El mundo se iba a acabar. Los americanos habían bloqueado navalmente la isla y lanzado el fatal ultimátum: o se van los cohetes rusos de la isla o se va todo al carajo. Las playas estaban repletas de trincheras y en ellas, sonrientes, miles de jóvenes aguardaban al yanqui invasor para matar antes de morir a unos cuantos.
Nikita no era hombre que se acobardara; sabía dar zapatazos en la ONU, decir la verdad sobre Stalin y todos se esperaban que el asunto de los cohetes nucleares le diera una soberana patada a la historia y a Kennedy.
«Nos van a achicharrar vivos, qué oprobio», decía mi abuela ahogándose, mientras se fumaba un grueso puro hecho de unas flores blancas y enormes del jardín. «Contra el asma», explicaba.
Mi tío Pancho, sin embargo, se levantaba cada mañana y constataba, mirando con displicencia el cielo ardoroso: «No se ha acabado el mundo. Por lo tanto, Renecito, tú tienes que ir al colegio y yo al trabajo».
Mi tío Pancho se vanagloriaba de sus antepasados guanches.
Su padre había nacido en Tenerife, en algún sitio cerca de Garachico y era una de las personalidades más brutas de la familia. La querida de mi tío no era guanche, sino mulata. Todas las tardes, Pancho se emperifollaba, se afeitaba y se moldeaba las patillas, para ir a visitar a su amante mientras mi tía, desoladoramente, se desgañitaba:
«¡Me voy a dar candela! ¡Desvergonzado de mierda, ay, qué salación, Dios mío, ojalá que los americanos desembarquen, coño, que Nikita no retire los puñeteros cohetes y que Dios y la Virgen nos tiren de una vez la bomba atómica!».
Mi tío, impertérrito, cogía su bicicleta y se alejaba silbando y muy tieso, para no estrujar la nivea guayabera almidonada por mi tía.
Pancho, en su condición de albañil y plomero, debe ser uno de los únicos cubanos que jamás ha trabajado para el Estado. Con materiales robados, o en contubernio con gente bien conectada, siempre se las arregló para vivir de sus trabajos privados.
Un día le dije: «Tío, ¿tú no sabes que en este país se hizo una revolución?». Un poco sorprendido, me contestó: «¿Y a mí qué me importa?».
Al fin Nikita no zapateó a Kennedy ni a la historia, sino a Fidel. Sin consultarlo con los anfitriones insulares, se llevó a casa a los huéspedes nucleares. La gente se botó a las calles, sabroseando la derrota al ritmo de changüí: «Nikita, mariquita, lo que se da no se quita».
Mi tío, tranquilo. Pasó el tiempo. Mi abuela se murió, fumando siempre sus blancas flores. La querida de mi tío se fue para Miami. Mi tío no; él se quedó en su Cuba, tranquilo. Pero hace poco hizo un viaje a Miami, para visitar a sus hermanas. No quiso saber de su querida, o quién sabe.
En un bar de la Sagücsera, tomando cerveza, le dije: «Tío, la historia te ha dado la razón. En el IV Congreso del Partido legalizaron el trabajo privado de los plomeros, los carpinteros, etc». «¿Ah sí?», me respondió. «Y Cuba ya entró de lleno —le dije— en el periodo especial en tiempos de paz». «Qué extraño, chico —me respondió un poco distraído—. Yo creía que el periodo especial había empezado en 1959″.
Fotografía tomada de cubasolidaritycampaign.blogspot.com
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