España, que por cierto
serían recogidos en los populares clá-
sicos verdes promovidos por José
Vasconcelos desde la Secretaría de
Educación Pública a fines del siglo
XIXy principios del XX. Esta obra se-
ría muchos años más adelante supera-
da por los tomos de la magna obra El
Virreinato de José Ignacio Rubio Ma-
ñé.1Los de los virreyes son rostros
perdidos en el tiempo; sólo conozco
dos lugares en México donde se pue-
den encontrar sus semblantes (en
cierto restaurante de Puebla) y sus
nombres (en las calles de la colonia
Lomas Virreyes).
Amado Nervo y Ezequiel A. Chávez
se atreverían a estudiar la obra magna
de Sor Juana Inés de la Cruz, quien
había pasado largos años congelada
en el limbo por gongorista y barroca
—un adjetivo, lo subrayo, que sigue
siendo empleado como injuria o al
menos como una de las voces del des-
dén dizque ilustrado. Doy fe.
Habría que esperar a la aparición
de la generación de la revista Noso-
tros, luego mejor conocida como la
del Ateneo de la Juventud, para que,
a través de las obras de Pedro Henrí-
quez Ureña, Alfonso Reyes y José Vas-
concelos, se tendiese la mano de la
concordia hacia el hombre barroco y
los espectros de la Colonia, y para que
figuras como Juan Ruiz de Alarcón, la
propia Juana Ramírez de Asbaje, Fray
Manuel de Navarrete o el mismísimo
Hernán Cortés empezaran a ser valo-
rados como ameritan. Maestro de
maestros, Henríquez Ureña coadyuvó
a la fundación y desarrollo del Ate-
neo. Fue además un hispanista reco-
nocido y cabal y, al igual que
Margarita Peña, un estudioso de la
obra del “corcovado” Juan Ruiz de
Alarcón. Escribió mucho sobre él y
editó algunas obras suyas, como la ti-
tulada Los favores del mundo, que se-
ría reseñada por Daniel Cosío Villegas
en la Revista de Filología Españolaen
1923. Reproduzco como apéndice de
este homenaje a Margarita Peña dicho
texto, para que mis palabras sobre
ella hagan mancuerna con las de Co-
sío Villegas sobre Henríquez Ureña y
Ruiz de Alarcón.
La serie de movimientos conoci-
dos como Revolución Mexicana, y a
los que mejor valdría llamar revolu-
ciones mexicanas para hacer eco a
Friedrich Katz, acarreó desde luego
una afirmación nacionalista y un
proceso de autodescubrimiento y
revelación del país con sus raíces ol-
vidadas o soterradas: descubrimien-
to de las culturas indígenas, de las
culturas populares y rancheras, de
las subculturas urbanas, pero tam-
bién y muy vigorosamente reivindi-
cación del pasado virreinal y
colonial, transfiguración de los siglos
oscuros en siglos de luminoso claros-
curo a través de la novela y la narra-
tiva colonialistas. Luis González
Obregón, Francisco Monterde, Ma-
riano Silva y Aceves, Genaro Estra-
da y Artemio del Valle-Arizpe serían
algunos de los agentes narrativos en-
cargados de propagar la buena nue-
va de que la tradición colonial y
virreinal se encontraba “vivita y co-
leando”, no sólo en su remoto pasa-
do sino estremeciendo entre
nosotros sus hornacinas.
El contradictorio, paradójico y
por ello mismo controversial y vivaz
José Vasconcelos decía, por un lado,
que México no se regeneraría mien-
tras no se redimiera al indio, y que
había que alzar un monumento al
burro, auxiliar cotidiano del indio,
mientras por otro lado escribía una
historia de México en que ensalzaba
a Hernán Cortés y la herencia ibéri-
ca como fundadores genuinos de la
fragua nacional. Hubo otros adali-
des del saber renaciente que se des-
pierta a principios del siglo XXen
torno a la cultura del virreinato, co-
mo Manuel Toussaint o el también
erudito y bibliófilo José Rojas Gar-
cidueñas, para no hablar de los his-
toriadores, como Julio Jiménez
Rueda, Pablo Martínez del Río, Ma-
nuel Romero de Terreros o Rafael
García Granados.
La rica biblioteca de su padre, el ge-
neral Bernardo Reyes; el impulso clási-
co e hispanizante del Ateneo, y los
años pasados en España colaborando
en el Centro de Estudios Históricos
(bajo la tutela de Ramón Menéndez
Pidal y en compañía de Antonio G.
