Comencemos por una pregunta: ¿se puede hacer un documental sobre algo que no sea uno mismo o el grupo al que pertenece (pueblo, etnia, estado)? Sé que es una pregunta más que tramposa y que tiene respuesta. Pero después de ver Hair India (2008) de Raffaele Brunetti y Marco Leopardi necesité volvérmela a plantear a raíz de su enfoque, un tanto exotista y un tanto autoflagelante.
La historia es sencilla: gente pobre, asentada en los arrabales de alguna ciudad de Bengala, viaja hasta la ciudad de Tirupati, en Andra Pradesh, a ofrecer su cabellera al dios Venkateshwara; los devasthanames que se ocupan de las finanzas del templo subastan el cabello de los devotos a maquiladoras que manufacturan pelucas o extensiones de pelo para compañías extranjeras; la maquiladora que el documental sigue trabaja para la empresa italiana Great Lengths que surte extensiones a la farándula estadounidense; mujeres occidentalizadas que hablan inglés y trabajan en el mundo de la moda de la India, en Bombay, también usan esas extensiones. La familia pobre fue al templo para pedir que el hijo menor pueda ver con el ojo derecho y confía en que su dios les haga el milagrito a cambio de su devoción. Obviamente el niño no se cura. (Esto no sale en el documental, pero en cambio escuchamos a su madre hablando del sacrificio de la familia.)
La primera pregunta es ¿por qué la India? La pregunta implica también «por qué los pobres de la India», que son casi todos y están vinculados con la imagen más asentada de ese país en cualquier mente. (Muy pocos pensarían en el potencial económico del país antes que en su gente hacinada o en sus vacas sagradas.) Y, aunque hay una respuesta pragmática y lógica («porque de ahí se saca el pelo para prácticamente todas las pelucas y extensiones del mundo»), se antoja que siempre es más interesante hacer documentales en la India, en el África subsahariana o Latinoamérica para denunciar la pobreza y la explotación, consecuencia del capitalismo globalizado. Son regiones con muchos pobres y, muy a menudo, con rasgos folklóricos marcados —aunque, los pobres países africanos ni siquiera tienen la fortuna de contar con una imagen clara—. En otras palabras son regiones exóticas y todas fueron ocupadas por Europa durante sus siglos de expansión global.
El exotismo, por un lado, suele dar una imagen de autenticidad que muchos europeos, sobre todo de los países más industrializados y homogéneos, sienten que han perdido. Pero más allá del exotismo, que es atractivo, la conciencia del viejo expansionismo es un estigma que les genera algún tipo de culpa. Y si la sumamos a la culpa —quizá no confesa— de la Europa rica por el simple hecho de ser rica, podemos juzgar con todo el desdoro que requiere una frase sumaria que, con sus mil complejos de culpa, las europeas son las sociedades seculares más cristianas-medievales de Occidente.
El capitalismo y la expansión de su occidentalización son sus grandes pecados, por eso no hay nada peor que esas mujeres indias que hablan inglés, trabajan en revistas de moda y se ponen extensiones como las personalidades de Hollywood. Brunetti y Leopardi no las retratan neutralmente, sino que las juzgan. Si volvemos a los juicios sumarios que he requerido para este texto, veremos que de su juicio se deduce que las sociedades más pobres son más auténticas y que el capitalismo y los idiomas que los europeos expandieron por el mundo están mal porque destruyen el aura de lo verdadero. (Necesariamente el bengalí y la pobreza son más auténticos que el inglés y los edificios de veinte pisos.)
Es inevitable que un documental tome una postura, pero hay demasiados que nos intentan demostrar cómo el capitalismo —el producto de exportación más exitoso de Occidente— corrompe lo que toca. Lo peor de ello, es que cuando los cineastas de la Europa desarrollada y el mundo anglosajón se salen de su área conocida, no pueden evitar ver a los demás como buenos salvajes. Esto implica una especie de superioridad moral que anuncia que han visto la podredumbre de su propia cultura y su poder corrosivo. Entonces necesitan enseñarle a los otros (pobres ingenuos) que están abusando de ellos. Una especie de culpa soberbia.
Abel Muñoz Hénonin