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“A Ortega, gran amigo”. Simplemente, de esta manera dedica Mariano Azuela su segunda gran novela, La luciérnaga, al maestro de periodismo y de periodistas Gregorio Ortega Hernández. El doctor Mariano Azuela fue un narrador regionalista que había conseguido liberar a la narrativa mexicana de los modos de percepción europeos. Había logrado construir un modo peculiar que no tenía parangón. La crudeza de su relato llevaba al lector a encontrarse con personajes singulares cuya brutal miseria mostraba su natural protesta e inconformidad con la realidad que combatían. Nació el doctor Azuela en Lagos de Moreno, Jalisco, en 1873. Murió en 1952. Su obra fue abundante. Publicó varios cuentos desde 1899 en la revista Gil Blas Cómico, bajo el seudónimo “Beleño”. Escribió varias novelas: María Luisa (1907), Los fracasados (1908), Mala yerba (1909), Sin amor (1912), Andrés Pérez, maderista (1911) y por fin, en 1915, su novela cumbre, Los de abajo, que primero dio a conocer por entregas en un diario, El Paso del Norte, y después, al año siguiente, en una edición muy limitada.(1)
A esta novela, para que fuera conocida en el extranjero, Gregorio Ortega dedicó su más afanoso esfuerzo.
Era el año de 1926. “Por la premura con que salí de México, no traje ejemplares [de Los de abajo] —dice en una carta a Azuela el maestro Ortega—. Envíeme usted veinte, treinta […], porque usted no imagina las posibilidades que existen si, como creo, los escritores españoles encuentran en la novela la fuerza que para mí tiene”. Le llegó la obra a España y la dio a conocer entre los críticos más renombrados. Y muy pronto habría de felicitar a Mariano Azuela por su éxito en España: “A los responsos gramaticales de don Victoriano,(2) a las ridículas anotaciones de Carlos González Peña, les opongo esa admirable nota de don Enrique Díez-Canedo,(3) el crítico más exigente de España. A la admiración tímida de allá, tan llena de reparos —que ni estilo, que ni etcétera. La gran admiración que usted ha suscitado aquí, en ValleInclán,(4) en Rivas Cherif, en Azaña,(5) en González Martínez.(6)¡Cuánto siento que no esté usted aquí!”.
Y Ortega le pide a Azuela que le autorice para hacer una edición en España. “Buenas noticias, buenas de verdad […]. En abril o mayo saldrá la edición española de Los de abajo”, dice en otra carta a Mariano Azuela en 1927. Lo edita “Ángel Pumarega, hombre de izquierda, avanzado, entusiasta. El libro lo ilustrará Gabriel García Maroto, entre los nuevos uno de los más puros y grandes pintores de España; conocedor y difusor de la plástica mejicana”. Pero Pumarega no cumple: ofreció mil pesetas por la edición y, como Ortega no tenía ninguna fuerza legal en España, “en el momento verdaderamente terrible de nuestra expulsión” sólo le dio “poco más de trescientas pesetas […] y unos libros” de la edición pactada. Ortega se va a París y desde allí le dice a Azuela: “¿Quiere que trabaje la traducción de Los de abajo? Le agradecería que permitiera editar su última novela, la inédita aquí en París. A una palabra mía, el ingeniero Pani me ayudará. No la dé a ningún periódico. Haré una edición digna de usted”. Ya en 1928, en septiembre, escribe Ortega a Mariano Azuela: “He seguido, usted sabe con qué atención, la difusión de sus obras y de su nombre. Los periódicos reparan, en parte, su anterior silencio; la curiosidad extranjera se despierta y se sostiene”. La obsesión de Ortega por impulsar y promover al escritor mexicano fue fundamental. Y Mariano Azuela lo sabe, lo escribe: “Orteguita el estudiante era compañero de mis hijos en preparatoria. Por ellos tuvo la ocasión de leer mis novelas que seguramente le causaron buena impresión, porque apenas comenzó a escribir en los periódicos no perdió cuanta oportunidad se presentaba para hacer alusiones a mis obras […]. Por tanto, sin Orteguita seguramente que mis ediciones de cien ejemplares habrían desaparecido […]. Sin Orteguita seguramente me habría incorporado con esos ilustres escritores fracasados que se acalambran de los triunfos ajenos y exaltan las nulidades”.