Solalinde) y publicando textos suyos
y de otros en la Revista de Filología
Españoladesarrollarían en Alfonso
Reyes —fundador de la Casa de Es-
paña, luego El Colegio de México—
una fina sensibilidad y una bien dis-
puesta cordialidad para reconocer los
grandes y pequeños vasos comuni-
cantes que unen dentro de la historia
de la cultura hispánica a la cultura es-
pañola con la mexicana e iberoameri-
cana. A la sombra de esta figura
mayor, significativamente atraída por
la de Juan Ruiz de Alarcón, sobre cuya
obra y persona Alfonso Reyes escribió
numerosos estudios, irían prosperan-
do y creciendo figuras enciclopédicas
como las de Silvio Zavala —eminente
historiador de las instituciones y del
derecho colonial—, Edmundo O’Gorman, Antonio
Alatorre y Octavio Paz.
Mención aparte merecen Alfonso y Gabriel Méndez
Plancarte —humanistas heroicos autores de un Hora-
cio en México, investigadores beneméritos y desintere-
sados editores de la revista Ábside y, ya sólo Alfonso,
de los dos tomos de la indispensable Antología de poe-
tas novohispanosy de las Obras completasde Sor Jua-
na Inés de la Cruz. [Digamos entre corchetes que la
revista Ábside, que fuera dirigida en sus últimos años
por Alfonso Junco, sería uno de los reductos donde se
atrincherarían los escritores católicos —no muy bien
vistos pero tolerados luego del conflic-
to cristero— y, desde luego, los estu-
dios condenados sobre las letras
novohispanas y virreinales.]
La publicación de la ambiciosa y ri-
ca biografía de Sor Juana —Sor Juana
Inés de la Cruz o las trampas de la fe—
por Octavio Paz en 1982, junto con el
número de la revista Pluraltitulado
“Orfandad y legitimidad en torno a la
Nueva España”, representaron, en re-
lación con el estudio de las letras colo-
niales y virreinales, un giro, un cambio
de puntuación y ritmo. Los estudios
sobre estos asuntos empiezan a atraer
la atención popular y académica, e
historiadores y críticos que venían tra-
bajando estos temas desde hacía mu-
chos años se ponen, por así decir, en traje de calle y
salen a la luz los nombres de Josefina Muriel, José
Pascual Buxó, Jorge Alberto Manrique, Elisa Vargas
Lugo, Elías Trabulse, Antonio Alatorre, Ignacio Oso-
rio, Margo Glantz, Guillermo Tovar y de Teresa, Au-
relio González, María Méndez, Mauricio Beuchot,
María Dolores Bravo, Sara Poot-Herrera, Antonio
Rubial, Aurelio Tello y —ya me estaba tardando en
dar su nombre— Margarita Peña, quienes formarán
el escuadrón de estudiosos de diversas disciplinas que
decide tomar por asalto y conquistar, para ya no de-
jarlas más, las ciudades imaginarias de la cultura vi-
rreinal mexicana.
Cabe situar dentro de este veloz panorama a Mar-
garita Peña quien, con la notable edición de Flores de
baria poesía2(obra, si se me permite, revelada por
ella y que debe figurar con la citada Antología de poe-
tas novohispanos como uno de los pilares que sostie-
nen el conocimiento de la lírica de aquella época) y
sus estudios sobre Juan Ruiz de Alarcón y Sor Juana
Inés de la Cruz, ha sabido dejar huellas y surcos en
este paisaje.
