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Me muero y sin embargo viviré
Almanaque | Cultura | Cecilia Kühne | 05.10.2009 | 0 Comentarios

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Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.

Edgar Allan Poe, Sombras

En un principio fue el miedo. No poder recordar si había existido un solo momento donde la tranquilidad le hubiera dado tregua. Acaso sólo cuando los vapores del alcohol, la paz del láudano, la cegadora oscuridad de la noche le impedían ver la faz siniestra de todos los espíritus. Pero esta vez la fatalidad le tocaba el hombro y le empañaba todo con su helado aliento. “A la muerte se le toma de frente con valor y después se le invita a una copa”, había dicho alguna vez, bromeando, a sus amigos de Richmond. Pero ahora no sólo había aceptado la invitación a un trago: había caminado con ella, tropezándose, por la torcida perspectiva de aquel sombrío callejón de Baltimore, carcajeándose de todas sus dialécticas fantásticas, del cielo al infierno, de la piedad al desprecio, del amor a la vida al horror por la muerte, en una larga jornada que nada más duró un instante. Por un segundo sólo existió la luna histérica. Y entonces ocurrió. El sombrío caballero sureño, el poeta, había resuelto para siempre el problema más grande de su vida. Era el 7 de octubre de 1849.

Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes literarios de todos los tiempos: Edgar Allan Poe. El hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: “¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?”. Así, quiso contar una de las muchas leyendas respecto a su muerte. Colapsó en plena calle y murió solo.

La muerte —y la vida— de Edgar Allan Poe despertarían tanta polémica como su obra. Nacido hace doscientos años, en Boston, un 19 de enero, fue hijo de David Poe, actor de ascendencia irlandesa, y Elizabeth Arnold, también actriz. El padre desapareció pronto, la madre murió cuando él solamente tenía dos años y su destino empezó a sellarse. El niño Edgar, de hermosos rizos negros y ojos enormes e inteligentes, fue acogido, aunque no adoptado legalmente, por el escocés John Allan, próspero mercader de tabaco, y su mujer Frances. A los cinco años recitaba versos aprendidos de memoria a las damas sureñas que acudían a tomar el té por la tarde, y por las noches aprendía de su nodriza de raza negra los cánticos característicos de la gente de color. Hecho que, juran sus fanáticos, influyó en la magia rítmica de El cuervo, Ulalume y Annabel Lee. Después, toda la familia Allan se fue a Inglaterra y el joven Edgar recibió esmerada educación en dos internados, primero en Londres y luego en Stoke Newington. A los quince años regresó a Richmond, se enamoró por primera vez, le rompieron el corazón y tuvo una gran pelea con su padrastro donde ambos cometieron faltas tan torpes como imperdonables. Un velo oscuro, que nunca se retiraría, cayó sobre su vida irremediablemente.

Pero también llegaron otras cosas definitivas: su convicción de que la poesía era la máxima expresión de la literatura; su interés romántico por lo oculto y lo diabólico; su dominio extraordinario del ritmo y el sonido; ensayos que se hicieron famosos por su sarcasmo, ingenio y exposición de pretensiones literarias; su primer premio, de cincuenta dólares, por el relato “Manuscrito hallado en una botella”. Su cuento “Los crímenes de la calle Morgue” lo convirtió en el fundador del género de la narrativa de misterio y policíaca y su única novela, Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de crudo realismo, tuvo gran éxito. Su labor como escritor, periodista y crítico fue admirada y reconocida. Pero los demonios no se iban, y venían acompañados de alcohol, opio y desenfreno.

Pocos pudieron sustraerse a la tentación —o a la evidencia— de que su pasado, su estado mental, su apasionada adicción a los excesos, eran el motivo y el tema principal de su escritura. El mismo Jorge Luis Borges escribió al respecto en un artículo publicado en el periódico La Nación:

Detrás de Poe (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.

Y es que Poe se desenvolvía ante todo con una concepción de sí mismo y del universo que iba más allá de lo expresable, hasta la creación de un orden cosmogónico propio que tocaba de manera brutal a sus lectores. Cuentan, por ejemplo, que Charles Baudelaire llegó a exclamar: “La primera vez que abrí un libro de él, vi con espanto y arrobamiento no sólo temas por mí soñados, sino frases por mí pensadas y por él escritas veinte años antes”.

Es muy cierto que haciendo una lectura atenta de su obra, cualquiera podría identificar los elementos de los que Poe echaba mano para expresar la melancolía, el horror, el infierno que, inevitable, se develaba poco a poco. Y que escribió sus relatos con este plan maestro. Pero Poe, que era también un crítico literario y dedicó muchas noches a reflexionar sobre la naturaleza y el método de la composición, desdeñaba cualquier análisis superficial, aunque aspirara a lo profundo. Así lo escribió:

Ver con claridad la maquinaria  —las ruedas y engranajes— de una obra de arte es, fuera de toda duda, un placer, pero un placer que sólo podemos gozar en la medida de que no gozamos del legítimo efecto a que aspira el artista. Y, de hecho, con demasiada frecuencia sucede que toda reflexión analítica sobre el arte equivale a reflejar a la manera de los espejos del templo de Esmirna, que representan deformadas las más bellas imágenes.

Lo mismo sucedió con la interpretación de su vida y de su muerte. Poco nos vale diseccionar sus frases, la posición de sus palabras y las conclusiones de biógrafos y cronistas. Hoy, a ciento sesenta años de su muerte, todavía está vivo. Podríamos decidir, como en un juego —macabro, por supuesto—, que compuso su fantástica obra valiéndose de instrumentos ajenos a su voluntad (ningún agua lava el perfume del vino) o bien que, cuando escribía, simplemente estaba cediendo a la inspiración y su único instrumento era el talento. Pero es muy probable que ambas perspectivas resulten convergentes. Al final, como solía decir él mismo, todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño.  ~

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