(7) Y así también lo reconoce su hijo Mariano Azuela Rivera en 1969, siendo ya ministro de la Suprema Corte de Justicia. Le dice a Ortega en una carta personal: “La realidad fue, pues, que mientras otros encubrieron a mi padre, usted lo descubrió, porque tuvo el valor de mostrar una admiración que los demás, aun los que advirtieron su valor, tuvieron miedo de manifestar […]”.(8)
Ortega vivía en España “en una maravillosa miseria. En una alegre miseria”. Enfermó de los ojos por lo que sus “letras mal formadas en líneas, unas quieren ir al cielo mexicano, otras al infierno del Papa. Yo, me quedo con el término medio: con el purgatorio madrileño”. “Quizás tenga que operarme” dice en una carta Ortega, quien había ido a España a escribir en diarios madrileños. Colaboró en el Heraldo de Madrid, pero el “trabajo y las privaciones” abundaban: “He pasado días negros, en los que he tenido que ir de un extremo a otro de Madrid, a pie, a detenerme estático ante las pastelerías, pero voy saliendo […]. Mala suerte tendré si no regreso bien a Méjico”. (Así lo escribía Ortega cuando vivía en España: Méjico, y allá así se escribió Méjico por muchos años.) Ya en Francia, Ortega es operado de la vista en febrero de 1929. Este padecimiento ocular habría de traer la pérdida de la visión de un ojo.
El maestro Ortega fue bautizado con el nombre de Febronio. Seguro que no le gustaba nada pero, por una circunstancia fortuita que se dio al sacar su pasaporte, una secretaria no entendió el nombre y le puso Gregorio, y así le escribe a Mariano Azuela en una PD: “Escríbame al bello nombre de Gregorio Ortega, con el que me dotó [la Secretaría de] Relaciones [Exteriores], a cargo de la legación de México. Lista 25”.
Ortega era un hombre de pequeña estatura pero alto de miras y de dignidad especial. Una anécdota lo delinea con claridad: cierto día fue citado en la oficina del presidente en Los Pinos, para hablar con Adolfo López Mateos. El maestro Ortega llegó puntual. Pasó media hora y empezó a inquietarse; esperó quince minutos más; transcurridos éstos, se levantó y dijo al ayudante presidencial: “El señor presidente está muy ocupado, yo también tengo cosas importantes que hacer”, y diciendo esto salió de aquel lugar. El presidente López Mateos mandó pedirle una disculpa y nunca más lo dejaron esperando más de unos minutos.
Ortega fue esencialmente un periodista que colaboró en innumerables revistas y periódicos de México y de España, donde escribió un sinfín de artículos. Preocupado por los problemas nacionales, dedicó muchas de sus colaboraciones a entrevistas con los principales personajes de la política nacional. Habló con los aspirantes y luego con los candidatos a la presidencia. Entrevistó a todos los presidentes de la República, desde los años cuarenta hasta los setenta. Pero además hizo entrevistas a actores y actrices, cantantes, poetas, toreros, filósofos, escritores e historiadores mexicanos y extranjeros. Uno de sus primeros libros es una selección de entrevistas que van de Salvador Díaz Mirón a Federico Gamboa, Alfonso Reyes, Gabriela Mistral y el Doctor Atl. José Vasconcelos fue uno de los entrevistados; también escribió el colofón y dijo:
Considero los reportazgos de Ortega como documentos sumamente interesantes para la historia literaria de la época. Están escritos con verdad y con talento, penetrando en el espíritu de cada uno de los entrevistados para encontrar lo mejor que poseen, sin descuidar la anotación de las debilidades y vanidades que a todos nos hacen un poco ridículos. El trabajo de Ortega representa un esfuerzo contra la trivialidad habitual del periodismo y seguramente ha de contribuir a que se eleve nuestro nivel intelectual.