II
Entré a la Facultad de Filosofía y Letras en 1971, a
los diecinueve años de edad, con 1.69 metros de esta-
tura, sesenta y dos kilogramos de peso y una mata ca-
bellera tupida a fuerza de rasurarme al rape cuando
no salía de la clase, acaso imitando inconscientemen-
te a la monja jerónima. Había entrado a la Preparato-
ria 6 en 1968. Desde los balcones de ese plantel, por
así decirlo, vimos pasar el desfile de la historia que ya
sabemos. El ambiente estaba cargado de política y de
policía y luego del 68, y de los años miedosos y sucios
que siguieron, el aire represivo de aquella hora se ha-
cía sentir de muchos modos. En 1971, como se sabe,
se dio el tristemente célebre Jueves de Corpus, que
me hizo asociar para siempre a las mulitas de minia-
tura con los halcones. Por entonces ya estaba yo en la
Facultad. Ese día, 10 de junio, iba a darse un recital
de poesía con Octavio Paz, Eduardo Lizalde y algu-
nos otros, pero obviamente la disolución no tan pací-
fica de una marcha por los halcones ciscó aquella
fiesta poética. Después del 10 de junio se dieron al-
gunos días de descontento, desconcierto y escuela ce-
rrada. Recuerdo que paseábamos o, mejor,
patrullábamos la facultad vacía en compañía de Ro-
berto Escudero, Felipe Campuzano, Carlos Félix y
José Revueltas —personas de mayor edad que yo pe-
ro que me toleraban como un aprendiz simpático al
que se le podía pedir que fuera por los refrescos, y a
veces que los pagara. Por aquella época, andaba yo
leyendo el Jean-Christophede Romain Rolland en 6
francés. A Revueltas le cayó en gracia
aquel adolescente mechudo con pre-
tensiones de políglota, y me alentaba
con preguntas y comentarios afectuo-
sos. Hay que decir que, en medio de
la agitación y el alboroto, no siempre
era fácil tomarse aunque fuese un po-
co, sólo un poco, en serio los estu-
dios; no era fácil poner oídos sordos
a la canción ululante de las sirenas.
No contribuían a la concentración
personajes como el gigante ciego
Wamba o la extraviada uruguaya Alci-
ra Soust Scaffo —idealizada por Ro-
berto Bolaño en Los [elegiacos]
detectives salvajes—, que se la pasaba
repartiendo hojas volantes con poe-
mas de León Felipe, Arthur Rimbaud,
Manuel Altolaguirre y, desde luego,
Alcira; ni tampoco las protestas de
todos los comités —por fortuna no
había entonces ONG’s.
Sea como sea, había una nómina de
maestros notables y que estaban dis-
puestos a dar sus enseñanzas a quienes
las quisieran oír y a arrojar sus perlas y
margaritas a nuestras cínicas, a fuerza
de incipientes, humanidades. Esos
nombres adornan hoy las páginas de
las antologías y de los anales literarios:
Ramón Xirau, Antonio Alatorre,
Adolfo Sánchez Vázquez, Juan M. Lo-
pe Blanch, Rubén Bonifaz Nuño,
Concepción Caso, César Rodríguez
Chicharro, Sergio Fernández, Héctor
Valdés, Rafael Salinas, Helena Beris-
táin, Juan José Arreola, Juan García
Ponce, Salvador Elizondo, Huberto
Batis… Destaco entre los maestros más
jóvenes y entusiastas a cuatro: Héctor
Valdés y Huberto Batis, María Dolo-
res Bravo y Margarita Peña.
Margarita Peña nos daba historia
de la literatura española de los Siglos
de Oro.
Sabíamos que era periodista e in-
vestigadora, que tenía militancia fe-
minista y civil y vocación por la
animación y difusión culturales, que
había sido editora (por ejemplo) de la
revista Rehilete. Si el oficio de maes-
tro es un oficio de autosacrificio y de
inmolación al aire público, debo con-
fesar que Margarita se volcaba en sus
clases, que leía apasionadamente en
voz alta los textos y que comentaba
con genuina pasión intelectual los iti-
nerarios de San Juan de la Cruz, Las
Moradas de Santa Teresa o las desgra-
cias de Quevedo, siempre sazonándo-
lo todo con un perspicaz juicio
histórico y un indudable y generoso
buen sentido. En ella parecían convi-
vir dos categorías distintas en apa-
riencia, sólo en apariencia: el amor y
la justicia. Era más que evidente que
Margarita Peña se tomaba en serio su
oficio de agente transmisor del cono-
cimiento. No sólo había preparado
una clase en particular —digamos so-
bre las razones de la caída y desgracia
de Quevedo. Había leído mucho y
muy bien a su Menéndez y Pelayo y a
su Menéndez Pidal, a Leo Spitzer y a
Helmut Hatzfeld, a Antonio Rodrí-
guez Moñino y por supuesto a Amé-
rico Castro, y a Antonio Alatorre y
Margit Frenk.
De los labios de la Peña —como le
decíamos— fluían las letras españolas
en su historia y cultura. Su entusiasmo
tenía algo de sacrificial; en cada clase
parecía saltar a la escena para entre-
garnos su más íntimo ser entreverado
con nobles y memorables citas. Así, el
apasionamiento con que iba levantan-
do aquellas construcciones imagina-
rias en torno, por ejemplo, a la terrible
contradicción entre las ínfulas de los
Austrias medrando en una España mi-
serable y el esplendor de la novela pi-
caresca, del teatro o de la poesía, nos
daba a entender a algunos de nosotros
que detrás de aquellas exposiciones
arrebatadas no había sólo un aliento
personal sino también una genuina
pasión civil y aun política, acentuada
por las cacerías soterradas de aquellos
años sucios donde si no desaparecían
los profesores lo hacían sus plazas. Sin
ser una profesora “barco” —como se
les llamaba a los maestros excesiva-
mente indulgentes—, Margarita Peña
era, fuera de clase, un ser accesible
que se daba tiempo para hablar con
los alumnos y orientarlos.
Yo formaba parte de un grupo sin
grupo. Mis compañeros visibles de ge-
neración eran menos que los invisibles,
es decir los autores que por entonces
me acompañaban, como Sir James
Frazer y Octavio Paz, Quevedo y los
pensadores anarquistas Kropotkiny
Bakunin, ensalada indigesta y explosi-
va, menos escandalosa que la presen-
cia amable de mis compañeros reales
de clase: Bernardo Ruiz, talentoso
prosista y seductor; Luis Chumacero,
lector maratónico y dandy subversivo;
Marco Antonio Campos, quien presu-
mía de apostura y de destreza en el
ring de box, y Karen Levy y Graciela
Cándano, las dos muchachas más gua-
pas y cultas de toda aquella facultad y
aun de otras.
Andaban también por ahí Pruden-
cio Rodríguez y Carlos Muciño, los
dos gordos que nuestra clase se había
sacado; Francisco Valdés, quien codi-
rigía conmigo la revista literaria Cave
Canem; Armando Pereira y Eduardo
Casar, otro par de dandis; Blanca
Treviño, siempre con la ironía a flor
de mirada y vista; Sonia Torres, con
su repentina carcajada caída de la na-
da, y Marcelo Uribe y Coral Bracho,
discretos y secretos, hermosos como
esfinges. No éramos realmente un
grupo cerrado pero sí teníamos algu-
na fuerza derivada de las afinidades
compartidas.
Había clases en la mañana y por la
tarde y éramos muy muy pocos
—realmente se podían contar con los
dedos de una sola mano los que iban
mañana y tarde.
No éramos, como digo, un grupo
cerrado, pero por alguna razón mu-
chos de los maestros solían darnos la
clase a nosotros y no a los que llamábamos, no sin
cierto racismo, los “hombres lobos”, esos seres mus-
tios, sobrios y espartanos que no se perdían ni una
clase pero que por nada del mundo abrían la boca,
no fuera a ser que les entrara una mosca.
Yo no era realmente un buen alumno. Era demasia-
do distraído y omnilateral, para emplear un eufemis-
mo. Me gustaba asistir a clases porque así me habían
dicho que se aprendía: escuchando a los maestros y
viéndolos gesticular y hacer ademanes y aspavientos.
Así pues, asistía a clases como quien
va al teatro. Además, el espectáculo
resultaba, por así decir, rentable
pues, a fuerza de asistir a clases y
cumplir con algunos trabajos que me
parecían sencillos, se terminaba obte-
niendo un crédito.
Margarita Peña era dinámica y, co-
mo he dicho, apasionada. La asocia-
ba yo a otros tres maestros de aquella
época: Héctor Valdés, Ignacio Osorio y Huberto Ba-
tis. Héctor trabajaba en la obra de Tablada y era un
lector certero de poesía. Huberto había hecho los ín-
dices deEl Renacimiento, daba Teoría Literaria y tra-
bajaba como editor en la colección Sepsetentas,
además de ser amigo de escritores como Juan García
Ponce, Isabel Fraire e Inés Arredondo, entre muchos
otros. Ignacio Osorio nos daba latín, era militante de
izquierda y se interesaba acuciosamente por la litera-
tura latina en la Nueva España.