Era muy cuidadoso de respetar la vida privada del entrevistado; hacía preguntas difíciles pero sin ofender al interlocutor. Su método era muy singular ya que en su tiempo no se usaba la grabadora y como el maestro Ortega tampoco llevaba notas en un papel, todo lo dejaba a su prodigiosa memoria. A veces le preguntaban los interlocutores después de una hora de ser entrevistados: “¿Cómo es que usted va a recordar lo que le dije si no lleva notas?”, y el maestro, generoso, les decía: “La primera pregunta que le hice fue ésta… Usted me dijo lo siguiente”, y describía lo que le habían dicho con tal claridad que quedaban impresionados. “La segunda pregunta fue esta otra… y su respuesta fue la siguiente… ¿Podemos continuar?”. Lo cierto es que en cientos de entrevistas no hubo nadie que dijera que no se le había entendido, que lo hubiesen sacado de contexto, que le tergiversaron sus palabras o que era mentira lo escrito por Ortega.
Durante años colaboró en El Universal y fue allí donde escribió una serie de textos referentes al papado; en ellos plasmó la interpretación de un estudioso de los papas, de sus bondades y miserias, de sus aciertos y de sus errores. La descripción de esa historia estuvo llena de inteligencia, con el empeño de mostrar con claridad meridiana la verdad de sus aseveraciones.
Ortega fue fundador de varias revistas. Cuando lo conocíera dueño de Revista de América, de corte político fundamentalmente, aunque con variadas secciones. También dirigía una revista de modas llamada Lupita. Allí se inventó a ella misma la célebre María Eugenia (Kena) Moreno.
Tengo en mi mente su presencia, que viene vívidamente como si fuera ayer. Seguro que se debe más a mi propia añoranza de otros tiempos que a su persona. Sin embargo, ya sin los egoísmos propios del que evoca el pasado para recuperar el suyo propio, lo recuerdo con esa profunda seriedad con la que él mismo se comportaba. Hombre circunspecto, no era de fácil sonrisa. Aunque en ocasiones su sonrisa era de gran ironía. Sabía escuchar a las personas adultas con respeto y gravedad, atendía con cuidado cualquier comentario. Pero donde Ortega era un extraordinario maestro era con los niños. No he conocido otro hombre que los sábados montara en su vagoneta, guiada por su chofer, a sus hijos pequeños, e invitara a otros niños y niñas a ver una película para infantes en un cine de la ciudad (generalmente “Las Américas”). En ocasiones llevaba hasta diez u once pequeños, a quienes después acompañaba al Sanborns de la avenida Insurgentes para comprarles pasteles, refrescos y dulces.
En lo personal, viene a mi memoria que la primera vez que lo traté fue una madrugada en que llegué a su casa. La imagen es clara: arribamos su hijo Alejandro y yo después de mi primera parranda. Eran las cinco y media de la mañana y el maestro Ortega nos esperaba en la parte superior de su domicilio de la calle de Bartolache, en la Ciudad de México. Nos vio al llegar y preguntó: “¿Están bien?”. “Sí papá”, contestó Alejandro, y yo atine a decir: “Buenas noches maestro”. Él respondió: “Buenos días y vayan a dormir”.
En 1962 tuve la suerte de ser un acompañante más de la gira por Asia del presidente Adolfo López Mateos. El maestro Ortega iba allí y como yo lo conocía de antes tuve la oportunidad de conversar con él en el avión. En aquellas largas travesías dialogamos sobre los países que íbamos visitando, la enigmática y muy pobre India, el siempre creciente y técnico Japón, la singularidad y pobreza de Indonesia y las pocas perspectivas de las Filipinas. Siempre Ortega sabía la historia de estos países y sus condiciones del momento. Igualmente hablaba con claridad meridiana sobre sus capacidades económicas, sobre la producción y las posibilidades que teníamos de vender nuestros productos en mejores condiciones a esos lugares.