Aunque ellos no fueran amigos entre sí, yo los aso-
ciaba como columnas que sostenían un templo. Mar-
garita Peña —que más tarde supe que tenía con
Federico Campbell un hijo— se interesaba también
por las letras de la Nueva España. Había trabajado en
archivos y en redacciones de diarios, se desempeñaba
en la cátedra y era militante feminista. En 1980, a los
cuarenta y tres años, publicaría la primera edición de
ese cancionero singular que es Flores de baria poesía,
donde se recogen las producciones de muchos poetas
y en particular un gran número del legendario Gutie-
rre de Cetina. Más adelante Margarita trabajaría en la
obra de Juan Ruiz de Alarcón, a cuyo estudio ha dedi-
cado los libros Juan Ruiz de Alarcón, el semejante a sí
mismo. Una bibliografía alarconianay Juan Ruiz de
Alarcón ante la crítica, en las colecciones y en los acer-
vos documentales,3obras las tres que la confirman co-
mo una de las primeras estudiosas de esas letras en
América. Los estudios de Margarita Peña no sólo son
eruditos y están bien documentados y plantados en el
terreno de la filología y la historia. Son también va-
lientes y audaces, casi diría insurgentes. Así, por ejem-
plo y tomando un modesto caso, en sus lecturas de la
“Carta Atenagórica” y la “Respuesta a Sor Filotea”,
saca la casta de la escritora y pensadora independiente
y logra esbozar una lección novedosa y crítica de la
primera, que —la cito— es plato fuerte dentro de la
obra de Sor Juana. En ella encontramos libertad de
expresión, al tiempo que detectamos
ocasionales muestras de cautela. Éstas
quedarán anuladas finalmente por el
atrevimiento de Sor Juana.
Atrevimiento, palabra clave en
Margarita Peña, maestra, investiga-
dora, escritora que ha buscado llegar
—y a veces lo ha logrado— donde
otros no han alcanzado.
El atrevimiento intelectual en Mar-
garita Peña se acompaña de otra cualidad: la piedad, la
amistad, el amor a los semejantes (alumnos y maestros).
III
Recuerdo a Margarita Peña una tarde de 1985, en la
casa ya casi vacía de libros y atestada de cajas de su
maestro y amigo Ernesto Mejía Sánchez, fino erudito
nicaragüense, seguidor de Alfonso Reyes y conocedor
de la poesía de Rubén Darío y José Martí, poeta él
mismo. Mejía Sánchez estaba a punto de irse a vivir a
Mérida, Yucatán, llevándose apenas unos cuantos vo-
lúmenes pues el resto, ay, ya lo había mandado a una
universidad usamericana. Recuerdo la solícita aten-
ción de Margarita hacia su quebrantado maestro. Le
preguntaba qué libros se llevaría. “Sólo algunas cosas
de Alfonso Reyes que tengo que seguir trabajando, el
volumenXXI”,decía Ernesto con voz quebrada, y
añadió con voz menos débil: “…y por supuesto algo
de Rubén Darío”. Nos despedimos en la puerta del
maestro preguntándonos por ese “algo de Darío” y
sabiendo que ésa era probablemente la última vez que
lo veíamos. Mejía fallecería poco después en Mérida,
aunque yo todavía lo pude ver por casualidad un do-
mingo en la iglesia de la colonia Las Águilas, pues am-
bos habíamos sido convocados para ser padrinos de
bautizo de unos niños que habían crecido —¡qué ho-
rror!— sin ese sacramento. Hablamos poco, y nos
despedimos con un fuerte abrazo, casi como de gue-
rreros homéricos. Al separarnos, Mejía Sánchez puso
cara de que había olvidado decirme algo: “Castañón,
no me pierda de vista a Margarita Peña, es una mujer
muy valiosa”. Tenía razón.
[Sobre la edición de
Henríquez Ureña
de Los favores del mundo,
de Juan Ruiz de Alarcón1]
Daniel Cosío Villegas
Juan Ruiz de Alarcón,
Los favores del mundo,
edición de Pedro Henríquez Ureña,
México, 1992 (Cultura XIV, núm. 4),
8a, 143 pp.
La Colección Cultura, de Méjico,
acaba de publicar una edición de Los
favores del mundo,obra que ocupa el
primer lugar en la Parte primera de
las comedias de D. Juan Ruiz de Alar-
cón y Mendoza (Madrid, 1628).
Esta colección de libros de peque-
ñas dimensiones, nacida, como otras
de América, del ejemplo dado en
Costa Rica por D. Joaquín García
Monge, lleva publicados, junto a mu-
chos volúmenes de escritores ameri-
canos y españoles modernos, unos
cuantos de autores clásicos: Romance-
ro viejo, edición y prólogo de Julio
Torri; Poesía de Sor Juana Inés de la
Cruz, edición y estudio de Manuel
Toussaint; La verdad sospechosa de
Alarcón, edición y estudio de Julio Ji-
ménez Rueda; Novelas ejemplares de
Cervantes.