Su generosidad era harto conocida: si se le halagaba una corbata, camisa o traje, inmediatamente indicaba la dirección de su sastre y ofrecía sus servicios ya sin costo para el invitado. Era muy desprendido para los amigos, a quienes enviaba pasteles y regalos con prodigalidad. Se había casado con una guapísima sonorense, la señora doña Belia Molina. Y en aquellos años en que los conocí, la señora Belia era deslumbrante por su belleza. Ortega fue padre de numerosa prole: Alejandro, Lupe, Francisco, Gregorio, Julieta, Belia y Arturo.
Conocí al maestro Ortega en 1957 y desde entonces las familias Ortega y Gómez Huerta estuvieron unidas por una entrañable empatía que se ha acrecentado con los años. Muchos viernes se reunían en la casa de mi padre y la señora Belia preparaba suculentas cenas y jugaba a las cartas. El maestro Ortega llegaba después y mientras terminaban de jugar nos sentábamos en una pequeña salita a conversar.
A Ortega lo recuerdo con su serena seriedad que no estaba exenta de buen trato, respetuosa cortesía y sencilla simpatía. Hablábamos de literatura. El maestro conocía a todos los autores y describía sus obras con facilidad, viendo en ellas la profundidad que tenían. En las conversaciones que amablemente me permitía tener con él —siempre atento a ser educador de un joven interesado en la literatura—, pasábamos de Flaubert a Chateaubriand, de José Martí a Rubén Darío, de Unamuno a Manuel Machado, de Menéndez Pidal a José Vasconcelos. Me sugería lecturas: “Lea a Malcom Lowry en Bajo el volcán[…]. No deje de lado Tirano Banderas, de Ramón del ValleInclán”. Recomendaba la literatura rusa y no olvidaba a Pushkin en La nevasca, o a Gógol en El diario de un loco, ni a Chéjov en Los campesinos. Lo mismo de autores americanos: “Lea a Jorge Luis Borges, a Alejo Carpentier, a Cortázar, a Rulfo y a Vargas Llosa”. Hablaba de Alfonso Reyes y decía que la literatura mexi- cana era antes de Reyes y después de él, aunque lo consideraba un autor españolizado. Pero sobre todos recomendaba a Mariano Azuela en Los de abajo. Hoy sé de su gran cercanía con la internacionalización de esta novela. ~
• Militar de carrera, José Rafael Gómez Huerta Uribe (1944) ha sido servidor público y docente de historia en la UNAM y en otras universidades. Es autor de los libros Todos somos culpables y Tlalpan en el tiempo y fue colaborador de unomásuno.
(1) Además de las obras citadas se encuentran Los caciques (1917), Las moscas (1918), Las tribulaciones de una familia decente (1918), La malhora (1923), El desquite (1925), El camarada Pantoja (1937), San Gabriel de Valdivias, comunidad indígena (1938), Regina Landa (1939), Avanzada (1940), Nueva burguesía (1941), La marchante (1944), La maldición (1955) y Esa sangre (1956), estas dos últimas publicadas póstumamente
(2) Victoriano Salado Álvarez (1867-1931), político, historiador y escritor mexicano con miles de artículos en diversos periódicos del país, publicó gran cantidad de libros sobre la historia de México.
(3) Enrique Díez-Canedo (1879-1944), crítico, poeta y diplomático español. Se consideraba su crítica la más fina de los autores del novecientos. Sus obras más importantes fueron Versos de las horas y El teatro y sus enemigos.
(4) Ramón del Valle-Inclán (1870-1936), novelista y poeta español. Destacan sus obras Sonatas y Esperpentos, entre muchas otras.
(5) Manuel Azaña y Díez (1880-1940), escritor espa- ñol. Fue presidente de la República de 1936 a 1939 y autor de Vida de don Juan Valera, Cervantes y la invención de don Quijote, etcétera.
(6) Enrique González Martínez (1871-1952), poeta y médico cirujano nacido en Guadalajara, Jalisco, fue diplomático entre 1924 y 1931 y ministro plenipo- tenciario de México en España.
(7) Mariano Azuela, Obras completas, t. III, FCE, México, 1993, pp. 1173-75.
(8) Carta de Mariano Azuela Rivera a don Gregorio Ortega Hernández, México, 9 de julio de 1969.
Coincido en que era una gran persona de gran corazon