La edición de Los favores del mun-
do ha estado a cargo de don Pedro
Henríquez Ureña. El texto está cote-
jado con el de la edición príncipe,
modernizando la puntuación y la or-
tografía, excepto —según explica la
advertencia preliminar— en los ca-
sos en que la modernización implica-
ría cambiar la forma de las palabras;
así, se ha conservado vitoria por vic-
toria, agora en vez de ahora (las más
de las veces), efeto en lugar de efecto
(y en una ocasión al contrario, res-
pecto en vez de respeto), pensaldo
por pensadlo, dalle por darle, vos in-
testastes o vos guardastes en vez de
intentasteis o guardasteis. Se han
conservado, sin embargo, divisiones
de escenas y otras indicaciones en
ediciones del siglo XIX(por ejemplo,
la de Hartzenbusch), como útiles pa-
ra el lector moderno, pero encerrán-
dolas entre paréntesis angulares para
que no se confundan con el título
primitivo. La edición lleva, a guisa
de prólogo, extractos de trabajos re-
cientes sobre Alarcón de Pedro
Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y
Enrique Díez-Canedo.
Es digno de señalarse con elogio el
hecho de que en América se piense
en dar al público en general ediciones
populares de obras clásicas, cotejadas
con los textos primitivos y avalorados
con estudios y notas. La edición de
Los favores del mundo es, en general,
muy correcta; las pocas erratas de im-
portancia se han salvado al final. Ver-
dad es que no siempre se ha atendido
a que la acentuación y puntuación
queden perfectas (a veces se han des-
lizado acentos innecesarios como los
de viy ti, o ha faltado el acento en
palabras como habéis), y que en la
página 31 se ha dejado victoriasen lu-
gar de vitorias,como pone el texto de
1628 y como pone también, en los
demás casos, esta edición. Estos lige-
rísimos descuidos no afectan de mo-
do serio, sin embargo, el valor
indudable del texto ofrecido por la
Colección Cultura, uno de los pocos
reimpresos en nuestros días de acuer-
do con su edición más autorizada.
Las pocas obras de Alarcón que,
aparte de ésta, pueden considerarse
convenientemente editadas son La
verdad sospechosa (Biblioteca Romá-
nica de Estrasburgo, Edición de
Barry, y en Clásicos Castellanos, de
“La lectura”, edición de Reyes), Las
paredes oyen (Edición de Miss C. B.
Bourland, Nueva York, y en Clásicos
Castellanos, de “La lectura”, edición
de Reyes) y Los pechos privilegiados
(Edición de Reyes en la Colección
Universal Calpe). ~
____________
1 Revista de Filología Española, T. X,
enero-febrero, 1923. Cuaderno I.
Margarita Peña, una bibliografía
Peña, Margarita, Juan Ruiz de Alarcón ante la crí-
tica, en las colecciones y en los acervos docu-
mentales, Universidad Autónoma
Metropolitana, Benemérita Universidad Autó-
noma de Puebla, Instituto de Ciencias Socia-
les y Humanidades, México, 2000.
—-, “Teología, Biblia y expresión personal en la
prosa de Sor Juana Inés de la Cruz”, en Y di-
versa de mí misma entre vuestras plumas ando.
Homenaje internacional a Sor Juana Inés de la
Cruz, edición de Sara Poot-Herrera y Elena
Urrutia, El Colegio de México, México, 1993.
Gutierre de Cetina, Obras de Gutierre de Cetina,
presentación de Margarita Peña, introducción y
notas de Joaquín Hazañas y la Rúa, Editorial Po-
rrúa, México, 1977.
Varios autores, Flores de baria poesía. Cancionero no-
vohispano del siglo XVI, prólogo y edición crítica
de Margarita Peña, Fondo de Cultura Económica,
México, 2004.
____________
1 José Ignacio Rubio Mañé, El Virreinato
I: Orígenes y jurisdicciones y dinámica
social de los virreyes; El Virreinato II:
Expansión y defensa, primera parte; El
Virreinato III: Expansión y defensa,
segunda parte;El Virreinato IV: Obras
públicas y educación universitaria, Fon-
do de Cultura Económica, Universidad
Autónoma de México, México, 1983.
2 Flores de baria poesía. Cancionero novohispano del
siglo XVI, prólogo y edición crítica de Margarita
Peña, Fondo de Cultura Económica, México, 2004.
3 Margarita Peña, Juan Ruiz de Alarcón ante la crítica, en
las colecciones y en los acervos documentales,Universidad
Autónoma Metropolitana, Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y
Humanidades, México, 2000.
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